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martes, 19 de agosto de 2014

Huesca y Aragón, su historia a mi manera (III) Guerrilleros

Andábamos por la antigüedad y hoy vamos a dar un salto porque así nos lo pide el hilo que dejamos suelto al hablar de las guerrillas, que como ya dijimos fueron un invento aragonés de nuestros Indíbil y Mandonio. El salto es exactamente al siglo XIX, cuando la afrancesada, que es la época dorada de los guerrilleros.
Parece que el ejército regular no podía con los escuadrones de Napoleón. Entonces fue cuando el pueblo se organizó por su cuenta. En cualquier pueblo aparecía un médico, un labrador o un cura que agarraba la escopeta y se echaba al monte a matar franceses como quien va a cazar conejos. Así surgieron Mina, Juan Martín el Empecinado, el Cura Merino...
¿Y en Aragón, qué? Pues no íbamos a ser menos los inventores de las guerrillas. Fueron tantos los famosos que salieron a la caza de gabachos que no se puede nombrar a todos.
Una aclaración: he dicho gabachos en vez de franceses. ¿Es que les tengo manía? Servidor no tiene manía a nadie y, por supuesto, odio el insulto. Por eso viene mi aclaración. Y aquí la filología otra vez. La terminación “-cho” en castellano tiene un claro significado despectivo; así decimos: un libracho, una casucha, un pueblucho. Pero en aragonés, no.
La desinencia en “-cho” la recibimos ya de los vascones y para ellos tiene un matiz diminutivo y cariñoso; así dicen Javiercho, amacho “madrecita”, etc. Para nosotros, un perdigacho significa una cría de perdiz, con toda la ternura que nos inspira. Y así decimos también engardacho, aligucho...
La palabra gabacho es también diminutivo cariñoso y vendría a significar los habitantes de los gaves; es decir, de los Pirineos franceses, en donde los ríos reciben ese nombre: el gave de Pau, el gave de Lourdes, etc. Eso es, ni más ni menos, lo que en aragonés quiere decir gabacho.
Cierro mi digresión y a perdonar. Siempre me voy por los cerros de Úbeda. Ya sé que es un defecto mío, que no me lo puedo quitar. Es la deformación de quien tiene muchas cosas que decir y se pasa de una cosa a otra y las ideas se le enganchan como las cerezas del cestico.
Tenemos multitud de guerrilleros y la historia ha sido injusta con ellos al destacar a los castellanos y olvidarse de los aragoneses.
Ahí tenéis a Villacampa, de Laguarta, que jamás fue derrotado y que tuvo en jaque continuo al enemigo. Lo recuerda la canción:
“Villacampa siempre acampa
por los campos de Aragón;
de Monzón a Tamarite,
de Tamarite a Monzón
y si el tiempo lo permite
otra vez a Tamarite”.
Estuvo en el segundo Sitio de Zaragoza con los voluntarios de Huesca y, además, defendió la iglesia de Santa Engracia, que estaba en las afueras, que pertenecía a la diócesis de Huesca y que los chepis no podían defender.
 
¡Vaya, otra vez el insulto! Que no, que ya sé que los zaragozanos no son cheposos. Pero es que así se lo parecía a nuestras gentes cuando iban a la ciudad del Ebro. Entraban por el puente de Piedra y todos sabéis que siempre está ventilado por culpa del Moncayo (el cierzo y la contribución, la perdición de Aragón).
Cuando por el puente se encontraban a un zaragozano, indefectiblemente lo veían encorvado, caminando como podía contra la ventolera.
De allí lo de cheposos o chepis.
Bien. Santa Engracia se defendió y su pertenencia a la diócesis de Huesca, que lo fue durante más de ochocientos años (exactamente, 837). Aunque resulta que luego Zaragoza se empezó a estirar hacia el sur y Santa Engracia resultó la mejor y más rica parroquia de la ciudad.
Hace unos cincuenta años, una disposición de la Santa Sede hizo volver la parroquia a la diócesis zaragozana (480.000 habitantes) y se compensó con el arciprestazgo de Berbegal (casi 700 habitantes), que entonces pertenecía a Lérida y que nos devolvieron los catalanes después de desvalijar su tesoro artístico (el frontal de Berbegal, al museo leridano; la portada de la iglesia de El Tormillo, a adornar la iglesia de San Martín de Lérida; y así… ).
La devolución de Santa Engracia fue curiosa, y así se la oí contar al canónigo mosén Benito Torrellas, que la vivió muy de cerca. El arzobispo de Zaragoza, don Casimiro Morcillo, quería su devolución y se dedicó a complicarle la vida al párroco de Santa Engracia. Por ejemplo, el cementerio de Torrero pertenecía a la parroquia oscense. Cuando había un entierro de cualquier otra parroquia, la comitiva acompañaba al difunto como entonces se hacía, con clero y cruz parroquial, pero sólo hasta el límite de su diócesis; allí esperaba el clero de Santa Engracia, se hacia cargo del entierro y lo acompañaba al cementerio.
Con motivo de la visita del nuncio, don Casimiro Morillo lo acompañó al Pilar, pero dando un buen rodeo por toda la ciudad, y cada diez minutos le comentaba: “Eminencia, estamos en la diócesis de Huesca”, “Todavía seguimos en la diócesis de Huesca”. Y así por toda la ciudad, hasta que le informó: “Ahora entramos en la diócesis de Zaragoza”, y en cinco minutos lo llevó hasta el Pilar. El nuncio saco la impresión de que nueve décimas partes de Zaragoza eran diócesis de Huesca.
Pues bueno, decía que fueron Villacampa y sus voluntarios de Huesca los que defendieron Santa Engracia. Aunque el fundador de estos voluntarios no fue Villacampa, sino Perena, Felipe Perena, abogado oscense que dejó la toga por la espada y desde entonces se dedicó a las armas, llegando a ser teniente general. Cuando en los Sitios de Zaragoza atacaban con más furia los franceses, los heroicos defensores decían con mucha sorna: “Es que por el otro lado empuja Perena”.
También se militarizaron para siempre Mariano Renovales y Juan Antonio Tabuenca. Y a la lista de jefes guerrilleros habría que añadir gentes de toda nuestra geografía aragonesa, como Sarasa, labrador y pelotari; Valero Ripoll, que era chocolatero; García Marín, notario que con sus voluntariosos jaqueses invadió Francia, destruyó las ferrerías de Urdoux y se volvió a España cuando le apretaron las nieves, no los ejércitos; y el Cantarero; y Juan Pedrosa, fundador de los “Pardos de Aragón”; y el barón de Eroles; y Joaquín de Pablo, alias Chapalarraga, con la ayuda de otros dos jefes de los que no conocemos el nombre, pero sí el apodo: Pesoduro y Marcaro. El primero debió de serlo y mucho, y además fue fusilado por traición.
El espíritu de independencia del aragonés nunca se doblegó por las malas.
Recuerdo ahora la historia de Antonio Pérez, el secretario de Felipe II que se refugió en Aragón al perseguirle su monarca y Aragón le franqueó el paso a Francia, lo que le costó la cabeza a Juan de Lanuza, Justicia Mayor del Reino.
Antonio Pérez preparó desde Francia la invasión de nuestro reino con la ayuda de unos cuantos aragoneses fueristas; el más destacado, Martín de Lanuza. Al frente de doscientos arcabuceros ocupó el fuerte de Terradel, junto a Sallent, conquistó el pueblo y hasta el mismo Biescas.
Era febrero de 1592. Las tropas francesas estaban formadas por protestantes que tenían la orden de no hacer mal ninguno, “ni robar las iglesias, ni tomar custodias, cálices ni patenas”, pero ellos no hicieron caso. Sus tropelías fueron terribles y esto exacerbó a los montañeses, más amigos de Dios que de los fueros, y la respuesta fue contundente.
El 19 de febrero los franceses evacuaban Biescas previendo que les pudiesen cortar el paso en Santa Elena, pero aquí, en el barranco que baja al Gállego, tuvo lugar la masacre. Hasta Biescas bajaba el río rojo de sangre.
Todavía el riachuelo se llama Barranco de Luterials, es decir, de los luteranos. Los pocos que pudieron escapar de ahí fueron perseguidos y capturados en su propio pueblo por los sallentinos.
Que así las gastaban nuestros montañeses.


jueves, 14 de agosto de 2014

Huesca y Aragón, su historia a mi manera (II)

Decíamos en el anterior artículo que solamente tres ciudades en la antigüedad tuvieron la gloria de poseer el título de “Ciudad Vencedora”: Roma, Cartago y Huesca.
Hoy añadimos otro timbre de gloria a nuestra tierra: la primera universidad de España se creó en nuestra tierra. Una de las primeras de Europa: la Universidad Sertoriana, unos cincuenta años antes del nacimiento de Cristo. Y no fue por casualidad, no. Las cosas nunca son por casualidad. El señor José de Almudévar le preguntaba al recién llegado doctor don Carlos: “¿Por casualidad es usted el nuevo médico?” Y él contestaba: “Por casualidad, no; por oposición”.
Aquí las cosas sucedieron por obra y gracia de un general romano: Quinto Sertorio, uno de los hombres más controvertidos de la historia antigua. ¿Quiso enfrentar Hispania a Roma o quiso ganarse Roma desde Hispania? Nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que era más vivo que el hambre y, después de dar muchas batallas y muchas vueltas por nuestra vieja piel de toro, recaló en Osca. Se prendó de ella -lógico- y aquí la armó buena.
Fundó un senado igual que el de Roma, con lo que los oscenses se sintieron importantes. Quiso, además, romanizar a los hijos de los caciques ilergetes y vascones y para ello fundó su flamante universidad. Los alumnos tenían los mismos derechos que los estudiantes romanos y vestían la misma túnica.
Y Huesca hizo temblar a Roma. No es broma. Ni exageración.
Recordad la inscripción de años más tarde: “Una vez vencida la romana Palas, la Osca Vencedora tiene las riquezas del mundo y de Roma, y ésta, vencida, la teme”. Fueron aquellos catorce años en que no se veía claro dónde iba a estar la capital del mundo, si en Roma o en Huesca.
El final lo sabemos todos. Y la táctica romana también: la suya. En un banquete fue asesinado Quinto Sertorio a manos de su lugarteniente Perpena, comprado por Roma.
Y muerto el perro, ¿se acabó la rabia?
No, no. Porque fijaos que el título de Vencedora lo recibió años más tarde y se lo concedió Julio César porque Huesca le ayudó de manera decisiva en la batalla de Ilerda. Buena ayuda y buena recompensa.
Sin embargo, uno se pregunta si habría alguna razón más. Porque también le ayudaron en numerosas ocasiones otras muchas ciudades, como Narbona, Balterra, Viena, Nimes, Lyon, y a ninguna de ellas concedió el título de Vencedora. ¿Era porque Huesca sobresalía en fama a todas las demás?
Recogí una leyenda sobre César y los vascones y, como dicen los italianos, “se non e vera, e bene trovata” “si no es cierta, está acertada”.
Data de cuando las legiones romanas conquistaron Hispania.
Bueno, toda no. Se ve que no pudieron con nuestro Pirineo y el pueblo vascón es el único del orbe que “pactó” con ellos. Los demás fueron sencillamente dominados. Hasta los ingleses, que presumen de que nadie pudo invadirlos, César los invadió.
Recordad que los vascones, o una parte muy importante de ellos, vivían en el Alto Aragón -Jacetania y Cinco Villas, sobre todo--. Pues bien, la leyenda nos habla de una singular batalla entre estos vascones y los legionarios romanos. Estos iban armados hasta los dientes con sus lanzas, arcos y redes. Y protegidos de arriba abajo con sus yelmos, petos, corazas...; como los vemos en Semana Santa, vamos. Nuestros montañeses llevaban, sin más, un sayal de piel y una espada cortica que les impedía acercarse a sus enemigos y que, cuando golpeaba, siempre tropezaba con hierro. No había manera. Aquello era la desesperación. Pero resulta que, de repente, a uno se le ocurrió golpear no de arriba abajo, como todos, sino al revés, de abajo arriba, y la espada se clavó por la única parte desprotegida de los guerreros: la entrepierna y bajo vientre.
Dio un alarido de triunfo y gritó a sus compañeros:
-jSabeletik gora! ( ¡Por la tripa para arriba!”)
La consigna corrió por todos los vascones, que, en poco tiempo, despanzurraron -al pie de la letra- a todo el ejército. Tanto, que a la batalla la llamaron Erregil (“fácil de matar”) y dio nombre al actual Régil en Guipúzcoa.
Desde entonces, los romanos ya no se atrevieron a enfrentarse con los vascones y pactaron con ellos. Es más, fueron reclutados para legionarios romanos. Otro día hablaremos de estos legionarios que llevaron a Roma nada menos que el lábaro romano.
Pero estábamos hablando del Aragón, antes de llamarse así.
Aquí, en nuestra tierra precisamente, estaban los ilergetes, el pueblo más importante y numeroso de nuestra tierra antes de la llegada de los romanos. El pueblo que se enfrentó a ellos con su valentía y que luego se romanizó más que ninguno.
Primero se opuso. Y aquí entran dos personajes maravillosos de la historia, por desgracia desconocidos en el Alto Aragón: Indíbil y Mandonio, probablemente hermanos y, ¡atención!, los inventores de las guerrillas.
 
La guerrilla se inventó en España, claro. Y por eso la palabra guerrilla existe así en todos los idiomas. Y, además, fue en Huesca. Con Indíbil y Mandonio, que mediante esta lucha de sorpresas llegaron a derrotar nada menos que al general romano Escipión, aunque más tarde se aliaron con él contra los cartagineses y también fueron traicionados. Mandonio murió crucificado. Siempre hemos dado a Viriato, el lusitano, como el primer luchador celtibérico. No, no: Indíbil y Mandonio lucharon setenta años antes que él.
En Lérida les levantaron un monumento, con esa ilusión catalana de adjudicarse gratuitamente lo nuestro. Aquí no tienen ni una calle.
Es curioso lo de las calles de Huesca. Tiene una, por ejemplo, el rector Sichar, que aunque oscense, de Estada, siendo rector de la Universidad Sertoriana hizo todo lo posible para que desapareciera la universidad y marchara a Zaragoza. Menos mal que no tiene calle don Pedro Cerbuna, de Fonz, que le ayudó cuanto pudo.
En cambio, tampoco tiene calle don Vicente Ventura y Solana, cheso, catedrático de la misma universidad, que la defendió como nadie y prefirió quedarse en profesor de instituto para no abandonar Huesca por la Universidad de Zaragoza.
Fue el primer director del instituto; no tiene una calle. Como tampoco la tienen Indíbil y Mandonio. Se los adjudicó Lérida, pero ellos eran, son, nuestros, de Tamarite, o, mejor aún, de Albelda, ya que hay que identificar su patria, Mendiculeia, con los preciosos prerromanos que conservamos allí y que los literanos llaman Los Castellasos. A recordarlo, pues: los primeros guerrilleros fueron aragoneses, en el siglo III antes de Cristo.
Luego vendrían otros muchos, muy geniales, que “de casta le viene al galgo”.
Seguiremos…


domingo, 10 de agosto de 2014

Huesca y Aragón, su historia a mi manera

Hoy es la fiesta grande de Huesca. Y quiero expresaros mis pensamientos sobre el nacimiento de nuestro Aragón pero desde esta hermosa ciudad. Seguramente no son los correctos y muchos historiadores se echarán las manos a la cabeza al escucharme.
Durante unos días voy a tener la osadía de meterme en vuestras casas a través de mi blog para hablaros de Aragón. Los polacos tienen un refrán muy expresivo que dice que “el huésped no invitado es peor que un tártaro”. Si éste es el caso, podéis darme con la puerta en las narices -y bien que haréis- no entrando en este blog. No hace falta ni que pongáis la escoba boca abajo.
Si os resignáis a leerme, sabed que os exponéis a oír hablar de Aragón, de nuestras cosas, de nuestra tierra, de su gran historia y de sus pequeñas historias, que reflejan un aspecto de nuestra personalidad.
Ahora está visto que no estamos para lecturas. Bien que lo saben los escritores y los libreros.
El vendedor de libros a domicilio oyó esta respuesta en una casa:
-¿Libros? Si ya tenemos uno...
Y eso que ahora todo el mundo sabe leer. No es corno antes. A nadie “le estorba lo negro”. Esa es la expresión con que se defendían los analfabetos: “No, perdone, me estorba lo negro”.
Los niños, ya de muy pequeños, tenían que ayudar en la casa: sacar la cabra a pastar, coger yerba para los conejos, hacer viajes a la fuente para llenar la tinaja, plantar lazos para cazar alguna liebre... y en la escuela nunca pasaban de los palotes. Las niñas, ni aun eso: si aprendían algo eran labores, coser, hilar, hacer calceta; las más espabiladas, bordar punto de cruceta o tejer encaje de bolillos.
Y la cosa venía de antiguo, cuando la cultura se había refugiado en los monasterios y los únicos que sabían leer y escribir eran los frailes y clérigos; y los secretarios, muchas veces frailes rebotados. Con frecuencia, ni los reyes sabían escribir. De ahí vino la costumbre de los sellos que se estampaban en las cartas y documentos: simplemente era el anillo real que se entintaba y marcaba el final del escrito, porque el rey ni leía ni escribía. También le estorbaba lo negro, porque lo suyo era guerrear y mandar. Cuando salía alguno con inquietudes intelectuales, llamaba poderosamente la atención. Es el caso de nuestro Pedro IV, o de Alfonso X el Sabio, de Castilla. Pero fijaos, que toda la ciencia del Rey Sabio no alcanzaría para aprobar hoy un 2º de bachiller.
Naturalmente, la carencia de escritores y, por tanto, de escritos fue lo que avivó la memoria del pueblo. Y en la memoria del pueblo hay que buscar los datos para rellenar los vacíos históricos que tenemos. Y esto es válido, todavía hoy, aunque muy pronto ya no será posible recoger la cultura de nuestros abuelos, porque ya se habrán ido: que les pasa como al famoso escritor francés Fontenelle en su lecho de muerte, que le preguntaba un amigo: ¿Cómo va eso?”, y él contestaba: “Eso no va, eso se va”.
Nuestros abuelicos se van y urge recoger su saber. .
Precisamente en mis escritos, que procuraré que sean cortas... Baltasar decía que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Yo, que no sé hacer nada bueno, me conformo con afirmar -¡Y es muy cierto!- que lo breve, si breve, dos veces breve. Mis escritos, digo, voy a intentar que sean una especie de empedrado, o si queréis de puzzle, en el que encaje nuestra historia tal como nos ha llegado y la tradición oral que nos han legado las generaciones pretéritas.
Y quiero empezar por decir algo de Huesca y de esa ciudad.
Y es su primitivo nombre: Osca.
 
La palabra “osca” es vascona y en el euskera actual significa “mella, muesca”. Me apresuro a aclarar que lo vasco nos saldrá muchas veces, por una razón muy sencilla: lo que hoy es el Alto Aragón era tierra de ilergetes fundamentalmente, pero también de ausetanos, iacetanos, lacetanos y vascones. Estos nos dejaron una huella profunda en nuestra geografía y en nuestra lengua.
Porque resulta que “osca”, en aragonés, también significa “muesca, mella, tajo”. Así se llama a la marca que se le hace a un cordero al darle un corte en la oreja: una “osca”. No hace demasiados años, cuando moceaba, había un modo curioso de comprar en las carnicerías: en la “tabla” se decía. Entonces no corría el dinero y cada casa tenía una caña para ir a comprar. La caña estaba cortada por la mitad a lo largo: media caña la guardaba el carnicero con el nombre de la casa y la otra mitad el cliente, y terminada la compra se juntaban las dos mitades y hacían una muesca que llegaba a ambos lados de la caña. Al final de mes se contaban las marcas y se pagaba, generalmente en especie: trigo, ordio, patatas… Estas muescas recibían el nombre de “oscas” u “osquetas”.
Cuando los forasteros se acercaban a Huesca, lo que más les llamaba la atención era el Salto de Roldán, que hace como telón de fondo a todo el escenario. Y claro, esa “osca” en la montaña era la que lo definía: “Vamos al pueblo de la Osca”. Y con Osca se quedó la ciudad.
Tuvo menos suerte el nombre de “Salduba”, que es el que daban los vascones a Zaragoza, que prefirió romanizarla en Cesaraugusta.
Huesca fue desde tiempos inmemoriales ciudad. Plinio ya la llama Ciudad de Osca. Sólo que él lo decía en latín “uve Osca”. ¿Y la V? ¡Ay, amigos!, ésa es la inicial de Vietrix, es decir, “vencedora”. V.v. Osca significa, pues, Huesca, ciudad vencedora… ¡Y ahí es nada! Escribiremos otro día de esto. Porque os adelanto este dato: en la antigüedad, solamente tres ciudades en el mundo tuvieron este título de Vencedora: Roma, Cartago y Huesca.
Pero solo hemos hablado de la ciudad de Huesca… ¿Qué fue, pues, y como nació nuestro Aragón? Algo increíble hoy; creedme y seguirme, si queréis, otro rato.


domingo, 3 de agosto de 2014

Los canteros

Estando estudiando en Huesca, repasaba yo mi cuadernico, pensando si podía añadir algún oficio que no se veía en el pueblo. Por ahora tenía recogidas anotaciones sobre colchoneros, afiladores, ferreros, cañiceros, yeseros y carboneros. Veía que podía añadir estañadores, limpiabotas, vendedores ambulantes, serenos, carteros…, pero ninguno me parecía tan interesante como los otros. Sin embargo, la ocasión me llegó cuando menos esperaba.
Era jueves y teníamos vacación por la tarde. Así que me acerqué a la catedral. La catedral, como todas las catedrales del mundo, estaba en restauración. En el patio del palacio arzobispal, habían improvisado un taller de cantería y se oía el martilleo de las piquetas.
Me acerqué. Un muchacho joven manejaba una especie de escoplo que luego supe que se llamaba “puntero”. Con él pulía las esquinas de un sillar. Lo empuñaba con la mano izquierda que se cerraba sobre él, con el dorso hacia arriba y apoyada la muñeca para frenar y controlar el golpe de la maceta que manejaba en la otra mano.
Más allá, un señor mayor trabajaba otro sillar. Utilizaba una especie de martillo con la cabeza intercambiable. Ese extremo que era el que golpeaba la piedra no era liso; tenía unas puntas alineadas en forma de cuadrícula. El hombre me miró de reojo y se paró un momento creyendo que quería hablar con él. Aproveché la ocasión para preguntarle como se llamaba el martillo.
-Ye la “bujarda”. A ro trucar a cantal li ba fendo unos foratos regulares, un granulau. (Al golpear la piedra le va haciendo unos agujeros regulares, un granulado).
Me llenó de alegría volver a escuchar mi lengua, pues en el colegio la tenía prohibida. Le contesté también en aragonés y ya, lo que quise preguntarle:
-Por lo que veo, se puede cambiar el cabezal.
-Sí. Según como quieras hacer la cuadrícula, más espesa o más clara; esta es del siete, hay también del nueve y aquélla es del once. Se sujetan con el pasador. ¿Y porque quieres saber tantas cosas?
-Yo quiero saberlo todo.
Soltó una carcajada y me pareció que me miraba con simpatía. No sé si por la simpleza, o porque hablaba conmigo en la lengua que más conocía.
-Eso nos pasa a todos. Pero es imposible. Sólo en este oficio se tarda muchos años en aprenderlo. Pero ye muito gronziable.
Acarició la piedra con cariño y empezó a hablar como consigo mismo:
-La piedra es un ser vivo. Sí, tiene vida. Eso no lo sabe la gente ni los libros, pero en cuanto la arrancas de la cantera empieza a envejecer y endurecerse. Dicen que las rocas crecen; hasta un centímetro cada cien años. Por eso una piedra recién cortada es más amorosa, se deja trabajar…, pero si tardas un par de años, ya es mucho más complicado; la herramienta ya no va por donde tú quieres…
Contemplaba el sillar que tenía delante y continuó:
-La piedra vive. Y también enferma; es cuando le entra esa especie de carcoma que la deja como una esponja, como un leño podrido.
-Aquí hay mucha piedra enferma, ¿verdad? Por detrás de la catedral pasas la mano por una piedra y te llevas arena entre los dedos…
-Precisamente esa piedra se llama arena.
 
-¿También trabaja con hacha? –pregunté al observar una especie de astral doble, con dos extremos cortantes.
-Sí, parece un astral. Se llama el tallante. Es la herramienta más preciosa del cantero. Tiene un corte limpio y otro dentado. En realidad es el instrumento más antiguo en cantería y hay pruebas de que ya lo utilizaban los romanos. Nosotros lo empleamos cuando queremos darle a la piedra un aspecto de antigüedad, puesto que la deja con mellas desiguales, como sin acabar de pulir…
Me daba apuro preguntar más, aunque admiraba la paciencia que tenía con un crío. Daba la impresión de que disfrutaba hablando del tema y que además el tiempo no contaba. ¡Con las prisas que hoy hay para todo!
Le di las gracias y me volví al colegio. Antes, me senté en un banco de la plaza y saqué mi libretica para anotar los términos que me eran nuevos, para que no se me olvidasen. Lo que más me había impresionado es lo de que la piedra es un ser vivo. Y me vino a la memoria algo, que también me había dicho en cierta ocasión un alfarero, sobre la arcilla, pues los dos coincidían en lo de seres vivos…
¿Estarán los libros equivocados? Muchas veces me hago esa pregunta…