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domingo, 7 de diciembre de 2014

Charrar con los abuelos

La pregunta que la mayoría de veces se me hace: ¿Cómo sabe tantas cosas de Aragón? Uno no sabe ciertamente nada. Cuando algo os cuento, no lo digo yo, si no las personas que me lo contaron. Son preguntas y más preguntas en la calle, en una solana y como yo las llamo, consultas. Pero no las de médicos, que en la calle no están bien vistas. ¡Cuantos médicos nos podrían contar sus experiencias en estas consultas! Muchas de ellas se hacen sin mayor intención, fruto de una preocupación momentánea que se aprovecha el encuentro con el médico. Ellos, claro, como es lógico, no quieren pasar por el aro. Conozco algún caso entre el listillo de turno y el médico chungón:
-Una pregunta, señor medico, ahora que lo veo; cuando está usted tan enfriado como yo, ¿Qué hace?
-Toser.
O como el médico de Agüero que pronto que los veía llegar, les decía:
-Bien, bien, vamos a ver. Cierre usted los ojos y enséñeme la lengua.
Y cuando los tenía así, se largaba.
Pero me voy del tema y es que un servidor soy adicto a las consultas. No con médicos, claro, sino con los abuelicos.
¡Como ha cambiado todo! Esta frase así de chata y perogrullesca me habría con frecuencia toda una fuente de información. Cuando ves un par de ancianos en un carasol, silenciosos, graves, en actitud de espera (¿espera de quien?), me acerco a ellos sin dudar para darles los buenos días y hacer el comentario meteorológico de turno que es la conversación de los que nada tienen que decir. Les ofrezco un cigarrito, lo encendemos y como quien no quiere la cosa les comento: “¡Como ha cambiado todo!” Y ya está:
-¿Qué si ha cambiado? Mira, en mis tiempos…
Y ya lo difícil es hacerlos callar. Tienen muchas cosas que contar y nadie que les escuche. Y ellos son los que saben.
En nuestros pueblos ya no hay niños. Tampoco hay jóvenes; están en las fabricas de las ciudades. Solo hay viejas y viejos. Ellas en la cocina o con un trapo en la mano dando vueltas por la casa porque “siempre hay algo que hacer”. Ellos, cuando hace sol, arrimados a esa pared que también conocen. Si hace malo, en la mesica de la cocina o sentados en la cadiera.
Mediano-Sobrarbe (Huesca) 1935
 
 
Con su filosofía. Con su mirada ausente. Como si su atención estuviera hacia dentro, por que hacia fuera nada vale la pena. Sueñan, añoran, recuerdan, esperan (¿esperan qué?) ¡Y que visión más exacta de las cosas! Recuerdo la salida de aquel anciano que llevaba de la mano a su nietico. El niño tiraba del agüelo:
-Corre yayo, que llueve.
-Y para que vas a corres, hijo, si más allá llueve también.
Y con sorna. ¿Hablan en serio o en broma? Como aquella pareja. El uno comentaba mirando las nubes:
-Si el cielo sigue así, mañana tendremos un tiempo u otro…
-¡Hombre!, no quiera Dios.
Y la crítica. Por supuesto mezclada siempre con el sentido del humor. El humor es lo único que no ha abandonado a nuestros pueblos. El día que se nos vaya, ya podemos plegar.
No lo oí yo, no, me lo contaron. Lorenzo es un mesache de Apies, formalico y tal. Sobre todo, tal. Aquella noche estaba viendo la televisión en el teleclub del lugar. Era el 20 de junio de 1969 exactamente. Eran los primeros tiempos de la tele en España y, para los lugares que no tenían otra diversión, era fuente de entretenimiento continuo y de continua admiración, como auténtica ventana al mundo. ¡Que de cosas pasaban, y nosotros sin saberlo… )
La gente estaba asombrada, sobre todo aquella noche, y no era para menos. El hombre, por primera vez en su historia, llegaba a la luna.
Allí estaba en la pantalla el vehículo espacial alunizando y Armstrong se daba un paseo sobre la romántica luna, que ahora resultaba demasiado fea.
Todo eran exclamaciones de asombro. Lorenzo en cambio, miraba la escena con una puntica de ironía. De pronto se levantó de la silla y salió a la calle. Volvió a entrar sonriente (cuando Lorenzo reía es por que la iba a soltar):
-¿Sabéis lo que os digo? Que nos han engañau. Todo eso es mentira. ¡Que esta noche no hay luna!
Si me fuera posible el diálogo y tuviera nietos, que no los tengo, les contaría lo que cada día intento comentaros.
La cultura de un pueblo no se ha transmitido de padres a hijos sino de abuelos a nietos. Son dos extremos que siempre se han entendido perfectamente.
El abandono de los lugares por la juventud, los pisos pequeños, las residencias de jubilados, han cortado ese hilo de comunicación. Si se tiene la suerte de convivir juntas las dos generaciones, la televisión, actividades preescolares y el actual contorno de la vida, obstaculizan el diálogo.
Hoy, si se puede hablar de dos mundos diferentes. Los mayores, que miran al pasado con nostalgia e intentan adaptarse a los piensos compuestos que engullimos a través de las carnes y pescados, los electrodomésticos, la circulación de las calles, los medios de comunicación, y los pequeños, que confunden el trigo con la cebada, los animales con el circo y viven de cara al mañana adentrados en el consumismo y el confort, con la convicción de saberlo todo y ser ellos únicamente los que han hecho posible el progreso.
Es por esto que quiero resucitar a nuestros antepasados. La historia de Aragón no la hicieron historiadores sino nuestras gentes. Y quiero abrir esta historia: la tradición. Desde este puesto, intento dar vida a nuestro pasado, en la confianza de llegar a conocerlo y entenderlo. Y ojalá consiga que lleguemos todos a querer un poco más a esta tierra, después de saber de donde procedemos.


miércoles, 3 de diciembre de 2014

Recuerdos

Como cambian los tiempos. Estos tiempos nos traen formas de vida, que yo me pregunto: ¿son mejores? No lo sé, pero lo que tengo claro que nuestros mayores eran, a su manera, más felices. Ahora en muchas casas son a veces hasta un estorbo y verlos en los bancos de las plazas hablando de sus cosas, casi adivino que no se salen mucho de los recuerdos que me trae mi infancia.
Hoy se llega tarde a casa y mientras se cena, en lugar de comunicarte con el resto de la familia, sobre lo desarrollado en la jornada, se enciende la televisión, que aunque aburra es imprescindible como dueña absoluta de la palabra en la casa.
 
Nosotros estábamos todos en casa antes de cenar. Todos. Las mujeres preparando la cena o haciendo calceta; los hombres fumando un cigarrico que encendían con una brasa que cogían del fogaril con las tenazas para ahorrar un misto y comentando las incidencias del día o escuchando al abuelo que siempre tenía algo que contar de sus viejos tiempos. Y los chicos escuchábamos o enredábamos. A veces cogías un palico encendido y lo agitabas en el aire haciendo culebretas de fuego, aunque la agüela no nos dejaba porque decía que nos mearíamos en la cama. Se estaba bien allí, en la cadiera, al amor del fuego.
Las cadieras eran los bancos del hogar. En el asiento se ponían pieles de cordero y se estaba muy cómodo y caliente. En el respaldo había una mesa abatible que se llamaba “prezosa” y que se bajaba para comer, para escribir, para echar una partida al guiñote…
De pronto el abuelo parecía transportado a los años de su infancia. La abuela ya terminaba de cortar las sopas que había dejado caer a su delantal, y destapaba la olla que colgaba del “cremallo” para escaldarlas.
-Anda Bastiané, sostén el cremallo pera que no baile.
Y es que si los llares quedaban bailando, era una mala señal que anunciaba desgracias.
El abuelo seguía ensimismado, sin hablar. Se frotaba las pantorrillas sin motivo aparente.
Los críos lo sacábamos de sus recuerdos.
_ ¿Te duelen las piernas yayo?
-No, no. Es que me estaba acordando…
Cuando estabas mucho rato en el fuego te salían “cabras” en las pantorrillas. Era como se te hinchasen las venas que se ponían negras.
Dolían mucho. Lo mejor era ponerse algún trapo aunque te llegase menos calor. Que suerte tenéis los chicos de ahora que no conocéis las cabras ni los sabañones.
Nosotros los llevábamos todo el invierno en las orejas, en las manos, en los dedos de los pies…Mi madre nos ponía tintura de yodo y nos hacía meter las manos en agua caliente…
En la cadiera, se hacía la vida en el invierno. Sobre todo se hablaba mucho, que ahora es una pena que no se habla nada en las casas. Allí, toda la familia se enteraba de cómo iba la poda, de cómo estaba la tocina que se mataría a primeros de diciembre, si el crío de casa Royo, estaba con sarampión. ¿Sabéis como se curaba el sarampión? Pues poniendo todo el dormitorio  bien royo, la luz se protegía con un trapo rojo, en las ventanas se ponían cortinas rojas, en la cama alguna manta encarnada…todo royo.
En la cadiera se pasaba bien hablando de cosas, para nosotros las que contaba el abuelo.
Hoy, no sé si los abuelos modernos son escuchados con la atención que lo eran los nuestros, y desde luego lo que tengo claro, es que los de ayer hoy no serían lo felices que entonces los conocíamos.


martes, 11 de noviembre de 2014

Aragón, pueblos vacíos.

Cuando estoy delante del ordenador perdiendo el tiempo haciendo un solitario, tengo días que me vienen cosas a la cabeza, charlas de bar con amigos, y me apetece comentarlas.
Lo que es difícil de entender para muchos, es por que se vacían los pueblos. Les gustan más que la ciudad. Pero sé que lo dicen porque solo están de vacaciones.
¿Por qué estoy en Zaragoza? De pequeño no quería salir del pueblo ni por todo el oro del mundo. No estoy hecho para el asfalto. Soy más de pueblo que un ababol. No conoces a nadie. A mí me gusta pararme a hablar con la gente (¿Qué tal Agustín? ¿Cómo sigue la abuela? ¿Y las paperas de Agustiné? ¿Aún te queda mucho por labrar? ¿A cuanto nos pagaran este año las olivas?...) No. En Zaragoza es imposible hablar. Todo el mundo va deprisa mirando el reloj. Aquí eres un solitario entre seiscientos mil solitarios.
¿Por qué se fue la gente de los pueblos? Es muy complicado. Yo creo que a nadie le gustaría marcharse. Me recuerdo al viejo que salude sentado en un banco de la plaza Roma:
-¡Que bien se está aquí al sol!
–Si. Aquí huele a campo.
Se estaba regando el jardín a sus espaldas…
No me cabe duda de que en mi Pirineo mucha culpa la tienen los pantanos. Cuando el llano tiene sed ya puede echarse a temblar la montaña. Ellos son más. Eso significa votos. Y los votos son la fuerza de los políticos.
Construcción pantano de Mediano (Huesca)
 
Si uno no se quiere ir de su pueblo, ¡no se le puede obligar!
Que se lo pregunten a los de Jánovas que les dinamitaron el pueblo. O los de Mediano que tuvieron que escapar con agua hasta la cintura. O los de la Garcipollera o Sobrepuerto que nunca quisieron ponerles carretera, ni luz, ni teléfono, ni escuelas… es más importante poner ciervos allí. Ahora los ciervos tienen carretera y todo lo demás…
¿Qué va a ser la montaña? Lo que quieran los de abajo. Un bonito desierto de vacaciones. Con muchos bosques, eso sí, y mucha nieve, pero sin gente. Si acaso algún agüelico con boina y abarcas para sacarse una foto junto a él. Pero nadie explicará a nadie que las arrugas del pobre agüelo están hechas de trabajo duro y de pena al ver que todo lo que ha amado en este mundo, la casa, el lugar, las personas que tiene enterradas en el pequeño cementerio, todo, se lo va ha llevar la trampa.
Tal vez alguno entienda que el progreso a costa de la muerte de nuestros valles no puede ser bueno.
Sin embalses, no es Aragón rico en tierras bajas. Cuando hicieron el canal de Tamarite, todos se alegraron. Pero unos años más tarde, le cambiaron el nombre y lo llamaron “Canal de Aragón y Cataluña”. Alguien entendió lo que se venía encima.
¡Lástima que solo fueran cuatro viejos los que lo comprendieron!     


sábado, 1 de noviembre de 2014

El azafrán

Hace unos días pasaba por Monreal del Campo camino de Molina de Aragón y observaba esos campos, recordando que muchos años atrás, y por un compañero de colegio, tuve la ocasión de pisarlos con el color morado de sus flores.
Cuando se me mete una idea en la cabeza no paro de darle vueltas y esta vez se me enredaba con la canción de la zarzuela La rosa del azafrán qué mi padre canturreaba cuando hacía solitarios en la mesa camilla de la cocina:
“La rosa del azafrán
es una flor arrogante
que nace al salir el sol
y muere al caer la tarde”.
Hasta que no tuve la ocasión de visitar el lugar, por los años sesenta, yo, el azafrán lo tenía visto en unos sobrecitos que traían unos pocos hilos y que por cierto eran muy caros. Mi madre lo utilizaba cuando hacía “arroz”, como le decíamos a la paella. La verdad es que aquellos hilillos rojizo amarillentos eran muy valientes y bastaba una cantidad pequeñica para darle al arroz color y sabor.
Recuerdo que después de mi visita, quedé encantado del pueblo, de sus gentes y de su azafrán.
Había valido la pena el viaje a Monreal del Campo, que es la capital (yo diría mundial) del azafrán. Tuve ocasión de hablar con muchas personas dedicadas a su producción y me contaron todo con pelos y señales y me dispongo a contarlo.
Hasta trabajé yo un par de días en la recolección.
No son muchas las hectáreas dedicadas a su cultivo, pero con toda seguridad es el producto más valioso de todo Teruel, de modo que muchos lo llaman el “oro rojo”. Sin embargo, han sido las clases más modestas las que se han dedicado a él, lo que les ha supuesto, a pesar del duro trabajo que exige, una buena ayuda a su economía. Claro que, como siempre, el productor es el que menos recibe. La mayor parte de la tarta se la lleva el intermediario y el comerciante.
De todas formas, no es fácil calcular su beneficio. No es indispensable comercializarlo cada año porque no se estropea y puede almacenarse en casa a la espera de buenos precios. Su venta se realiza casi siempre a escondidas en el secreto de la noche: algo así como mercadean las trufas en tierras de Graus.
En la industria ha tenido desde tiempos inmemoriales derivaciones hacia la farmacia, la perfumería y la gastronomía, aunque no puede olvidarse su uso como colorante.
Nosotros –me acompañó un amigo nacido en el lugar- llegamos muy a tiempo a Monreal, en el momento de la recolección que es desde mediados de octubre hasta mediados de noviembre. Mis amigos lo aclaraban con sus dichos y refranes: “Por Santa Teresa, la rosa en la mesa” y “por San Lucas, azafrán a pellucas”.
Entendí que “pellucas” es algo así como “a montones”.
Desde luego, el campo estaba precioso, cuajado de rosas, con su típico color purpúreo morado brillante y llamativo. Yo me acordaba de la canción:
“La rosa del azafrán
se viste de color morado,
las lengüetas de amarillo
y el corazón olorado”.
 
-Qué! -me insinuó el señor Paco, el amigo de mi amigo, que es el que nos había hospedado en su casa-, ¿te animas a venir mañana al campo?
Yo lo estaba deseando y enseguida le contesté que desde luego. Él me explicó que había que madrugar porque con las primeras luces se abren las flores y es más fácil la recogida. Y lo apostilló con una copla:
“La rosa del azafrán
florece una vez al año;
si quieres cogerla bien
hay que cogerla temprano”.
Yal punto del día ya estábamos organizados para salir al campo.
Yo me sentía nervioso y aún pregunté por qué no salíamos antes. El señor Paco me contestó con un refrán: “Azafrán de noche y candil de día, bobería”.
Todos en la comitiva íbamos de buen humor. A los chicos los hicieron subir al carro, junto a los cuévanos. Yo escuché la definición:
“Un cuévano es un cuévano;
dos cuévanos, una carga;
tres cuévanos, carga y media,
cuatro cuévanos, dos cargas”.
Con el azafrán no valen los pesos y medidas corrientes. Tienen que ser los suyos específicos. Me llamaron la atención especialmente el “robo” y el “cahíz”. El robo es un recipiente de madera que se coge con un listón en la zona superior que va abierta. Un robo equivale a 17 kg y medio. El cahíz equivale a ocho robos, es decir, 140 kg. No hay que confundirlo con el cahíz de tierra, medida de superficie. Un cahíz de tierra viene a producir, aproximadamente, dos cahíces de bulbos de azafrán.
 
Ahí nos tenías, pues, a los zagales charlando en el carro, mientras los mayores seguían el paso de las mulas cantando, porque en Teruel, son muy alegres y siempre cantan con cualquier motivo:
“Cuando vas de mañanica
a coger el azafrán
quisiera ser yo la rosa
para poderte besar.
Nací en el campo y no tengo
palabras para cantar:
la tierra que voy arando
sólo amargura me da”.
Yo veía a los hombres delante del carro con la chaqueta puesta porque a esas horas hacía frío, las manos hundidas en los bolsillos, la alforja al hombro, los bajos de los pantalones un poco remangados para que no los mojase la rosada que empezaba a rezumar, sus pobres albarcas de cuero, de fabricación casera (“de tordiga" las llamaban).
“Albarcas de tordiga
duran nueve días:
tres, con pelo; tres sin pelo;
y tres con el pie en el suelo”.
 Y sin dejar su buen humor ni un momento:
“Canta, carretero, canta,
canta camino adelante,
que para olvidar las penas
nada existe como el cante”.
Llegamos a la primera plantación. Se notaba que era la segunda semana de floración, que es la más abundante, cuando se forma el “manto” o la “florada". Las flores salen a la superficie con las primeras luces del alba. Lo dice la canción de la zarzuela que tan clavada tenía yo en la memoria: “Que nace al salir el sol y muere al caer la tarde”.
Aflora en forma de capullo, que va creciendo y abriéndose para arrugarse como si estuvieran marchitas al atardecer. Nosotros llegamos en el momento oportuno y enseguida nos pusimos a la faena. Era sencilla, pero pesada por la postura que se adopta, doblados por la cintura para ir cortando flor a flor y depositarlas en el cesto. Se hace con los dedos índice y pulgar, aprisionando entre los dos el “tubo floral” que le dicen “rabo”.
Cada uno llevaba una cesta de mimbre agarrada por el asa con la mano izquierda y que, de paso, hacía las veces de bastón, permitiéndonos apoyarnos en ella, mientras las rosas se cogían con la otra mano. Y no se cantaba. Cada uno estaba concentrado en su tarea, que había de realizar con exactitud y rapidez antes de que las rosas se abrieran del todo. A mí me dolían los riñones y tenía que pararme de cuando en cuando para estirarme. El señor Paco me dijo que me sentara a descansar, pero el amor propio me lo impedía al ver que ninguno se detenía. .
Al cabo de un par de horas todos paramos para almorzar.
Sentados allí mismo en el suelo, dimos buena cuenta de la tajada de pan con un par de pizcas de adobo que nos trajo la señora Inés, la mujer del señor Paco.
Nunca he comido bocados más deliciosos. Tal vez me lo parecieron por el apetito que se me había abierto con el trabajo.
El señor Paco ya llamaba para continuar el trabajo. La mañana avanzaba y había que aligerar.
Hasta pasado el mediodía estuvimos cogiendo rosas y los carros ya estaban llenos. Se veía la alegría en todos los rostros. Al entrar en el pueblo alguien cantó:
“Están cubiertas de flores
las calles de Monreal:
son las mocicas que vienen
de coger el azafrán”.
Efectivamente, estaban confluyendo de todos los caminos pandillas y pandillas de azafraneros. Unas mozas cantaban picaronamente:
“El que tenga una viña
junto a un azafrán
no necesita cesta
para vendimiar,
que las esbrinadoras,
cuando al campo van,
de racimo en racimo
las vendimiarán”.
Ya he dicho que Monreal es la capital del azafrán. Pero la zona azafranera es mayor: coge las tierras del Alto Jiloca y se extiende desde Calamocha y Barrachina hasta Santa Eulalia, Cella y Villarquemado pasando por Blancas, Bañón, Torrija y Torrelacárcel. Creo que eran veintiséis los municipios que tenían como principal riqueza el azafrán.
Después de comer venía la operación de “esbrinar”, es decir, arrancar los estigmas de la flor. Esto se hacía siempre en casa. Tenían una mesa camilla grande y alrededor de ella nos sentamos todos en círculo.
Sobre la mesa se ponía un montón de rosas. Nosotros cogíamos una flor.
Era una tarea delicada: se sujetaba por el rabo con el pulgar y el índice de la mano izquierda y se frotaban los dos dedos y con los dos mismos dos dedos de la mano derecha se separaban los estigmas del resto de la flor y se colocaban en otro montón.
No te haces idea de cómo es la rosa del azafrán, hasta que no la tienes en la mano:
Lo que se podría llamar la raíz es un bulbo de aspecto carnoso.
Aquí lo llaman “cebolla” porque es muy parecida a ella. Por dentro es blanco y está envuelto por unas capas o túnicas protectoras que las llaman “farfolla”. Son las que se utilizan como simiente en una plantación nueva. De la cebolla sube un tubo, que es el “rabo”, y de él sale la rosa, que está formada por seis sépalos y seis pétalos haciendo un conjunto como acampanado. El pistilo está formado por un estilo que termina en tres estigmas flexibles, resistentes, en forma de copa alargada, muy aromático y de color rojizo fuerte que es lo que llaman los “brines” del azafrán.
Esto es lo que se selecciona en cada rosa.
Perdonar el rollazo, pero no se me ocurre otra descripción mejor.
El separar estos “brines” -o “esbrinar”- no es pesado. Lo malo es que se tarda mucho rato, y eso es lo peor. Menos mal que mientras tanto se puede charlar, contar cuentos y cantar, todos en corro. Hay quien canta:
“La ponen sobre una mesa,
entre diez la despedazan.
La queman a fuego lento
y la dama ya descansa.
Se la llevan a las Indias
para el remedio de España”.


sábado, 25 de octubre de 2014

Curanderos aprovechados

En nuestro Aragón, además de tener unos curanderos que lo curaban todo, no han faltado los que han abusado de la credulidad de la gente sencilla y de la esperanza con que todos nos aferramos a cualquier remedio cuando se trata de la salud.
Hace años pasó por Hecho, un hombre que se decía curandero. Lo recuerda todo el pueblo. Hacía cosas rarísimas. Igual le untaba a uno el cuerpo de “chordigas” (ortigas), como a otro le hacía tirarse hacia atrás desde encima de una mesa.
Era un espabilado y les sacó los cuartos. Cuando la gente empezó a sospechar de él, de sus métodos y de sus intenciones, desapareció sin dejar rastro. Nadie sabía su nombre ni de dónde venía.
De otro estilo diferente fue, un curandero que tuvo una enorme clientela en la Puebla de Fantova y de donde salió enriquecido de verdad, aunque oficialmente no cobraba nada.
Todas las enfermedades las curaba con sales de oro, por aquello que la salud es un tesoro, y al hacer el diagnóstico pedía siempre la cantidad necesaria de oro en polvo.
Los enfermos cogían sus medallas, cruces, sortijas o alguna “dobleta” (moneda) vieja que tenían por la casa, la llevaban a moler a Graus y con sus diez o quince gramos de oro volvían al curandero.
El colocaba dos vasos enormes de agua encima de la mesa. En uno de ellos echaba el polvo de oro y, una vez posado, hacía beber de un solo trago al enfermo. Si paraba un momento para respirar, debía terminar y “juagarse” (enjuagarse)  bien la boca con el otro vaso, con lo que conseguía que todo el oro se le quedase en casa.
A continuación, ya, recetaba la hierba adecuada a cada caso. Tampoco cobraba aunque se valía de su buena memoria, recordando cada vez a la persona precisa…
-¿Cuan son las molestias?, le preguntaban.
Nada, nada, la voluntad. ¿De dónde ha dicho que es usted?
-De Benabarre.
-Pues no sé, Fulano de Tal una vez me dejó veinte duros.
El otro para no ser menos, le dejaba cuarenta.
Entre los curanderos “espabilados”,  que siempre han abundado y abundan por nuestra tierra, quizá ninguno tan famoso como “Palomé de Bolea”. Mariano Ruiz Lapargada que cubre la medicina furtiva y popular de casi un siglo; murió en 1931 a los 89 años, según consta en la partida de defunción dando como razón facultativa “a consecuencia de senilidad”, lo que tampoco extraña mucho dado su arte en sanar a los demás.
“Palomé” era distinto. Que por algo era de Bolea. No estoy seguro de que la gente lo tomase en serio como curandero, pero se divertían y la verdad es que tenía una especie de halo de popularidad y tal vez por un “si tuviera razón…” seguían sus consejos.
Bolea (Huesca)
 
Sus recetas muy fáciles: para dislocaciones, hierba de gargallo cocida con manteca. Se aplica y listos. Desviaciones de columna y lesiones semejantes, se batía una clara de huevo con incienso, pez blanca, pez negra, harina y anís. Esta “pilma”  (emplaste) era definitiva tanto para personas como para animales.
La hemiplejia la curaba poniendo en la cabeza del enfermo una paloma blanca –tenía que ser blanca del todo- que se tenía que estar allí hasta “humedecerle” la cabeza.
A veces la receta era fina de verdad. A un enfermo le endilgó un emplasmo de güeñas de buey negro. Esa hizo fama y lo malo es que Palomé al poco tiempo tuvo que ir al médico, una de las pocas veces que le tocó.
-¿Qué tiene, señor Mariano?, le preguntó el médico.
-Pues mié usté, un dolor sobre tal parte…
El médico, con una sonrisa maliciosa le recetó “güeñas de buey negro”… Palomé se puso colorado, protestando que eso no hacía nada.


martes, 7 de octubre de 2014

El alumbrado de Zaragoza

Nos trasladamos desde la fundación de la ciudad a los años 1860, que no se conocía otra iluminación que teas, candiles y cualquier artilugio con que alumbrarse. Uno se lo imagina muy bien, cuando conoció la electricidad en su lugar de nacimiento a la edad de 7 años. Hay que imaginarse una ciudad totalmente a oscuras y solo transitada por la noche por alguien que portara una antorcha, candil o similar.
Sobre 1800, la ciudad necesitaba alumbrado público para poder circular por ella. Era un gran adelanto aquellos farolillos alimentados de aceite, en la vía pública. Las calles de Zaragoza empezaban a iluminarse con farolas. Y para las farolas, hacían falta faroleros. Todos los días salían provistos de una escalera y el correspondiente farolillo en la mano. Durante las noches de luna llena, los moradores tenían que contentarse con la luz de este astro.
 En aquellas invernadas, los faroleros pasaban las de Caín. En una cazuela llevaban unas brasas para deshelar el aceite de las candilejas. Todos los días iban a buscar el aceite a la Lonja para reponer el consumido. Terminada la faena, quedaba la ciudad con sus gusanos de seda, que tal era el efecto causado por las farolas en cuestión.
Pero cuando soplaba el Moncayo, que en esto de soplar seguimos igual, la ciudad quedaba a oscuras. Basta recordar lo ocurrido al visitar Zaragoza el general Espartero el 12 de mayo de 1856, para colocar el primer rail en las obras del ferrocarril Zaragoza a Madrid. Se habían instalado espléndidas iluminaciones. Pero no se contó con la presencia del Moncayo, que en un momento dejó la ciudad en tinieblas.
Cuando el petróleo vino a sustituir al aceite, sucedía, pero no con tanta frecuencia.
Pero llegó el gas. ¡Que gran adelanto! Zaragoza quería marchar con el siglo. El 17 de mayo de 1864 fue adjudicada la instalación de gas a la sociedad bancaria Credit Lyonnais. La contrata fue por 50 años. Aprobado el proyecto en octubre de 1864, la empresa francesa adquirió terrenos en la zona de Miraflores (entre el camino de las Torres y el río Huerva) para construir la fábrica de gas, inaugurada en la primavera de 1865.
Salida a Plaza Magdalena desde San Lorenzo
 
A primeros de abril de 1866 empezó el suministro a particulares en la calle Espartero, Coso hasta la calle Don Jaime y Paseo de la Independencia.
Este siglo estaba lleno de sorpresas. Prácticamente acababa de instalarse en las farolas de la ciudad el gas, cuando aparece la electricidad. En Europa se conoce por primera vez, en una exposición celebrada en Francfort el año de 1893. En Zaragoza se sentían anhelos por la instalación de la gran conquista.
Prueba de ello es que en el programa de fiestas del Pilar de 1894, se señalaba que para el día 19 de octubre de este año, el siguiente y curioso número: “Al terminar los fuegos se encenderá una luz eléctrica sobre el Puente de Piedra, la cual arderá por espacio de dos horas”.
Se abrieron dos tendencias para la instalación del alumbrado público de la ciudad: la del aprovechamiento  de la fuerza hidráulica y la de vapor.
Isaac Peral defendió esta última desde una platea del Teatro Goya de la calle San Miguel nº 10 y surgió por proyecto suyo, el 2 de agosto de 1893 la “Electra Peral Zaragozana” con capital zaragozano por un montante de 600.000 ptas.
Pero el ingeniero Genaro Checa representaba la tendencia del aprovechamiento de la fuerza hidráulica y se fundó la “Compañía Aragonesa de Electricidad” el 6 de octubre de 1894. Los trabajos para la construcción de su estación central en la calle de San Miguel, habían comenzado el 2 de agosto.
Su primer abonado fue el Casino de Zaragoza, el 19 de Septiembre de de 1894. Cinco días después se iluminaba el Gobierno Civil y la casa del Barón de la Torre, entonces alcalde de Zaragoza.
Poco a poco se va haciendo frecuente la instalación del resto de la ciudad, con distintas empresas, hasta que en 1911 se fusionan en “Eléctricas Reunidas de Zaragoza”.
Pero muchos años después todavía seguían siendo necesarios los faroleros para encender diariamente las farolas de Zaragoza, esta vez ya con luz eléctrica. En marzo de 1950, alumbraban las calles más de 300 bombillas. La plantilla de faroleros se componía de 16 hombres provistos de pértigas para encender cada una por medio de interruptores colocados en las partes altas de la calle. Había que verlos cuando se hacía de noche encendiéndolas y por la mañana pasar otra vez para apagarlas.


domingo, 5 de octubre de 2014

LA PLAZA DEL PILAR

Sin restar méritos a las demás plazas antiguas de Zaragoza, porque todas tienen su historia, habremos de conceder a la del Pilar una marcada preferencia.
Uno, que desconocía la historia de ella, intentó recoger lo más que pudo de las vicisitudes y cambios que ha pasado hasta la actual trasformación, en lo que hoy conocemos como el salón de la ciudad.
Para conseguirlo, he consultado muchos libros en bibliotecas y escritos, que debo agradecer a amigos que para que los dejara tranquilos un preguntón como yo, tuvieron a bien el prestarme.
Guardo en los aposentos de la memoria, cuyas puertas no han cerrado los años, recuerdos de tan destacado pormenor y de otros varios más por si acaso, temeroso de que llegase a flaquear, caso frecuente, cuidé de hacer anotaciones que sirvieran de unión para historiar esta plaza legendaria de muy diversas fisonomías a través de las épocas; ¡Cuántas costumbres y acontecimientos habrán desfilado por la plaza del Pilar!
De los primeros latidos de su historia no queda más que un lejano eco dormido en su recinto. Cuando los moros se apoderaron de la ciudad, los cristianos mozárabes se agruparon en esta parte de la población, en tomo a una capilla dedicada a la Virgen del Pilar, que ya existía, y en el fosal existente a la sazón, fueron sepultados sus restos. Después de la reconquista de Zaragoza por Alfonso I el Batallador (1118) llegó a servir dicho fosal de cementerio general para los feligreses de todas las parroquias.
Y así sucedió en tiempos del antiguo templo de Santa María la Mayor (derribado en el siglo XVII para construir el actual) por sentencia anterior de don Sancho de Ahones, obispo de Zaragoza en 1220. El sepultar cadáveres de todos los fieles junto a la iglesia del Pilar, era normal, pues los enterramientos siempre se hacían junto a las iglesias. De esto tenemos pruebas en casi todos los lugares de Aragón. Sobre aquel fosal, solía reunirse a veces el Concejo para tratar de asuntos importantes; y eso aun después de adquirir la Casa del Puente como primer ayuntamiento de la ciudad. Estas reuniones tenían lugar dentro del claustro de la iglesia, próximo a la capilla de Santa Ana, donde se encontraba el cementerio particular de la parroquia de Santa Marta que por entonces ese nombre tenía.
Pasaron años y ya en 1332, la plaza del Pilar comenzó a presentar otras derivaciones. Entonces se estableció el mercado principal por autoridad del almutazaf, hasta que Jaime II lo mandó trasladar a la actual ubicación del mercado central.
Por unas y otras razones, en 1617 seguía considerada la plaza como lugar profano. El Cabildo de la Seo alegó ante la Sagrada Congregación de Ritos, que esta plaza era un lugar abierto por el que entraban caballerías y se vendía pescado los días de cuaresma y viernes y sábados restantes. En efecto, así se hacía en desvencijadas garitas frente a la posada llamada "de los Huevos" (situada en lo que es hoy número. 23), hospedería de infinidad de arrieros y trajinantes. También se efectuaban ventas de bienes muebles e inmuebles. Motivos fueron éstos, aparte de algunos divertimientos que en ella tuvieron lugar, para que el arzobispo de Zaragoza don Alonso de Aragón diera en 24 de octubre de 1513 una sentencia, prohibiendo al Capítulo de la Colegiata de Santa María que sacase por la parroquia otra procesión que la de Santa Ana (autorizada por privilegio apostólico).a no ser con licencia del Prelado o prior y Capítulo del Salvador. Desde 1890 desfiló por el templo.
En el siglo XVII se celebraron en la plaza del Pilar, justas, torneos, cañas, fuegos artificiales, toros y otros regocijos de la época, aunque no con la frecuencia observada en otros lugares de la ciudad, más propios para tales esparcimientos. Según documentos de ese siglo, con motivo de ser beatificado con gran pompa en el año 1664. San Pedro Arbués, hubo varias fiestas en Zaragoza.
En la plaza del Pilar se corrieron cañas y los caballeros don Francisco Pueyo y don Antonio Luna, lidiaron toros que causaron numerosas víctimas. Después ya sé sabe que tales festejos taurinos siguieron de lleno como antes, en la plaza del Mercado (hoy de Lanuza) hasta ser inaugurada la Plaza de Toros en 1764.
A finales de 1718 se iba a inaugurar el nuevo templo del Pilar, el actual, con la fachada principal a todo lo largo de la plaza.
 Una gran preocupación se dejaba sentir. Su suelo ofrecía una altura considerable con relación al pavimento de la nueva iglesia.
Cómo sería que por algunas partes se hicieron gradas para bajar al templo. Muchas veces fue consultada la opinión de arquitectos sin llegar a una solución. Los escarpes no satisfacían los deseos. Cortar un terreno dejándolo en plano inclinado resultaba poco práctico. Efectuar un desmonte completo equivalía a una empresa costosísima.
Existía también el peligro de las casas que circundaban la plaza si se quitaba .la tierra descubriendo cimientos. ¿Qué hacer?
Nuestros zaragozanos habían fraguado un plan. El carácter aragonés no se arredraba así como así. ¡Un plan! ¿Por quién se trazó? Nada se supo. Un buen día, el 26 de noviembre de 1717 (fecha en que la iglesia del Pilar celebraba la fiesta de .los desposorios de Nuestra Señora), después de cantarse vísperas y completas en ambos templos metropolitanos, acudieron a la Plaza del Pilar relevantes personalidades.
El primero, el arzobispo don Manuel Pérez de Araciel y Rada, y tras éste, el Deán y demás miembros del Cabildo. Asimismo estuvieron presentes todos los regidores.
Plaza del Pilar años 20
La profusión de zapas y espuertas que aparecieron amontonadas en la mañana de ese día, guardadas por obreros que el Concejo reunió, hubo de llamar poderosamente la atención, y por ello acudieron al ámbito de la plaza infinidad de curiosos. Por la tarde, en el momento apuntado, comenzó la faena. El propio arzobispo tomó la primera espuerta cargada de tierra y se la dio al deán; de manos de éste pasó a las de otros prebendados y de ellas a .las de los regidores y así sucesivamente hasta llegar la carga inicial al Ebro.
Asombrado el público e imbuído de singular entusiasmo, se prestó de buen grado a colaborar, conocida la finalidad.
Pronto acudieron los Capítulos de las parroquias, Comunidades. religiosas., señoras de todas las clases sociales y hombres de varia condición, entre ellos, muchos obreros que habían dado fin a la jornada, sin pararlos ni en el frío ni la nocturnidad. No se hablaba de otra cosa en Zaragoza.
En fechas sucesivas, tales fueron .los ofrecimientos, que se hizo preciso regularizar el trabajo y señalar horas. Aquellas personas que por su estado de salud o atención de obligaciones ineludibles, no podían colaborar en la prestación personal, enviaron importantes limosnas para gratificar a trabajadores menesterosos y atender otros gastos.
Extendida la noticia a villas y lugares de la redolada, todos sus moradores quisieron participar en los trabajos, solicitando permiso de la Iglesia como una gracia, y venían a la ciudad según los avisos, en tropel, trayendo sus vituallas para no ser gravosos, a cuyo fin, el Concejo atorgó franquicia para su introducción. No se cobraban los abastos. Se distinguieron en la faena, que no conoció preferencia alguna, los labradores que con sus yuntas labraban la plaza y arrastraban la tierra utilizando sus carros y galeras.
Este espectáculo, duró 38 días. No. hizo falta más tiempo. El día 2 de enero de 1718, se había dado cima a la colosal empresa sin lamentar ni una sola desgracia ni un solo hecho desagradable.
Por fortuna ninguna casa peligró. Sus dueños debieron profundizar los cimientos aumentando a todas un patio y un cuarto. Para allanar el piso de la plaza con el pavimento de la nueva iglesia, se sacaron a juicio de cálculos técnicos unos 12.960 estados de tierra. (Un estado de tierra equivalía a 11,179 Metros cuadrados).
El caso fue que el templo actual se inauguraba el 11 de octubre de 1718, y que, meses antes, estaba lista la plaza del Pilar, con rudimentario pavimento de tierra apisonada, al mismo nivel que el de la iglesia.
Muy avanzada la segunda mitad del siglo XIX el 4 de noviembre de 1866, la subidica del Mesón de los Navarros empezó a dar paso a la magnífica calle de Alfonso que se abriría con máxima celeridad. Años más tarde, se construyeron las casas del Pasaje.
El día 13 de marzo de 1867, se trazaban los primeros jardines; muy ampliados y modernizados después, ya bastante entrado el siglo XX.


lunes, 22 de septiembre de 2014

¿Curanderos? Un remedio: la saliva.

La saliva, como uno de los ingredientes personales de un hombre (dicen que ahora se puede identificar a una persona por la composición de su saliva igual que por sus huellas dactilares), era una de las grandes medicinas empleadas por nuestros antiguos curanderos, que tampoco podía ser cualquiera, sino que tendría que tener algún “don” o “gracia”.
Ser séptimo hermano y todos del mismo sexo, nacer en el solsticio de invierno, viernes santo, la santa cruz…
 Ya comentamos de un curandero que bendecía sus medallas-remedio con agua bendita y su saliva.
Como ejemplo, me vienen a la memoria, dos curanderos de Arén. Hacían todo tipo de curaciones: “nerbos acaballaus”, dolores de cabeza, “torzones”, fiebres de cualquier especie y, naturalmente, eran especialistas en los huesos. No había dislocación que se les resistiera.
Y lo curioso es que el tratamiento lo solían llevar al alimón. Indistintamente empezaba uno la curación, la proseguía el otro sin ningún orden determinado, como si quisieran compartir la responsabilidad de la cura y la gloria del éxito.
Ellos aseguraban que tenían “don”, aunque ignoro la razón de tenerlo. Y se manifestaba en los poderes mágicos que ambos poseían en la saliva. El último toque en cualquier dolencia era con esa segregación suya, a no ser que la rebeldía del mal exigiese más aplicaciones de saliva de uno o de los dos.
Por ejemplo se presentaba uno a (vamos a llamarlo Paco), para que le atendiese de un hombro descoyuntado a consecuencia de una caída o de un mal gesto cargando talegas. Paco lo examinaba despacio, luego, lo cogía por la muñeca y con un tirón brusco que hacía lanzar al herido un grito desgarrador, le levantaba el brazo hasta arriba del todo. El paciente sudaba frío y casi se le escapaban las lágrimas de los ojos.
-Bueno, mira. Ahora te estás quieto, sentado, toda la tarde y antes de cenar te pasas por casa de (lo llamaremos Jacinto).
Jacinto le masajeaba el hombro por delante y por detrás y luego le colocaba un vendaje para inmovilizarlo lo más posible y lo mandaba a la cama:
-Y mañana vete a ver a Paco para que te quite el vendaje.
Paco le levantaba la cura, le masajeaba la parte dolorida y lo remitía para el día siguiente a su compañero. El último que lo atendía –y esta era la señal de curación completa- untaba con saliva al paciente ya repuesto.
 
Como se ve, con razón los llamaban “los curanderos de Arén.
Cuando se presentaba un parto difícil, un remedio que decían era infalible, era el llamar a un curandero o curandera, para untar con saliva el vientre de la parturienta.
Pero os cuento de otra curandera, que dicen que además era bruja: María de Gregorier. Ella misma confirmaba que era bruja y que su saliva era bálsamo. Y por lo que se ve, estos bálsamos naturales resultaban una panacea universal que hubieran envidiado los médicos medievales que andaban con la triaca magna. María lo curaba todo y según cuentan no lo debía hacer mal.
Era de Cortillas y por el pueblo apareció un carrilano de la tierra baja y en tertulia nocturna, en la cadiera de la casa donde se hospedaba oyó hablar de la curandera y lo tomó a broma, burlándose de la credulidad de los montañeses. Ellos le advirtieron que debía tener cuidado al hablar así de ella, porque podía tomar represalias contra su persona.
El caso es que a la hora de irse a acostar, y probablemente porque el candil no alumbraba suficientemente, el carrilano dio un traspiés en las escaleras de la cuadra, y a consecuencia del traspiés se torció el tobillo.
Lo atribuyeron a castigo de la curandera bruja.
La María se presentó en casa y, puesta en antecedentes de todo, quizás por marcarse un farol reivindicó la torcedura como obra suya y prodigando sonrisas de victoria empezó a friccionarle el pie. Lo estuvo trabajando un buen rato y todos contemplaban la escena, divertidos y socarrones.
-Bueno, ahora apoye el pie con cuidado… eso es: se lo he dejado nuevo (y le golpeaba con fuerza) y aprenda a no reírse de María de Gregorier.
El carrilano asintió, o mejor, corrigió:
-Bien; pues ahora ya sé que de bruja y adivinadora no tienes nada. A ver si tienes algo de curandera y me arreglas este otro pie que es el que está lastimado, ya que hasta ahora te he presentado el bueno…


sábado, 13 de septiembre de 2014

Chistes “hechos” de nuestros mayores

Nuestros aragoneses en los chistes hechos, la gracia consiste, en buena parte, en que no se pretende hacer gracia. Es que salen así, con una espontaneidad total y con toda una lógica contundente, como la de aquel agüerano que salía de la taberna un tantico bebido y marchaba a casa como podía, el pobre. Entre traspiés y traspiés le oyeron murmurar: “-Chen no en beigo, aire non fa, pus ¿Quién m´empuxa?”.
Y hablando de Agüero y de agüerano, bueno será recordar aquí uno de sus pregones que le hicieron famoso. Unos amigos míos lo escucharon y se fueron detrás del pregonero hasta que se lo aprendieron de memoria. De esta manera llegó a mis oídos:
“D´orden d´o Chirau chiqué fago saber: que to´l que tienga cans y canas, que las encarcabille, que n´habido una zarzallota en a puerta d´o Chirau chiqué, que si ye en a puerta d´o Chirau gran, se suspende a fiesta”.
Y aquí va la traducción para los menos versados: De orden del segundo alcalde hago saber: que todo el que tenga perros y perras, que les ponga un bozal, por que ha habido una riña de perros en la puerta del segundo alcalde, que si llega a ser en la puerta del Alcalde Mayor se suspende la fiesta.
No estoy seguro de la autenticidad de esta otra anécdota, pero dicen que uno de la montaña bajó a Barbastro, al dentista. Ante la pregunta del doctor “¿Qué muela le duele?” contestó nuestro montañés:
-Según s´entra, la tercera a mano cucha.
Y hablando de visitas a médicos, me viene a la memoria, la mazada de Peper de Las Almunias. Le dolía bastante un ojo desde hacía tiempo y por fin se decidió a que lo visitara un médico. Se pegó toda la tarde esperando su turno sentado en una silla, y por fin le tocó a él. Estaba tranquilo, pues la verdad es que el aplomo y el sentido del humor no lo perdió nunca.
-Buenas tardes. Que venía a que me mirase este ojo.
El oculista lo examinó detenidamente y con aire de preocupación comento:
-¡Oy! Este ojo lo tiene usted perdido.
-Pues si lo tengo perdido, por aquí tiene que estar, que no m´hi movido de aquí en toda la tarde.
Todo un chiste era también el gaitero de Santa Eulalia la mayor, que murió hace ya muchos años. Y decimos de Santa Eulalia la mayor, por que si fuera la pequeña no sería gaitero sino trompetero, conforme al dicho “En Santolarieta tocan la trompeta”. De todas formas, al Gaitero de Santolaria no es fácil que se le oyera tocar la gaita, pues el apodo le venía de cuando tenía quince años y se fabricaba sus propios instrumentos. Luego, lo suyo era la bandurria, el clarinete, el violín y… la dalla. Y todos los tocaba de oído (menos la dalla, claro).
Charlista divertidísimo, contaba las historietas de todos los pueblos con alguna de su cosecha. Así te enterabas que en Loscertales el alguacil había cazado un pinchán y pidió permiso al alcalde para hacer una lifara para todo el pueblo. Metieron el pajarico en un caldero. Como la cantidad de carne era tan exigua que el bicho flotaba en solitario por arriba, el alcalde mandó que mojaran todos pan en el agua y él se comió el pinchán.
Aunque lo bueno debía ser oírlo tocar y con una potencia capaz de enderezar un bombardino. Sólo que lo que tocaba era el clarinete que ya estaba enderezado. Los comentarios unánimes, aún hoy eran: “Subía por Nocito tocando o clarinete y dende Isarre ya se sentía”.
Esto me recuerda otra historia de la montaña, esta vez del Moncayo. Sabemos que en Añón hacían concursos de charangas musicales de todos los lugares de alrededor. El pueblo está en lo alto. El jurado se ponía en el cobalto de la carretera y las charangas subían tocando cuesta arriba. La banda que se oía desde más lejos era la ganadora.
 
Hablando de chistes hechos, recuerdo a dos hermanos de Rodellar. Se les había muerto una mula y tenían que labrar. ¿Cómo iban a llevar el aladro con una mula sola? La solución fue luminosa: uno de los hermanos se uncía con el macho que les quedaba y el otro llevaba la esteva. Tenía que ser divertido verlos así por la güebras. Y mejor aún oírlos en plena faena:
-“¡Pasallá, carbonero…! ¡Y tú Valentín, ya sabes!
Recuerdo aquel montañés que soltó la mazada sin pensar en las consecuencias de ella, solo por que cuando se nos ocurre una cosa, la soltamos sin pensar en si pueda molestar. Viene esto a cuento, por que este hombre observaba una hermosa nevada y al ver al mosen con la sotana en medio de ella, le debía parecer como una mosca en un vaso de leche. Sin medir las palabras, le espetó:
-“¡Mosen, gúen diya pa cazar curas!”.
Una salida que bien la hubiera firmado “Puchaman de Lobarre”. Este fue famoso por toda la redolada y tendríamos muchas horas para contar historias de él. Solo os cuento hoy una anécdota de él, que realmente me conmovió cuando me la contaron.
Aquella mañana había bajado a Huesca y a la hora de almorzar decidió que lo tenía que hacer a conciencia, aunque en su pochón no tintinearan más que dos reales. Por ese precio nada mejor que la desaparecida posada “Escusacenas”. En la calle Peligros, estaba la famosa posada.
No había demasiado trajín a aquellas horas tempranas y la dueña lo pasó a la cocina como persona de confianza. El pidió, como hacía otras veces, un par de huevos fritos y se dispuso a almorzar como Dios manda.
También en la cocina, y todavía a medio vestir, estaba el pequeñín de la familia (el caganiedos, como decimos en aragonés), un niñé de unos dos años que no perdía detalle de todo lo que allí pasaba, aunque sin hacer ningún comentario, que todavía no hablaba.
Frió los huevos la dueña. Bajó la mesa de la cadiera sujeta con una aldaba, colocó un hule a cuadros azules, restregó un trapo encima y sirvió el plato con los cubiertos y el pan. Mocó al crio con la punta del delantal, cogió el porrón y marchó con él a la bodega.
La rapidez de reflejos de Puchamán hizo el resto. Se comió los dos huevos en menos tiempo que tardo yo en contarlo y con lo último que le quedaba en el plato untó los morricos del pequeñajo y fingió que marchaba momentáneamente a la cuadra, procurando volver a la cocina al mismo tiempo que lo hacía la dueña con el porrón.
Al entrar los dos, la escena hablaba por si sola. El plato estaba vacío y la boquica del nene embadurnada de amarillo. La indignación de la madre fue instantanea y además justificadísima. Dio una zotaina al crío, que no entendía nada de lo que estaba pasando y a continuación preparó otro par de huevos al comensal que se los comió como si tal cosa.