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miércoles, 25 de diciembre de 2013

¿Navidad? ¡Feliz año nuevo!

Para el hombre primitivo, era algo extraño e inexplicable, además de terrible, observar el momento crucial y agónico en el que el sol menguaba día a día y ver como la noche se iba apoderando progresivamente del día y la luz, conforme se acercaba el solsticio de invierno la noche del 24 de diciembre.
Esto traía ritos y sacrificios al sol, para que no se escondiera y desapareciese, y el sol agradecido, comenzaba a alargar los días y acortar las noches desde ese momento.
La iglesia al comprobar que estos ritos no era capaz de suprimirlos del pueblo, trasladó y superpuso el nacimiento de Jesús a este día.
Así como los festivales públicos del fuego de San Juan, eran comunales y participaba toda la comunidad del mismo conjuntamente, (es el solsticio de verano), los que se hacían en el solsticio de invierno, eran de carácter privado y solo familiar, en los que únicamente participaban los miembros que convivían juntos en la misma casa.
Al leño navideño, nuestra tronca de navidad, se le atribuía más familiaridad con la superstición y magia que con la religión, aunque siempre se intentó trasformarlo en un rito religioso, como veremos en la bendición de la tronca.
Por ejemplo a este leño le atribuían dones de fertilidad. Se pensaba que se tendrían tantos corderos, terneros, o cerdos, como brasas saltasen del tronco.
También eran fertilidad para los campos, pues sus cenizas servían en otros ceremoniales para el crecimiento de las mieses.
Igualmente tenía poderes este fuego para proteger de las tormentas.
Esta noche también los fuegos se encendían con propósitos expulsatorios, pues esa noche, la más larga del año, los espíritus sombríos de los muertos circulaban con total libertad.
El empeño cristiano para imponer sus nuevas creencias, aculturó severamente la primitiva mentalidad mágica, reinterpretando las viejas creencias que regían la espiritualidad de nuestras gentes hasta entonces.
Así, la fe popular cristiana fue transformando el carácter de estos ritos, como si solo fuera una leyenda.
Se llegó a entender que los fuegos que se encendían esa noche navideña, se debían a que en un tiempo muy impreciso, en muchas casas se había ofrecido hospitalidad a la sagrada familia y además con el calor ayudaban a la virgen María a secar los pañales del niño.
Por supuesto, se hacían belenes en las casas. Lo del árbol de Navidad es mucho más moderno y copia de los países europeos del norte. Aquí, se hacían belenes con todo el cariño e imaginación posible. Nos contaban que cuando nació Dios, nació en un pesebre, y había una mula y una vaca. La vaca lo laminaba y la mula echaba coces. Por eso la mula no pare y la carne de vaca se come y la de la mula no.
 
La noche del 24 de diciembre era muy especial, una noche en que todos los malos espíritus campaban a sus anchas y aprovechando la larga noche estaban en plena libertad para cometes sus maldades.
Para la persona que quería hacerse bruja o brujo, era la noche apropiada.
En Plan, la aspirante a bruja tenía que matar unos días antes un gato negro. Todo negro. Arrancarle los ojos y guardárselos hasta el día de nochebuena. El día 24 de diciembre, a media noche marchaba con el paquetico a la Peña de las Brujas, que está al otro lado del río, ella sola y, al oír las campanadas de las doce, destapar los ojos del gato. Tenía que aguantar durante una hora todo lo que veía, o todo lo que creía ver… Cuando volvía a casa se encontraba en ella el libré verde o libro de San Cipriano, imprescindible para realizar de allí en adelante su nuevo oficio de bruja.
Pero las que ya lo eran, esa noche ponían en práctica todas sus maldades. Durante la misa del gallo, en que todos los habitantes del lugar se encontraban en la iglesia, era el momento más apropiado para cometer esas maldades.
Lo más normal era la muerte de la mejor caballería de la cuadra o el ganado, que a la salida de la misa, se encontraban los moradores de la casa. Casos hay muchos para contar, y cada caso que aparecía sembraba el miedo por toda la redolada.
De ahí que en muchas casas que temían alguna venganza de las brujas, esa noche multiplicaban sus conjuros, hasta llegar a montar guardia uno de los habitantes en la casa, mientras los demás cumplían con el rito del gallo.
Muchos son los casos de escuchar gran estruendo en los establos y el vigilante entrar en ellos y encontrarse con un dantesco espectáculo: Un animal, (muchas veces felinos), mordiendo a las caballerías en el cuello para desangrarlas, era el habitual, aunque no faltaban lobos, y se llegó a presenciar también osos asesinando animales. En casos de que el guardián que había quedado en casa, llegaba a tiempo y con palos y lo que tuviera a mano las defendiera, escapando ese dañino ser, al día siguiente encontraban en la casa una desagradable sorpresa.
En muchísimos casos aparecía la abuela de la casa con un brazo roto, coja, o cualquier otra lesión. Enseguida se sabía quien era la bruja.
Pero los niños de cuna tenían esa noche una particular maldición. Cuando se regresaba de la misa del gallo, se le podía encontrar sobre el tejado. A esto, si se le tenía gran temor. Nunca que yo recuerde, se los dejaban solos a esa hora.
La misa de gallo, era un rito obligatorio, que cumplía todo el lugar. Si alguien quedaba en alguna casa, tendría motivos muy fundados, como quedarse de protector con algún chicorron, o de los animales de la cuadra.
Esta noche también en la misa, pasaría todo el pueblo a comulgar sin romper el ayuno, que por entonces la iglesia imponía. Como el ayuno era desde las doce de la noche del día anterior…
Alguno veías pasar no muy derecho… y es que la bebida de la cena, había hecho sus efectos.
También te aseguraban que en la Noche Buena las vacas que son pardas se ponen de rodillas en la cuadra, durante la misa del gallo. “Vas a la cuadra y las ves”.
¿Algunas costumbres curiosas de la misa de gallo? Sí. Por ejemplo, los pastores acudían a misa con cordericos llenos de adornos, cintas de colores y esquilas. También en otros sitios, ofrecían un cabrito negro, que luego se quedaba el cura. Los chavales, llevábamos a misa las “bichigas” (las vejigas del tocino, hinchadas a manera de globo) y en el momento de la consagración, “cuando nacía Dios”, se explotaban con gran estruendo y algaraza.
El pasar a adorar al niño que colocaban en el altar, también era motivo de constantes charradas entre la gente, con las advertencias y solicitudes del mosen, pidiendo silencio. Pero es que esa noche, no todos iban lo suficientemente sobrios, y se hacían notar en la forma de cantar.
Una cosa muy curiosa que se hacía en muchos lugares: Antes de ir a misa la abuela ponía dentro de una cesta cantidades de golosinas, como vino poncho, castañas, higos, turrón de guirlache, empanadico… Encima de todos estos manjares colocaba un atadijo de malvas, que las cogía todos los años en la mañana de San Juan antes de salir el sol. Naturalmente estaban secas. Acabada la misa, al regresar a casa examinábamos la cestica, y cual no era la sorpresa al contemplar que las malvas estaban verdes como si estuvieran recién cogidas.  
Después de la misa, el recorrido de todos los del lugar por todas las casas, hacía que el pueblo permaneciera despierto. Con este ir y venir de gente por las carreras, se conseguía espantar y no dejar en paz, a todo lo malo, que esta noche, (la más larga), pretendiera hacer daños, no tuviera la tranquilidad necesaria y la soledad que necesitaban, para hacer sus males.
El día siguiente, con las troncas, la misa, y todos los conjuros, se conseguiría que el día comenzara a ganar a la noche y volviera a nacer otro año.
Y es que esta fecha y no, la del 31, era para nuestras gentes, el cabo de año y principio del siguiente.
Con mi convencimiento aragonés que siempre me enseñaron en casa hoy 25 de diciembre, no os felicito la navidad, sino… ¡Feliz año nuevo!


domingo, 17 de noviembre de 2013

El Aneto

En la segunda semana de octubre del 2004, volví a subir a su cima. Para mí fue una prueba de superación. Hacía trece meses que había sido vuelto a la vida gracias a un trasplante, y era un reto para mí. Puedo decir que fue absolutamente satisfactorio. Estoy seguro que me sobraron fuerzas, gracias a que me acompañó la amiga que me regaló la vida con su donación.
Cuando uno llega a la cima, le vienen recuerdos de leyendas y parece que las está presenciando. Es bonito recorrer Aragón y pararse en cualquier punto, cuando conoces la historia y tradición de esa piedra o paisaje que presencias.
Recordé lo que me contaba un abuelico montañés:
De los montes de Aragón
el más alto es el Turbón.
-Calle, calle, dijo ella:
que más alto es el Cotiella.
-Mentís, metís los dos,
más altos son Tres Sorors.
-Haya silencio completo,
el más alto es el Aneto.
No asistió Monte Perdido
por que se dio por vencido.
Queda, pues, clara la supremacía del Aneto.
Si todo lo misterioso e impenetrable ha dado siempre que hablar a la imaginación popular para adornarlo con leyendas extraordinarias, es lógico que el macizo de la Maladeta, inexplorado durante siglos y siglos, se haya visto envuelto en las brumas de lo legendario y misterioso.
La leyenda primitiva se hunde en la época medieval para contarnos que hace muchísimos años aquellas moles inmensas de hielos que inundan con sus glaciares todas las pendientes y laderas, fueron riquísimos pastos poblados de maravillosas cabañas.
 
Y cuentan que un día apareció por aquellos pastizales un mendigo hambriento y aterido de frío, que solicitó la hospitalidad de los pastores. Ellos crueles, le negaron el asilo. Más aún, azuzaron sus perros contra él con inhumana perversidad. El mendigo –que algunos sugieren que sea el mismo Jesucristo- maldijo a sus pastores y ganados. Al instante quedaron convertidos en piedra y hasta los mismos pastos se transformaron en heleros inhabitables.
Solamente una pastora bondadosa se salvó de la catástrofe. Pero lo cierto es que, en muchas noches gélidas de invierno, desde el refugio de la Renclusa, se escuchan los aullidos espeluznantes de las víctimas. Y no es difícil descubrir los rostros de los pastores desfigurados por un rictus de terror y petrificados entre los recovecos de la montaña. 
El año 1725, Fracesc Sauci, alcalde del pueblecico francés de Esterri, después de una expedición informativa, aseguraba haber visto en diferentes lugares de los montes Malditos, un rebaño de más de siete mil cabezas, todas ellas convertidas en piedras.
Muchos aseguran que entre los pastores había una pastora, la pequeña Annette, a la que llamaron Néthou, que también quedó convertida en bloque de hielo con todo su rebaño. Y Néthou siguen llamando los franceses aún en día al pico de Aneto.
También es verdad que muchos montañeros han recorrido ya todos los vericuetos del macizo, sin que quede ningún paso sin pisar, venciendo así su maldición.
Por lo demás, que Maladeta signifique “maldita” podrá ser en catalán, pero desde luego no en aragonés. En el pueblecico de Aneto llaman al pico Mala-hita y el término “mala”, variante de “malla” o “mallo”, significa “montaña rocosa o mole de piedra” y la terminación “eta”, tan abundante en nuestro idioma, es lugar muy abundante en algo.
Habría que ir deshaciendo errores poco a poco. Tampoco el paso de Mahoma tiene nada que ver con las invasiones agarenas, que nunca llegaron a la bal de Benás. Ni tampoco es que Mahoma viniera a la montaña ya que la montaña no iba a él, como cuenta el milagro del Corán. Su nombre, es más poetíco. Un exoficiál ruso, Platón de Chijachef, en junio de 1842, junto con Franqueville, fueron los primeros en cruzar esa arista entre dos abismos. La arista le evocó a Franqueville, ese puente del más allá que en la tradición islámica se presenta como más fino que un cabello y más afilado que un sable y que las almas deben esforzarse en atravesar el día del juicio final para alcanzar el paraíso de Mahoma.
Nada tiene, por tanto, de maldito el maravilloso nudo montañero. Uno de los más entusiastas pirineístas Russel, que estaba prendado del Aneto, hasta llegó a pensar y lo intento, comprar todo el macizo de la Maladeta.


viernes, 1 de noviembre de 2013

Noche de difuntos. El cementerio

Este año he vuelto al cementerio de mi pueblo. Llevo unas flores para mis abuelos y otros familiares.
Llevo también la nostalgia de tiempos ya muy lejanos ahítos de recuerdos. La visita de cualquier camposanto es un revulsivo, un aldabonazo a lo más profundo de nuestros sentimientos y nuestra conciencia. Pero éste, el de mi pueblo, es especial para mí, porque en él tuve mi primer encuentro con la muerte.
Desde la salida del pueblo ya se le ve allá abajo, con sus tres cipreses apuntando sus saetas al cielo en este atardecer de otoño, por encima de su tosco tapial de piedra de poco más de dos metros de altura. Es pequeño. Cuando yo era crío era mucho más grande. O así me lo parece. Pero me pasa siempre lo mismo con la plaza, la iglesia, la escuela… Abro la cancela de hierro sujeta con un trozo de cuerda anudado a su cerradura cuya llave sin duda se perdió y entro. Está bien cuidado en conjunto, aunque muchas de sus cruces perdieron su verticalidad y parecen querer acostarse igual que los muertos que cobijan. Aquí y allá ramos de flores que algunos han adelantado para el día de Todos los Santos.
Las tumbas están todas orientadas al norte, hacia Monte Perdido.
Como el pueblo cae al suroeste le están dando la espalda para que no les apetezca volver a él y molestar a los vivos.
Camino despacio entre las cruces, leyendo las inscripciones, muchas de ellas con la fotografía sepia del difunto. Los apellidos se repiten una y otra vez como corresponde a un pueblo pequeño, encerrado en la endogamia y en el que tarde o temprano todos acaban siendo parientes de todos.
Enfrente a la entrada, una casucha destartalada y sucia, sin puertas, medio en ruinas, en donde debió estar “la piedra”, el lugar de espera de los cadáveres que por alguna razón no se podían enterrar todavía. Aún guarda la caseta unas desvencijadas parihuelas de entierros muy remotos.
Casi juntos, los tres cipreses. Serios. Austeros. ¿Por qué tres? En todos los cementerios de esta comarca son siempre tres. La magia del número. Están repletos de frutos, piñas orriones. Dicen que los cipreses producen tantas bolitas como muertos tienen enterrados a sus píes.
Entre las cruces encuentro la de mi abuelo. Es de hierro y ostenta una placa metálica aporcelanada, sin fotografía. El nombre escueto, la edad y la fecha del fallecimiento.
Y allí, ante la tumba del abuelo, la imaginación vuela a aquella mañana del entierro. El paso cansino de los hombres que llevan el féretro. Los familiares detrás, con los ojos ya secos y resignados. Con el cierzo de frente (“El cierzo y la contribución, la perdición de Aragón”). Detrás, los amigos en silencio. Más atrás “la gente”, que comenta el estado del campo o las fiestas del pueblo vecino. O la comida de entierro que dará la familia. Cumplen a desgana un deber cívico que impone la tradición, y acompañan al difunto y su familia.
En muchos lugares todo el pueblo iba al cementerio acompañando el cadáver (Aineto, Sallent, Angüés, Saravillo, Burgasé, Salas Altas)…
Los que querían (y dependía de muchas circunstancias) (Chimillas, Bolea, Montoro, Calaceite)…
Los familiares y las amistades (Ansó, Sabiñánigo).
Los familiares y la Cofradía (La Fueva).
Delante iba la caja y la llevaban los amigos en muchos lugares. (Huesca, Almudévar, Santa Engracia de Loarre…)
Cuando asistía el cura, el orden era: cruz, clero, féretro, parientes, pueblo (Biscarrués, Estadilla).
En Castillazuelo, en cambio, el orden era: féretro, cura, duelo.
En Albelda el cura hacía una parte del recorrido. En un lugar concreto, paraba el cortejo, se rezaba un responso y el clero se despedía.
Detrás del féretro solía ir la familia (Chimillas, Aineto, Quinzano, Bolea…)
A continuación, en la mayoría de los pueblos iban los hombres y detrás las mujeres.
En Binéfar, si era difunto iban los hombres delante; si era difunta, las mujeres.
En Gistain, después del entierro –al que asistían los cofrades con capa negra- los familiares daban doce vueltas alrededor de la iglesia. En la puerta estaba el mosen y, al pasar por delante de él, le besaban la estola cada vez.
 
La llegada. El sepulturero apoyado en la pala clavada en tierra. Luego, con la soga y por alguien, descuelga el féretro en el hoyo y recupera con movimientos precisos la soga.
Un silencio reseco. La primera paletada de tierra. El sollozo de la abuela ahogando sus únicas palabras temblorosas que no llegan a entenderse.
La emoción que sube pecho arriba y se anuda en la garganta. Lágrimas sin estridencia.
La abuela coge un puñado de tierra, lo besa y lo echa al hondón, sobre la caja. Todos vamos haciendo lo mismo.
Luego el enterrador con la pala va echando más tierra.
Todavía se ve un trozo del féretro. Luego, sólo tierra.
A los ojos de todos, la tierra que va tomando altura. Y ya, nada. El cierzo que sigue soplando. Mi madre y mi tía que cogen del brazo a la abuela. El mosen del pueblo (los otros no han venido) que reza el último responso y trata de consolarnos con unas palabras indecisas que no acaban de encontrar el tono. Es mejor el silencio.
La gente que se desperdiga por el cementerio en busca de nombres queridos. Las pisadas crujientes sobre la tierra y la gravilla. Las campanas de la torre también han callado. Cada uno vuelve a solas con sus pensamientos. Otros vuelven a sus comentarios indiferentes de antes. La vida sigue.


domingo, 15 de septiembre de 2013

Los motes de nuestros pueblos

Cuando comentamos los motes de nuestros pueblos, observamos la rivalidad y animadversión entre pueblos y municipios vecinos, un fenómeno social claro y muy firme en nuestra tierra. La vecindad muchas veces caía en el desprecio hacia las gentes de la aldea más próxima y conocida.
Éste vínculo de fatalidad se producía por diversos factores y causas sociales, muchas de ellas perfectamente contrastadas. 
Una de ellas era el cambio de normas de conducta que cada lugar establecía. Al no ser las mismas, se creaba una gran diferencia entre dos lugares que aún estando tan cerca en la distancia, estaban muy lejos en sus formas y maneras de vida.
Otra y tan importante como la primera, era la dependencia administrativa de una localidad a otra, sintiéndose siempre vejada la pedánea.
La igualdad demográfica y la potencia de sus recursos también provocaba el orgullo de ostentar la supremacía en una comarca.
Todo esto en nuestra tierra, determinaba que entre una aldea y otra surgiese una gran rivalidad.
Valorando todo esto en su aspecto positivo, que también lo tiene, esta forma de rivalidad podía darse antes en nuestros pueblos, por que tenían un vigor social y demográfico, un concepto de autoestima municipal y solidaridad comunal, que desgraciadamente hoy no existe ya que nuestros pueblos, que en cuanto a habitantes, languidecen.
Como ejemplos, podemos poner muchos. Hecho y Ansó son dos poblaciones entre las que se suscitaba una profunda rivalidad, al tener las mismas características y peculiaridades sociales, ya que ambos tenían el mismo número de habitantes, vivían de la ganadería y eran capitales de sus respectivos valles. Por eso, ambicionaban, la supremacía de una población sobre la otra en cualquier aspecto que consiguieran.
De siempre es conocida la xenofobia mutua entre Hecho y Ansó, auque a lo largo del tiempo haya habido ciertos contactos y casamientos entre personas de ambas villas. Una copla ansotana expresa claramente esa mordacidad: “Primitiva de Guillermo y Pascuala de lo Nepón, limpiaron o lugar de Echo y emporcaron el de Ansó”. Eran dos chesas que fueron a entroncar a casas de Ansó de chobens –nueras- y que la jota escogió para expresar las tensas relaciones entre ambas poblaciones.
Esto ocurría en casi todos los pueblos de Aragón. Cuando repasamos las coplas populares, cada lugar intenta “gibar” al de al lado y este, respondiendo también, con un cambio de coplas, cada una más ofensiva.
Un agüelo, con mucho sentido del humor, como mucha gente de esta tierra, contestaba a un forastero que presumía de ser madrileño: “¿De Madrid? ¡Vaya mérito! De Madrid es cualquiera. El mérito es ser de Barbenuta, que solo somos cinco”. Esto es reírse de su suerte.
Mediano 1947 "Bufanabos"
 
Los apodos, de lo más variado. Muchos buscando sencillamente la rima fácil. A la hora de rimar un pueblo, se queda en eso: “Altorrincón, en cada casa un ladrón”, “Almuniente, mala gente”. Así de fácil, sin que pase por la mente la realidad del apodo, que solo se hace porque “pega” y suena bien.
Pero no es conformado el aragonés con colocar motes al pueblo vecino. En su mismo lugar tiene que colocarlos y quedan ya para siempre como nombres asignados a una casa. Cuando vayáis a un pueblo, no preguntéis por una persona con su apellido, por que es muy probable que nadie la conozca. Preguntad por el apodo de la casa y en seguida os darán razón. Los hay definitivos, aplastantes cuando se refieren al físico de la persona: Casa “Pechuda”, “Cintureta”, “La Peque”, “La Tiesa”, “Majico”, “Culicacho”… Otros aclaran su origen profesional: “Pelaire”, “Cañicero”, “Ferrero”…, pero otras veces rozan un aspecto que viene rebotando de generación en generación desde algún día aciago en la casa, como el de “Malmetefierros” que lleva una herrería o “Panflorido” que tiene un horno. Otros sugieren algún hecho o dicho que se nos escapa pero que allí está: “Casa Peliforro”, “Casa Non querré”. El ingenio aragonés es inagotable cuando ironiza y se ceba en una persona o acontecimiento.
No os enfadeís conmigo cuando cuento los apodos de los pueblos. Si acaso enfadaros con los pueblos de al lado y llamarlos como vosotros sabéis. Por mi parte os aseguro que ojalá fuera fato, chepe, saputo, ensudiero, pelaire, cazolero, ababolico, afumau, curto…, por que quiero entrañablemente a todos los pueblos de mi Aragón y siempre, entre ellos, me he encontrado en casa.


domingo, 8 de septiembre de 2013

Mosén Bruno Fierro

¿Qué estampa tendría ese tan celebrado mosén Bruno Fierro, que, nacido en 1803, vivió ochenta y seis años? El viejo de casa “Botiguero” asegura que "parexeba una talega en pie". Y don Alonso, el venerable don Alonso (q. e. p. d.), me lo pintó de mediana estatura y recio, cuadrado, la cabeza grande, ojos vivos, cejas muy pobladas y unidas y nariz algo chata, por donde, entre ganguear y hablar despacio, como quien mide las palabras, cualquiera que no le conociese bien,  pensaba que las decía con sorna. A esto añadió que solía tutear, de buenas a primeras, a todo el mundo, del rey abajo, fundándolo en que no podía ser otra cosa después de tutear a Dios.
No tuvo rival en el juego de pelota; tiraba la barra con sin igual destreza, y era gran cazador, aunque dicen que salía con la escopeta por despistar a los carabineros, pues andaba en el contrabando. Pero su principal afición parece que fue la pesca:
Una mañana, al regresar del río con la caña en una mano y un ruin barbo en la otra, se encaminó a la iglesia, entró, se planto en el centro y allí, abiertos los brazos y moviendo de arriba abajo la cabeza, le dijo a la Virgen, en tono de reproche:
-¿Te parixe a tu s´ixto ye pescar? ¿Te parixe a tú?
Y dirigiéndose a la trasera del altar arrojó la caña en el fondo de la mesa. Y es que debajo del retablo solía guardar las pelotas, la barra, una vara de medir, la escopeta y las cañas de pescar, para que en todo momento la Virgen le favoreciese. Esto, y la familiaridad con que la trataba, patentizaban su gran simplicidad y su mucha fe.
Ignoro si fue capaz de alguna virtud. Creo que no. Porque los siete pecados capitales le podían siempre; tan descomunal era en todo.
Era enorme. Pero le creo a dos dedos de ser un santo. Sólo que, a diferencia de algunos santos que, después de una larga vida de abandono, se arrepintieron, alcanzando la gloria, mosén Bruno alternó siempre, hasta el último instante, las más grandes caídas con los actos más sublimes.
Ya en Barbastro fue el terror de las aulas. Cuando, al fin, las abandonó, cuentan que le dijo el obispo:
-¡Cuánto me pena, Bruno, haberte ordenado! ¡Cuánto me pena!
A lo que el mosén respondió:
-¡Y lo que te penará, ilustrísima! ¡Lo que te penará!
E inmediatamente se le castigó por su insolencia. Y es que no le conocían bien, como yo creo conocerlo sin haberlo visto. Lo que hay, que era sincero, incapaz de hipocresía. De mosén Bruno Fierro puede afirmarse que fue el último gran aragonés con sotana. ¡No quedan hoy curas como él!
En aquellas noches de invierno, en mi infancia, sentados en las cadieras, parecían bien las cosas que se contaban de mosén Bruno. Ardían las llamas del hogar, crujían las castañas, pasaba el jarro, y, de pronto, al solo nombre del cura de Saravillo, se alegraban los montañeses, contaban mil cosas de él, y reían, reían con esa rústica simplicidad que fue y es el primer ingrediente de nuestra raza, y que guarda la tierra, no como la cuba la hez del vino, sino como una madre, siempre joven, los nuevos gérmenes.
Mosen Bruno Fierro, más conocido por “cura de Saravillo”, porque fue en ese pueblo en donde más años vivió y donde murió de viejo.
Iglesia de Saravillo
 
Ocurrente y pícaro, pero en clérigo, que tiene sus matices.
Por algo le cuelgan al bandido el Tuerto aquel taciturno comentario... ¿no lo conocéis?
El Tuerto había estado de bandolero con Cucaracha, el bandolero de la Sierra de Alcubierre, y se separó de la pandilla.
Al cabo de algún tiempo volvió como hijo pródigo y echando de menos a alguno de sus antiguos compañeros de los buenos tiempos, iba preguntando por ellos:
-¿Y qué fue del “Pelau”?
--Lo cogió la Justicia y lo ahorcaron.
-¿Y el “Royo”?
-Murió de un balazo
-¿Y el “Moscas”?
-Se metió cura.
-Siempre creí que ése acabaría mal.
Del cura de Saravillo cuentan y cuentan:
Había enfermado la burra que lo llevaba a Badaín, anejo que también atendía y ya se sabe que “los anejos, debajo de la cama están lejos”. Como quería a la burra de verdad y le hacía buen papel, invocó a la Virgen de Badaín para que le curara al animal, pero la burra que se murió.
Esto le dolió a Bruno, que no se esperaba ese desplante por parte de la Virgen. Entonces cogió la burra, la despellejó, se llevó a la iglesia de la Virgen la piel y la colgó en la barandilla del coro. Con eso, todas las moscas del valle inundaron la capilla. Mosén Bruno le decía a la Virgen:
-¡No me has querido curar la burra, pues ahora, aguántate!
Decimos que su fe y su simplicidad andaban parejas. Así se explica esta otra anécdota que protagonizó en Espierba, en donde estuvo de ecónomo antes de ir a Saravillo.
Todo el mundo conoce las descomunales tormentas que azotan en verano al valle de Pineta, por eso nadie se extrañará de que, en un atardecer de julio, todo el pueblo acudiera a la abadía para pedir al mosen que saliera en procesión parroquial para “esconjurar” la tormenta y pedregada que estaba amenazando con arruinar la cosecha.
En el cobalto del pueblo, momentos después, mosen Bruno, revestido con sobrepelliz y capa pluvial, está desgranando las letanías de su libro de rezos. A su lado, el escolano con la cruz procesional (el “cristico” de metal) en una mano y la caldereta con el hisopo en la otra. Y detrás, y delante, y alrededor, todo el pueblo contestando con un apretado y esperanzador “ora pro nobis” a las invocaciones del cura.
Pero la tronada sigue arreciando y ya se teme lo peor.
Cuantos más rezos, más relámpagos. (Tal vez porque el mosen pide por lo bajo que la tormenta se vaya a descargar al vecino pueblo de Parzán, donde no le quieren tanto). Y empieza la pedregada.
Parece hecha a propósito. Al final mosen Bruno se impacienta. Para de rezar para enjugarse unas gotazas como platos que le empiezan a caer en la cabeza, y se dirige al monaguillo:
-¿Ande vas con ese Cristico, Antonié? Llévatelo a la iglesia y tráete el Cristo grande, que con éste no haremos cosa.


domingo, 1 de septiembre de 2013

Ferias

Cuando se acercaban ferias nosotros los chabales, las esperábamos con mucha ilusión. Teníamos en Aragón muchas más que ahora, pero eran diferentes. Sobre todo eran de ganado. Allí se compraban y vendían toda clase de animales de trabajo y de establo. Había un trajín increíble y lo aprovechaban para poner atracciones. Así nacieron las ferias que hoy se conocen. En los pueblos no teníamos ni norias, ni caballitos, ni autos de choque ni cosas de esas. Lo más, si acaso, eran los “húngaros”. Nosotros los llamábamos “hungáros”. Vete tú a saber si eran de Hungría o no. Consistían en pequeñas compañías de comediantes, casi siempre una familia. Viajaban en unos carromatos muy vistosos, llenos de colorines, de pueblo en pueblo y hacían comedias en la plaza. Los recuerdo con su oso, su cabra gimnasta o su perro sabio. La entrada por supuesto, era gratis. Al final de la representación pasaban la bandeja o la gorra para que la gente echase la voluntad y sacaban para ir viviendo. Hoy siguen en nuestras fiestas, transformados en músicos, malabaristas, estatuas vivientes…
Las ferias como digo, eran muy diferentes. Primero las gentes. Allí veías labradores, ganaderos, tratantes, gitanos con sus cómplices “los ramaleros”…
¿Ramaleros? Los gitanos llevaban fama de pegársela a cualquiera. Cogían una burra que se caía de puro vieja y la hacían trotar como si fuera un potro. O les limaban los dientes, o cualquier cosa. La gente no se fiaba de ellos. Entonces buscaban un amigo payo de aspecto inofensivo y bonachón que presentaba la caballería como si fuera suya y entonces era más fácil dar el pego. Ese era el “ramalero”. Luego se partían las ganancias o cobraban unas comisiones.
 
Los tratantes eran los profesionales de las ferias. Una frase hecha: “Tienes mas dineros que un tratante”. Su faena era comprar y vender. Y a estos si que no los engañaba nadie. Por eso muchos compradores acudían a ellos. Las registraban a las caballerías con mucha vista. Era mirar y remirar, palpar y hacer trotar. Comprobar si estaba herniada, si tenía bien la vista, la dentadura si estaba retocada…
Y la gente tenía otros trucos. ¿Qué trucos empleaban? Muchos. Yo pocos he oído. Si he oído que en algunos pueblos cuando tenían que llevar a un caballo a la feria, unos días antes les hacían una sangría porqué entonces relucía mucho su pelo.
Para conseguir también que el pelo reluciera mucho, decían que les socarraban el pelo y luego los cepillaban bien. Esto dicen que lo hacían los de Ibirque y quizá por eso los llaman “sucarramachos”.
La normalidad era desde luego la honradez, en el trato. Nunca se firmaba en ningún papel a la hora de cerrarlo. Un apretón de manos equivalía a cien escrituras.
¿Confiamos hoy a una palabra dada? Yo tengo mis serias dudas.


martes, 6 de agosto de 2013

Sobre el humor de nuestras gentes

Las salidas inesperadas, incluso en las proporciones, son buena cuenta de este humor que hoy tratamos, que por lo exagerado en sus resultados, nos hace sonreír. Estamos hablando del humor aragonés.
Este es un problema que se presenta cuando se amontona la tarea. En Almudevar tenían una expresión muy salada, ante una dificultad especialmente complicada: “Esto es más difícil que matar un burro a pizcos”.
Como se le amontonó la tarea a aquel montañés de Lasaosa, aquella tarde que paró a merendar: Estuvo merendando hasta las diez de la noche, por que no lograba igualar el pan con el chorizo: le sobraba pan y se cortaba más chorizo: pero luego le sobraba chorizo y se cortaba más pan… Ya era de noche cuando consiguió igualar.
El sentido de la proporción, o su contrasentido, vaya usted a saber, da con frecuencia en nuestra tierra origen al más puro humor –del hecho, no del contado- . Como la invitación de los habitantes de Luna. ¿Sabían – y estoy hablando muy en serio- que en 1969, cuando lo del Apolo XI, el dignísimo Ayuntamiento de Luna cursó (según me aseguraron) una invitación oficial a los astronautas Armstrong, Aldrin y Collins, primeros terrícolas que visitaron la luna, a visitar la otra Luna, la de Cinco Villas, como huéspedes de honor? Como no aceptaron ellos se lo perdieron, y a mí que no me vengan, pero su viaje quedó incompleto.
¡Las proporciones! Uno no tiene más remedio que recordar a Toño “El bruto de Benás”, que desde luego solo era bruto en su fuerza física, como os contaré.
Cierto día estaba contemplando una hermosa casa junto al río, pegadica a la misma glera. Y seguro que ensoñaba con su futuro. El dueño solamente tenía una hija que, naturalmente, heredaría la casa. En plena contemplación estaba nuestro mozo cuando pasó el amo por allí.
-¿Qué haces Antonio? ¿Te gusta la casa, eh?
-Pues si, señor, maja si que es.
-Pues mira, si te casas con mi zagala, la casa será para tú.
Toño se quedó pensando unos instantes, como haciendo cálculos. Pero pronto tomó la decisión:
-No señor, no. Que si viene una riada se llevará la casa, pero la moza se quedará.
En esto de las proporciones no es tan fácil coger a los montañeses. Los de Zaragoza que peinan canas, seguro que recuerdan a un famoso ansotano, cuyo nombre me callo, (El tío Rana) que visitaba con frecuencia la ciudad y además con calzón corto, lo que motivaba la incomprensible hilaridad de los zaragozanos.
 
Se daba el caso de que nuestro montañés, que tenía un fortunón en maderas y ganados, decidió a su vez reírse de los de la capital, que a veces confundían su traje con sus posibilidades.
Una de las veces que fue a Zaragoza lo hizo en compañía de algunas personalidades montañesas que eran invitados suyos y, por supuesto, a uno de los mejores hoteles. El recepcionista tuvo la poca delicadeza de contestarles al solicitar habitación:
Para estos señores, sí, tenemos habitaciones excelentes. Pero para usted –añadió, desdeñando la indumentaria del ansotano- temo que sean un poco caras. Compréndalo pero es que el hotel es de primera categoría.
Esta observación le soliviantó. Echó mano a la faja, sacó su cartera (una de aquellas antiguas de seis o siete doblezes en acordeón), y mirándole fito fito a dos palmos de su cara, le espetó:
-¿Con que esto es caro para mí? Llame usted al dueño, que ahora mismo le compro el hotel.
Algo parecido le sucedió otro día en la taquilla del teatro. Fue a sacar una entrada durante la temporada del Principal, y el taquillero le hizo la observación:
-Le advierto que estos días una entrada vale dieciocho reales…
-¿Dieciocho reales? Pues entonces déme dos. Una para mi sombrero y otra para mí.
Y desde entonces, todo el mundo de Zaragoza podía ver cómo el ansotano sacaba siempre dos entradas, aunque hubiese escasez de ellas por la aglomeración. O tal vez entonces con mayor motivo, como sucedió en una ocasión en que hacía estreno una compañía de zarzuela en la ciudad a bombo y platillos. La expectación era enorme y antes del comienzo de la sesión una larguísima cola esperaba nerviosa junto a las taquillas, pero estas no abrían.
Cuando levantaron el telón, solamente había un espectador en toda la sala. Nuestro montañés, que se había permitido el lujo de gastarse un fajo de billetes comprando todas las localidades para burlar así a la crema zaragozana.
Pero eso no quedó así. En la temporada siguiente todavía recordaban aquella faena y con mucha anticipación se apresuraron todos a sacar sus entradas para no verse burlados de nuevo por el ansotano. Y se ve que sí, en aquel estreno, que por cierto era en una noche de lluvia permanente, la sala se vio abarrotada.
En los entreactos parece que todos hacían comentarios sabrosos sobre el montañés que no había podido salirse con la suya. Pero eso era no conocerlo del todo.
A la salida, la lluvia arreciaba más y más y todos acudían a la larga hilera de taxis junto a la entrada del teatro (aquellos coches de punto preciosos, tirados por caballos). La respuesta de los cocheros era la misma para todo el mundo: “Está ocupado, no está libre”.
En un entreacto y ante los comentarios que escuchaba, el ansotano había alquilado ya, para él, todos los taxis.


miércoles, 31 de julio de 2013

Masando pan

Andaba yo pensando qué haría aquella mañana cuando se me presentó una ocasión estupenda de contemplar otro trabajo para escribir más cosas en mi libretica. Ya lo había observado otras veces, pero entonces aún no se me había apoderado el gusanillo de la curiosidad.
El caso es que, al entrar en la cocina, mi tía estaba amasando el pan. Había colocado la artesa pequeña encima de una mesa y allí estaba manoseando la masa con esos movimientos precisos de los dedos que se hunden en ella, la estrujan, le dan la vuelta... y esto, ratos y ratos. Cuando yo la ví, ya llevaba una hora trabajándola y todavía estuvo dándole más. Ahora estaba rezando. Decía:
"Dios te crezca, masa,
como la Virgen en gracia" .
Luego hacía la cruz sobre ella y volvía a rezar:
"Masa, sube en la bacía
como Jesucristo subió
en el vientre de María" .
-¿Ya has echado la levadura, tía?
-Pues claro, eso se hace casi al comienzo. Y lo mismo la sal. ¿Ves ese mantoncito de masa que está allí apartado? Pues lo dejaremos fermentar y servirá de levadura para la semana que viene.
Porque se amasaba cada semana, a veces cada diez días.
-¿Y cómo sabes cuándo está lista la masa?
-Mira: ya está. La aprietas con un dedo, ¿ves?, y el hoyico se recupera enseguida.
Si no estuviera en su punto, si estuviese cotaza, se quedaría hundido.
-Pues yo creía que se notaba en los "ojos" de la masa.
-Sí, pero no hace falta.
Para que lo viera hizo en ella un corte con el cuchillo y salió, efectivamente, llena de ojos. La abuela, que nos estaba mirando, soltó aquí uno de sus dichos:
-"Pan, con ojos; queso, sin ojos..., vino, el de Godojos".
Cuando ya estaba todo a gusto de mi tía, metió la masa en una cesta, la tapó bien con un paño blanco y encima un trozo de manta, para que no se enfriara por el camino, y nos fuimos los dos al horno, pues yo quería ver cómo terminaba la cosa.
 
Antiguamente, todas las casas del pueblo tenían su propio horno, según decía mi abuela, pero yo no me acordaba de haberlo visto. Para cocer ahora siempre se llevaba a un forno del pueblo.
Cuando llegamos ya había tres o cuatro mujeres, cada una con su cesto. Luego vendrían otras. Cada una se dedicaba a dar la forma que quería a cada pan y lo mismo su tamaño para ponerlo a cocer, y le hacían su propia marca ya que en las hornadas se metían panes de diferentes casas. Alguna tenía hasta su marca de hierro que estampaba a manera de sello, otras daban un pellizco peculiar o hacían un pico...
En Chalamera, según mi informadora, Pilar Villas, señalaban el pan así: "raserada", que era un corte con la rasera; "nariz cruzada", que era un pellizco cruzado en el pan y "nariz", un pellizco sin cruzar. El trabajo de dar forma a los panes lo llamaban reparar. La mujer que quería entregaba un poco de masa. Con otros pocos se hacía un pan que se llevaba al cura para que celebrara una misa en sufragio de las almas del Purgatorio, por lo que lo llamaban "pan de las almas",
 
Las conversaciones eran ininterrumpidas. El horno, al igual que el lavadero, era uno de los centros de información del pueblo. Allí se comentaba todo, naturalmente en tono confidencial. Yo me acordaba de aquella copla que cantó una vez Isidro:
"Madre, venga usted corriendo
y verá una cosa rara:
tres mujeres en el horno
y las tres están calladas" .
Cuando el panadero metió los panes con su larga pala, todavía rezaron otra breve oración, persignando la boca del horno:
- "Santa Vallezca bendita, te crezca, te cueza, te faga buen pan".
Ahora entraba ya la faena del panadero. Por ella y la utilización del horno cobraba generalmente en especie.
Antiguamente, el fuego estaba dentro del horno, y entonces una nueva tarea consistía en repartir la brasa, lo que se hacía con unas pértigas largas forradas de arpillera en la punta. Las iban mojando continuamente con agua para que el tejido no se quemase. Se metían los panes con la pala y se tapaba la boquera, cerrándola con barro. Luego vinieron las hornillas que calentaban el fuego desde fuera.
La mejor leña solía ser el coscojo, la carrasca, la aliaga... Una ventanica permitía observar el interior del horno para ver si el pan estaba ya cocido. Esto se sabía, sobre todo, por el color del pan. También la colocación de los panes en el horno tenía su arte, sobre todo para que no se "besasen" ya que entonces quedaba una marca fea y una parte sin corteza.
Una hora venía a tardar en cocerse. Luego se volvía a sacar, también con las palas, y se volvía a limpiar el horno. La ceniza se aprovechaba para hacer luego la colada de la ropa.
Las paredes del horno eran de adobas de buro, que no salta. Sólo más tarde se forrarían con ladrillos refractarios.
De siempre el pan de Aragón llevó fama de bien hecho. Especialmente cuando se hacía blanco, de flor de harina de trigo, para las ocasiones. Una canción popular nos lo recuerda:
"Al buen pan de Aragón,
muchachas, acudid,
que lo vendo barato
y me tengo que ir".
La verdad es que, en nuestra tierra, hasta con el pan se observó siempre una gran austeridad y su hechura se distinguía también con el rango de la casa. En tiempos se hacía pan doblado, mezcla de dos cereales, pan terciado -de trigo, ordio y centeno- y hasta se amasaba también otro pan especial de cebada sola o con salvado para los perros pastores y los mastines.
En Benasque, existían todas estas clases de pan: de harina de bellotas, de ordio y otros cereales inferiores, de centeno mezclado con patata, de mistura o "pan represet" (de trigo y centeno), de trigo sólo y de harina de fábrica.
 
Cuando las mujeres me vieron apuntar cosas, les hizo mucha gracia. La señora Chazinta me dijo:
-Apúntate este dicho: "Pan caliente y agua fría, si quieres perder la vida".
Mi tía protestó:
-El pan caliente es bueno con aceite y sal...
Pero la otra insistió en que ni siquiera así:
-Otro dicho: "¿Quieres pan caliente? - ¿es que quieres que reviente?".
Yo, claro, todo lo apunté.


lunes, 15 de julio de 2013

Joaquín Costa

He hablado más de una vez de nuestro Ramón y Cajal y volveré con él cualquier día. Compañero suyo en el Instituto de Huesca fue otro aragonés maravilloso y universal: Joaquín Costa. Y si el joven Santiago fue una auténtica calamidad como estudiante, Costa debió de ser el alumno ideal. Se matriculó un año después que Ramón y Cajal, pero con dieciocho años de edad. Recibió sobresalientes y premios extraordinarios, fundó siendo estudiante el Ateneo Oscense y recibió del director el encargo de suplir a profesores en algunas ausencias, prolongadas hasta treinta y seis días.
Costa se adelantó a su tiempo y luchó con toda su alma por su Aragón. Como un león. El “León de Graus” se ha llamado. Porque fue grausino por propia voluntad cuando Monzón, su patria chica, le volvió escandalosamente la espalda y al adelantarse a su tiempo tropezó, como es natural, con los españoles de su época. Esos españoles de los que diría Machado:
“En España de cada diez cabezas, dos piensan y ocho embisten”.
Recuerdo ahora la exclamación del político republicano al contemplar un gran rebaño de corderos: ¡Qué hermosa mayoría!.
La masa siempre es aborregada. También en nuestros tiempos.
Renuncia a pensar y delega en otras cabezas su capacidad de razonar. Lo vemos con muchos políticos, escritores, periodistas. Decía el epigrama:
“Por no saber Juan qué hacer
a periodista se echó
y el público lo leyó
por no saber qué leer”.
Cuando vayáis a Graus, deteneos ante la estatua de bronce de Costa. Es un monumento erigido por suscripción nacional en 1929, dieciocho años después de su muerte cuando se empezó a reconocer su mensaje.
En el mismo monumento aparece con letras doradas: “Escuela, Despensa, Política Hidráulica”.
¡Con qué razón decía García Mercadal que Costa, había muerto de asco, más que de otra enfermedad!
Vio los problemas de Aragón; apuntó las soluciones más evidentes, pero fueron cayendo todas en saco roto. En su tiempo, los políticos -aunque parezca raro- se preocupaban más de su medra personal que de los intereses comunes.
A nuestro pensador se le cita mucho, pero se le lee poco, y se le medita menos. Y casi todos sus renglones seguirían siendo válidos hoy.
Aunque le dolía España como al poeta, Aragón fue para él…
 
Mejor, se lo dejo decir al mismo Costa:
“Aragón es el ídolo de mi alma, después de Dios; patria adorada donde han nacido mis primeras ilusiones y mis primeros tormentos”.
Todo lo aragonés le interesa. Son abundantísimos sus apuntes (inéditos, claro) que hacen referencia a la fabla aragonesa, a las costumbres populares, hasta detalles tan aparentemente triviales como los apodos de los pueblos. Es curioso ver a este hombre que diserta sobre los grandes problemas de Aragón y España, recoger, en cuartillas sueltas con una ternura conmovedora coplillas como:
“En Bolturina “astados”,
todos de curas y frailes,
Secastilla vinateros
gente muy desagradable”.
O bien:
“En la Almunia poco trigo
porque el terreno lo trae.
En Fonz está la plaga
porque las doncellas paren.
En Estadilla los jueces
que sentencian las verdades.
En Estada está el tesoro
que los obispos traen.
Y todavía:
“¡A l'Aínsa, nabateros!
mucha bolsa y pocos dineros”.
No voy ni siquiera a glosar su figura. Otros lo han hecho ya espléndidamente y su figura ha hecho correr ríos de tinta. Pero sí quiero fijarme en un aspecto de lo más aragonés que he encontrado en él: la virtud defecto de decir siempre lo que pensaba.
Ahí va una anécdota que escribía Gil y Gil, catedrático y foralista aragonés, y que dedico a nuestros chavales de hoy:
Hizo que le presentaran a Costa, siendo estudiante, y muchos años después recordaba el cariño con que le atendió el pensador. Y recordaba también que en la conversación le preguntó don Joaquín:
-¿Estudias mucho?
-Bueno, no mayor cosa.
-¡Pues está usted robando el dinero a su padre!
Menos conocida, es otra anécdota que recogí en Estadilla.
Era alcalde de la villa por aquellos tiempos don Matías Blanco y le pidió a Costa que viniera a dar un mitin. Él fue primero a visitarlos y les preguntó qué ideas políticas tenían.
-Nosotros somos republicanos.
-¡Mentira! -exclamó con vehemencia-, porque en España no hay más que un republicano y medio. El republicano soy yo y Lerroux, que es sólo medio republicano.
Luego se arrepintió de lo dicho y le mandó recado al alcalde de que iría a dar el mitin. Pero también Matías Blanco tenía su orgullo y le contestó que si venía a Estadilla daría el mitin en el retrete.
Costa lo dio en privado, en casa Heredia.
En cuanto repasas despacio la vida de un aragonés, sale lo que sale…
¡Y en Costa también!