Andaba yo pensando qué
haría aquella mañana cuando se me presentó una ocasión estupenda de contemplar
otro trabajo para escribir más cosas en mi libretica. Ya lo había observado
otras veces, pero entonces aún no se me había apoderado el gusanillo de la
curiosidad.
El
caso es que, al entrar en la
cocina, mi tía estaba amasando el pan. Había colocado la artesa pequeña encima
de una mesa y allí estaba manoseando la masa con esos movimientos precisos de
los dedos que se hunden en ella, la estrujan, le dan la vuelta... y esto, ratos
y ratos. Cuando yo la ví, ya llevaba una hora trabajándola y todavía estuvo
dándole más. Ahora estaba rezando. Decía:
"Dios
te crezca, masa,
como
la Virgen en gracia" .
Luego hacía la cruz sobre
ella y volvía a rezar:
"Masa,
sube en la bacía
como
Jesucristo subió
en
el vientre de María" .
-¿Ya
has echado la levadura, tía?
-Pues
claro, eso se hace casi al comienzo. Y lo mismo la sal. ¿Ves ese mantoncito de
masa que está allí apartado? Pues lo dejaremos fermentar y servirá de levadura
para la semana que viene.
Porque
se amasaba cada semana, a veces cada diez días.
-¿Y
cómo sabes cuándo está lista la masa?
-Mira:
ya está. La aprietas con un dedo, ¿ves?, y el hoyico se recupera enseguida.
Si
no estuviera en su punto, si estuviese cotaza,
se quedaría hundido.
-Pues
yo creía que se notaba en los "ojos" de la masa.
-Sí,
pero no hace falta.
Para que lo viera hizo en
ella un corte con el cuchillo y salió, efectivamente, llena de ojos. La abuela,
que nos estaba mirando, soltó aquí uno de sus dichos:
-"Pan,
con ojos; queso, sin ojos..., vino, el de Godojos".
Cuando ya estaba todo a
gusto de mi tía, metió la masa en una cesta, la tapó bien con un paño blanco y
encima un trozo de manta, para que no se enfriara por el camino, y nos fuimos los
dos al horno, pues yo quería ver cómo terminaba la cosa.
Antiguamente, todas las
casas del pueblo tenían su propio horno, según decía mi abuela, pero yo no me
acordaba de haberlo visto. Para cocer ahora siempre se llevaba a un forno del pueblo.
Cuando llegamos ya había
tres o cuatro mujeres, cada una con su cesto. Luego vendrían otras. Cada una se
dedicaba a dar la forma que quería a cada pan y lo mismo su tamaño para ponerlo
a cocer, y le hacían su propia marca ya que en las hornadas se metían panes de diferentes
casas. Alguna tenía hasta su marca de hierro que estampaba a manera de sello,
otras daban un pellizco peculiar o hacían un pico...
En Chalamera, según mi
informadora, Pilar Villas, señalaban el pan así: "raserada", que era
un corte con la rasera; "nariz cruzada", que era un pellizco cruzado
en el pan y "nariz", un pellizco sin cruzar. El trabajo de dar forma
a los panes lo llamaban reparar. La
mujer que quería entregaba un poco de masa. Con otros pocos se hacía un pan que
se llevaba al cura para que celebrara una misa en sufragio de las almas del
Purgatorio, por lo que lo llamaban "pan de las almas",
Las conversaciones eran
ininterrumpidas. El horno, al igual que el lavadero, era uno de los centros de
información del pueblo. Allí se comentaba todo, naturalmente en tono
confidencial. Yo me acordaba de aquella copla que cantó una vez Isidro:
"Madre,
venga usted corriendo
y
verá una cosa rara:
tres
mujeres en el horno
y
las tres están calladas" .
Cuando el panadero metió
los panes con su larga pala, todavía rezaron otra breve oración, persignando la
boca del horno:
- "Santa Vallezca bendita, te crezca, te cueza, te faga buen
pan".
Ahora entraba ya la faena
del panadero. Por ella y la utilización del horno cobraba generalmente en
especie.
Antiguamente, el fuego
estaba dentro del horno, y entonces una nueva tarea consistía en repartir la
brasa, lo que se hacía con unas pértigas largas forradas de arpillera en la
punta. Las iban mojando continuamente con agua para que el tejido no se
quemase. Se metían los panes con la pala y se tapaba la boquera, cerrándola con
barro. Luego vinieron las hornillas que calentaban el fuego desde fuera.
La mejor leña solía ser
el coscojo, la carrasca, la aliaga... Una ventanica permitía observar el
interior del horno para ver si el pan estaba ya cocido. Esto se sabía, sobre
todo, por el color del pan. También la colocación de los panes en el horno
tenía su arte, sobre todo para que no se "besasen" ya que entonces
quedaba una marca fea y una parte sin corteza.
Una hora venía a tardar
en cocerse. Luego se volvía a sacar, también con las palas, y se volvía a
limpiar el horno. La ceniza se aprovechaba para hacer luego la colada de la
ropa.
Las paredes del horno
eran de adobas de buro, que no salta. Sólo más tarde se forrarían con ladrillos
refractarios.
De siempre el pan de
Aragón llevó fama de bien hecho. Especialmente cuando se hacía blanco, de flor
de harina de trigo, para las ocasiones. Una canción popular nos lo recuerda:
"Al
buen pan de Aragón,
muchachas,
acudid,
que
lo vendo barato
y
me tengo que ir".
La verdad es que, en
nuestra tierra, hasta con el pan se observó siempre una gran austeridad y su
hechura se distinguía también con el rango de la casa. En tiempos se hacía pan doblado, mezcla de dos cereales, pan terciado -de trigo, ordio y
centeno- y hasta se amasaba también otro pan especial de cebada sola o con
salvado para los perros pastores y los mastines.
En Benasque, existían
todas estas clases de pan: de harina de bellotas, de ordio y otros cereales
inferiores, de centeno mezclado con patata, de mistura o "pan
represet" (de trigo y centeno), de trigo sólo y de harina de fábrica.
Cuando las mujeres me
vieron apuntar cosas, les hizo mucha gracia. La señora Chazinta me dijo:
-Apúntate
este dicho: "Pan caliente y agua fría, si quieres perder la vida".
Mi tía protestó:
-El
pan caliente es bueno con aceite y sal...
Pero la otra insistió en
que ni siquiera así:
-Otro dicho: "¿Quieres pan caliente? - ¿es que quieres que reviente?".
Yo, claro, todo lo
apunté.
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