Datos personales

Mi foto
ZARAGOZA, ARAGÓN, Spain
Creigo en Aragón ye Nazión

jueves, 21 de julio de 2011

Los años cincuenta

Cuando yo era chaval-hace muchísimos años, que uno ya va para Villavieja, la ciudad era al revés: unos edificios -pocos- rodeados de huerta. ¡Entonces sí que teníamos zona verde! Salías del parque y entrabas en las huertas. Salías de casa y ya estabas en las huertas.
No es que uno vaya por la vida añorando el pasado y ni siquiera esté de acuerdo con Jorge Manrique y su “cualquier tiempo pasado fue mejor”. No, no. Lo que pasa es que gusta recordar tiempos viejos.
Dejadme hablar un poquico de ellos. Los de mi edad tal vez lo agradezcan. Los más jóvenes sabrán algo de nuestros tiempos pretéritos. Me han animado para que hable de los años cincuenta, y no puedo desatender la petición.
Entre la chavalería se daba un hecho, hoy desaparecido, que venía de lejos: lo que podríamos llamar conflictos sociales o lucha de clases.
Las diferencias empezaban ya a los diez años: los chicos que iban a estudiar el bachillerato y los que no. Los primeros eran los tiritos y nutrirían las aulas del Instituto y de los colegios privados.
Los otros permanecerían en las escuelas hasta los catorce años, en que se colocarían de aprendices. Lo de aprendices es un decir, ya que no aprendían más que a obedecer. La mayoría -y sólo varones- iban a parar al comercio y se convertían en una especie de criados para todo. Su papel fundamental, escobar la acera por las mañanas, después de regarla, ir a Correos, hacer recados, traer y llevar la paquetería, mantener el interior de la tienda como el oro y poco más. Algunos iban a parar a establecimientos un poco más especializados. Se me ocurre ahora, por ejemplo, las barberías: allí los veías de pie junto al oficial, que afeitaba al cliente, observando atentamente durante semanas o meses. Esto, además de las tareas de limpieza y recados. Al cabo de bastante tiempo, les permitían “remojar” la cara de algún cliente... ¡Sí!, al final aprendían el oficio, con muchas advertencias y coscorrones.
La diferencia entre los tiritos y los aprendices se manifestaba en dos cosas: en la manera de vestir (¡los famosos pantalones bombachos, los estudiantes, y los pantalones largos, los aprendices!). Y otra muy curiosa: aunque oficialmente los tiritos eran los ricos, en la práctica eran los pobres a la hora de la verdad. Los estudiantes nunca teníamos un real.
Los aprendices ganaban dinero y podían disponer de una parte de él.No recuerdo la cantidad de veces que fui al cine invitado por mi amigo Anchel, que era aprendiz y ganaba una peseta al día. Los ricos eran, pues, los trabajadores. Como ahora en muchas profesiones: nunca he aspirado a que una hora de trabajo mía, se me pague como se le paga a un fontanero, por ejemplo.
A Díaz Plaja le preguntaban un día:
-Don Guillermo, ¿los libros dan mucho?
-Sí, mucho, muchísimo..., tanto, que pedirles que además den dinero, ya es demasiado pedir.
A lo que vamos.
En la Huesca de entonces, y retorno a mis recuerdos personales, convivíamos con personajes interesantísimos que no puedo echar en olvido. Yo pondría en primera fila al “Pataticas” y su mujer la “Chaparrones”. Nunca supimos sus nombres aunque todos utilizábamos sus servicios. “Pataticas” era estañador y paragüero.
Ahora, cuando se estropea un paraguas lo tiramos a la basura y compramos otro. Entonces no se tiraba nada. Cuando se jubilaba cualquier cacharro, es que realmente no tenía arreglo. “Pataticas” era, además, giboso, enormemente contrahecho, pero tenía unas manos maravillosas: igual estañaba una cacerola que lañaba un cántaro.
Recuerdo también a “La Perra”, carbonero. El mote le venía al parecer de una deuda de diez céntimos que contrajo con un chavalillo por un recado que le hizo y luego no quiso pagarle. El crío, cada vez que lo veía, le reclamaba a gritos su dinero –“¡la perra!”- y con “La Perra” se quedó para siempre. Él lo llevaba muy a mal y nos encorría a todos. Como carbonero tenía siempre la cara tiznada y unos dientes blanquísimos. Los carboneros eran importantes en aquellos tiempos en que no se conocía otra calefacción. Por las mañanas, en las aceras de la calle, delante de cada tienda, veías el brasero encendiéndose. Le colocaban encima una especie de embudo con una chimenea larga hasta que prendía. Esta era tarea también de los aprendices.
Los chavales íbamos siempre de pantalón corto, mostrando la roña de las rodillas, que escaseaba el jabón. Luego vinieron los bombachos, sobre todo para los estudiantes, los “tiritos” como nos llamaban los aprendices, que a veces nos emprendían a pedradas.
¿Eran años mejores o peores? Bueno, eran diferentes. Para los que peinamos canas o no peinamos nada, fueron felices, con sus limitaciones y sus hambrunas. Tal vez más, vistos desde lejos. Que la vida al fin y al cabo es como un reloj de sol que marca las horas de luz en nuestro recuerdo.
 

domingo, 17 de julio de 2011

Humor infantil aragonés. ¿Ingenuidad? ¿Capacidad de admiración?

Un chiquillo sentado en el suelo, descalzo y llorando desesperadamente, mientras contempla sus botas en la mano.
Un señor amable se acerca a consolarlo y le pregunta el motivo de su llanto. El chico, entre hipos, le contesta que no puede calzarse porque:
-Es que no sé de que pié es esta bota…
El señor amable se lo aclara, todo bondadoso. El crío para de llorar, sorbe los mocos para dentro de la nariz, se limpia las lágrimas que se le escurren por la cara… de nuevo rompe a llorar desconsolado.
- Bueno, ¿y ahora que pasa?
- ¡Es que no sé pa qué pie es esta otra!
Con frecuencia el humor infantil tiene hasta su valor filológico. Es curioso que nuestros chavales, espontáneamente hablan aragonés antes de aprender el castellano, al menos en gran cantidad de construcciones. El niño tiende a decir “me se cayó”, en vez de “se me cayó”, buscando la sintaxis de la fabla. Un maestro de mi infancia nos inculcaba así la construcción castellana correcta: “No “me se”, sino “se me”, o sea la semana antes que el mes”.
Y un maestro de Ayerbe contaba esta otra anécdota. Al preguntar a un chaval el motivo de haber faltado a clase el día anterior, le contestaba el crío:
- Es que plebeba…
- Mira, no lo has dicho mal, pero eso es aragonés. ¿Cómo se dice en castellano?
- ¡Ay si!... Es que lloveba…
Y hablando de gramática ya es famoso por extendido lo de aquel chico que le contaba a su padre:
- …y luego bajemos y merendemos…
- “Merendamos” – le corregía su padre.
- Bueno pues sí, eso, nos daron pan con chocolate y merendemos…
-  “Merendamos” – le volvía a corregir.
- ¡Pero si tu no estabas!
Esta conocidísima anécdota –vaya usted a saber si sucedida o no- ya forma parte de nuestro acerbo y con frecuencia se oye corregir, por ejemplo, al chaval que dice “bajemos” con un “bajamos”, que yo también estaba”.
Iglesia de Mediano (Huesca) Inundada por el pantano en 1969
Nadie, que yo sepa, ha hecho un estudio sobre el humor infantil. Yo me limito a recoger estos breves apuntes de cosas que me hicieron gracia, y termino el relato con un par de salidas de críos que me gustaron.
Se conoce que estaba un chaval comiéndose un trozo de torta con la consiguiente cara de satisfacción. Otro amiguito lo miraba con la boca hecha agua y unos ojos la mar de elocuentes. Pero el otro no se daba por aludido. Al cabo de un rato surgió este brevísimo diálogo, empezado por una sugerente y diplomática insinuación y cerrado con una señal clarísima de haber captado la onda. Dijo el mirón:
-Tu madre es mi tía…
A lo que repuso lacónico el otro:
- En tengo poqueta…
Unos amigos míos me contaban que conociendo la envidia mutua de sus dos retoños, les regalaron para Reyes dos bicicletas absolutamente idénticas, hasta en el color. Y le decían a Pepín que eligiera. El chaval estuvo contemplando las dos máquinas su buen cuarto de hora para al final constatar desolado que eran calcadas.
- Bueno, Pepín decídete, ¿cuál quieres?
- ¡La que elija Manolo!
Por eso era tan buena medida la que tomaba aquella madre cuando hacía tortilla de patata para los dos críos: uno cortaba la tortilla y el otro elegía. Yo creo que se podían pesar las dos mitades con balanza de precisión.
Y quedamos que el humor se hace solo. Una buena dosis la aporta la ingenuidad y capacidad de admiración en el humor infantil. De la Puebla de Fantova era Toné; cuando bajó a Huesca por primera vez, cuando tenía diez años, allá por la década de los cincuenta. La maestra del pueblo, contaba las impresiones de Toné tomadas en directo:
- ¡Mecá! Señorita: ¡Mon han dau olivas sin ruello!
Y el comentario maravilloso entre aturdido y escéptico al ver encender la luz con aquellos interruptores prehistóricos de llave que se giraban media vuelta, cuando el pueblo andaba todavía con candil de aceite:
- Y fíjese, pa encender la luz, le pegaban un pellizquico a la pared.
Entonces fue cuando Toné vió automóviles la primera vez. ¡Y qué cantidad, cielo santo!
- ¡Y vide una ringla coches como dende aquí hasta ande está o ganau!
A veces la definición en lenguaje infantil es exacta, contundente, aunque nos haga sonreir. Un chiquillo de Arguís, hace ya unos años, al ver cruzar el cielo un avión supersónico, le contaba también a la maestra:
- Señorita, acaba de pasar un avión d´os que dejan o ruido atrás.
Otras veces no existe tal gracia, si no es el ánimo paterno (o materno) que queda prendado de la precocidad de su retoño, como el caso de José María, de Santolaria de Gállego, que comentaba en un corro de gente la inteligencia inusitada de su hijo, que tenía nada menos que quince años:
-¡Qué advertencias tiene este fillo mío, que ya sabe llevar o burro d´o ramal!

miércoles, 13 de julio de 2011

Las tronadas en Aragón

¿Qué sentido daban nuestras gentes a las “tronadas”?
Al carecer de suficientes conocimientos de meteorología y por los daños que pueden provocar las tormentas, sobre todo en lugares montañosos en donde se dan con mayor frecuencia y virulencia, las tronadas se han adjudicado al diablo y a sus supuestas siervas, las brujas.
Y hablamos de tronadas, en Aragón.
Es curiosa y elocuente la filología, en torno a las tormentas, porque refleja la mentalidad de un pueblo como pocas cosas.
Por que los latinos no las llamaban así, sino “tempestas” que viene de tempus y significa también tiempo, rato, época, y nos indica la frialdad y serenidad con que la contemplaban los romanos: “como quien oye llover”.
De allí la tomó el francés que dice tempête. Y el catalán que dice tempesta, igual que el occitano (que alterna con el término temporal) y el romanche; aunque en este idioma tempesta significa tormenta y granizo.
Bueno, y todo esto ¿qué tiene que ver con Aragón? Pues que a nosotros se ve que no nos impresiona la luz, ni la fuerza, ni el color… sino el ruido. Por eso en aragonés tormenta se dice tronada, porque los truenos son los que nos llevan de calle.
En Aragón, como comienzo a contaros, la tronada no era un hecho meteorológico, sino que era un mal intencionado realizado por las brujas. Cuando se comienzan a buscar protecciones contra las tronadas, se dirigen directamente contra esas brujas, que son las causantes de ellas.
Nuestros abuelos tenían muy claro como dirigían los rayos y piedras. Aseguraban muchos de ellos que las brujas iban sentadas encima de la nube. Me contaba un pastor de Sarrate (Ribagorza) que mientras bajaba de Riberós, se presentó una tormenta muy fuerte; de repente vio una boira y sobre ella una mujer sentada: -y cuando ba aparesé mandó dos chispas diciendo: “Esta para Villacardí y ésta para Torrelaribera”. Algo similar me contaba un abuelo de Vecinas: “Yo vi as bruixas cuando estaba en casa “Es Camps” y con la tormenta yo oía a las bruixas que orientaban los rayos: “por aquí, sí; por aquí, no; por aquí arrasadlo todo”.
Esto es muy confirmado por muchos habitantes de nuestra tierra.
Yo, soy nacido en el Sobrarbe, recuerdo como en mi lugar cuando comenzaban a aparecer aves de rapiña, se preparaban toda clase de amuletos y sortilegios para ahuyentar las pedregadas. Eran brujas esas aves y preparaban las tormentas.
Son muchas las formas de expulsar las tronadas y conjurarlas para que no hagan el menor daño en tu redolada.  
Torre y esconjurador de Mediano
Muchas veces no sabes con claridad donde termina lo mágico y donde comienza lo religioso, porque en esta tierra va todo tan mezclado que no logras separarlo.

El domingo de ramos es un día especial para preparar las primeras protecciones, y es con el ramo que introducían en las iglesias para que fuera bendecido. Se convertían en las llamadas en aragonés “baretas” y estos ramos (normalmente de olivo) eran colocados en los campos. Estos campos, nunca serían apedreados y cuando se cosechaban, al llegar a una de estas baretas, se paraban los segadores, rezaban un padrenuestro de acción de gracias y echaban el trago de la bota.
Cuando hablamos de protección contra las brujas, en la casa se defendían las puertas y chimeneas, pues eran entradas favoritas de ellas.
Las ventanas no parecían ser lugar apetecible para brujas. Sólo se defendían contra los rayos. Muy extendida está todavía la costumbre de colocar en el balcón la rama de olivo o la palma que se ha llevado en la procesión del Domingo de Ramos.
Pero sobre protecciones, tengo el “conzieto” de contaros, la desesperación que podían tener nuestras gentes, cuando no conseguían que las tronadas dejaran en paz sus cosechas.
Y me voy a principios del XX, y os sitúo en mi Sobrarbe.
Samitier tiene sobre el Entremón, un castillo y dos ermitas, Una de ellas dedicada a los Santos Emeterio y Celedonio, (San Emeterio en francés se dice San Mitiér) y otra dedicada a Santa Waldesca. Esta santa es protectora de las cosechas, y protege contra plagas, rayos, piedra y que pueda estropear los cultivos.
Pues bien; sobre el año 1908, comenzaron unos años desgraciados para la redolada de Mediano y Samitier. Cuando las cosechas estaban para recogerse, las tronadas se sucedían año a año y con su piedra arrasaban todas las cosechas.
Ni el exconjurador de Mediano. El esconjurar las tronadas, era algo muy normal en nuestra tierra. Y para este ritual, era necesario el cura del lugar. Bendecía el término y arrojaba agua bendita hacia los cuatro puntos cardinales, y de ese modo conseguían, no que parase la tronada, sino que apedregara en términos fuera del suyo. Recuerdo a mosen Bruno Fierro (Párroco de Saravillo) que cuentan, tenía una habilidad tremenda para mandarlas a Chistaú. Os imagináis como lo apreciaban los chistabinos…
Ermita de Santa Waldesca (Samitier)

Decidieron hacer otra ermita. Santa Waldesca.
La fabricaron de vecinal. Las piedras eran de la iglesia destruida por un rayo en Samitier.
José Palacios (Casa Senz) de Mediano, nacido el 9 de septiembre de 1903 me contó todo esto. Por cierto, cumplió cien años el mismo día que yo era trasplantado de hígado. En Mediano celebrando el cumpleaños y yo siendo trasplantado en Zaragoza. Cuantas horas pasé a su lado y cuantas historias me contó…
Hoy esta catalogada esta ermita de Santa Wandesca como fabricada en el siglo XVI…
Por cierto siguieron las pedregadas, hasta que cambió de párroco Mediano.

El remedio de la campana esta muy extendido por todo Aragón. Cuando venía una tronada fuerte, intentaban tañer la campana; si les daba tiempo a dar una vuelta completa antes de llegar, esa tronada, se iba por otro sitio. Esto era muy peligroso y hay en nuestra tierra gente que ha muerto por un rayo al intentarlo.
Otra defensa contra las tronadas, era el llamado “Ramo”. El primer viernes de cuaresma, se sembraba trigo en una maceta y se dejaba crecer en una bodega oscura. La planta se quedaba amarilla siempre. Con ella se adornaba el Monumento del jueves Santo. Luego se echaba por los campos para que no les pasara nada a las cosechas.
También utilizaban “el Ramo de San Juan” (flores silvestres cogidas esa noche y bendecidas después de pasar la noche al sereno) para echarlo al fuego y que su humo ahuyentara las tronadas.
Es curiosa esta otra creencia que por muchos lugares de nuestra tierra se realizaba. El primer domingo de mayo, a las dos de la mañana, iban en procesión, rezando el rosario con velas encendidas, alrededor del pueblo. En el campo, hasta donde llegaba el resplandor de las luces de las velas, no apedregaba ese año. ¿Os imagináis el recorrido? ¡Cada uno tirando a sus campos…!
Pero, ¿si te cogía en el campo la tronada? ¿Cómo defenderse del rayo? Creían que para defenderse del rayo, había que colocarse debajo de un rosal silvestre o llevar una ramica de esa planta en el bolsillo. Es el único arbusto que protege del rayo. Parece que se debe a que la Virgen María tendía en el rosal silvestre los pañales de su divino hijo. ¡Y esto te lo aseguran!



sábado, 9 de julio de 2011

El cazador de lobos

Para los amantes de la naturaleza, yo soy uno de ellos, sé que este escrito no les guste demasiado. No sé que podrá decirme mi hija cuando lo lea, pues nunca le hablé de estas cosas. Pero al proponerme contaros cosicas de Aragón, no quiero dejar nada en el tintero y solo pretendo pasaros historias pretéritas de nuestra tierra.
Han pasado ya muchos años pero lo recuerdo como si fuera anteayer. Estábamos jugando en la plaza, cuando sonó la trompetilla del pregonero.
El pregonero era el periódico, la radio, la tele y el boletín oficial en una sola pieza. De esquina en esquina del pueblo iba anunciando con su potente voz cantarina los bandos del señor alcalde, los turnos de riego, la presencia de los vendedores de sardinas o tomates: todo, absolutamente todo.
En aquella ocasión su anuncio fue maravilloso: -“…se hace saber que en plaza baja, el señor Úrbez mostrará las pieles de los dos últimos lobos cazados…”
Ni qué decir tiene que los chiquillos corrimos como una exhalación hacia la plaza baja. Sí, allí estaba el señor Úrbez, sentado en un banco de piedra, acariciando orgulloso su vieja escopeta. A sus pies, las pieles de dos lobos de regular tamaño. Entre sus piernas, acurrucado, un perrico pastor. Y cerca, la burra con las alforjas.
Poco a poco fueron llegando los mayores del pueblo. Siempre era un acontecimiento la llegada del matador de lobos y casi todas las casas que tenían ovejas y corderos acudían a demostrarle su agradecimiento: dos lobos menos en el monte significaban dos motivos de alegría y de seguridad para sus ganados.
Todos lo obsequiaban en la medida de sus posibilidades y generosidad. Uno le traía un almud de trigo; el otro le daba dos reales; una mujer un trozo grande de queso, aquélla cebollas o tocino. Y nunca faltaba quien le llenara la bota de vino.
Con eso se ganaba la vida el señor Úrbez. Cuando mataba un lobo, lo desollaba, cargaba la piel en la burra y ¡hala! a recorrer los pueblos mostrando su trofeo y recibiendo la recompensa correspondiente.
Los chicos no teníamos ojos bastantes para observarlo todo: las pieles de los terribles animales, la escopeta, las manos nervudas como fajuelos del cazador, la canana de cartuchos colgada en bandolera, su mirada serena de hombre aventurero y seguro de sí mismo.
La gente fue desapareciendo después de felicitarlo y sólo nos quedamos nosotros que queríamos apurar al máximo su presencia. Teníamos la boca llena de preguntas y todas salieron atropelladas: ¿cómo se mata un lobo?, ¿es verdad que los lobos van siempre en pandilla?, ¿por qué atacan de noche?, ¿quién puede más, un lobo o un mastín del Pirineo?, ¿por qué se había hecho matador de lobos?

El sonreía. Se quedó un momento con los ojos como mirando a alguna parte del cielo, volvió a sonreír y empezó pausadamente:
-Me gusta esa pregunta, chaval, de por qué me hice matador de lobos:
Pronto harán dieciocho años. Era una noche en el monte. Yo estaba de pastor y había encerrado el rebaño en la paridera. Más de cuatrocientas ovejas y corderos llevaba. Estaba preocupado porque era luna llena y había observado rastros de lobos. Corcel, que es este perrico que me acompaña siempre y es inteligentísimo aunque ya va para viejo también barruntaba algo; yo le veía la pelambre del cuello erizada.
No tardó mucho tiempo en oírse un aullido largo: era el ulular claro de un lobo, al que respondió otro alarido por otra parte y luego otro. La manada nos estaba rodeando. Yo calculaba que no podrían saltar la tapia del corral que rodeaba la paridera, pero como nunca se sabe me fui a por la escopeta y los cartuchos.
Los lobos callaron. Pero se veían brillar sus ojos aquí y allá, y cada vez más cerca. Llamé al mastín que estaba en la caseta para ponerle el collar de clavos por si tenía que soltarlo. Los lobos siempre se tiran a la garganta.
Las ovejas empezaron a balar asustadas lo que enardeció a las fieras que renovaron su algarabía, esta vez muy cerca de la tapia. Yo esperaba, tenso, con la escopeta preparada. No quería disparar hasta estar bien seguro del blanco. Era importante herir al primer tiro porque los otros lobos se lanzarían sobre el herido al olor de la sangre.
Había un animal especialmente atrevido que ya había querido saltar la tapia: no lo había conseguido pero yo estaba seguro de que lo intentaría de nuevo. El sería la primera víctima. No tardó mucho en lanzarse contra nosotros pero su aullido quedó ahogado por el estampido del disparo y lo vi caer hacia atrás rabiando.
Inmediatamente sus compañeros se abalanzaron sobre él. ¡Qué cantidad había! A bulto calculé más de veinte.
El pobre bicho no debió bastar para saciarlos a todos y ya intentaban varios de ellos saltar por la parte de atrás del corral. El perrillo, Corcel, ladraba desafiante; el mastín gruñía con furia y ganas de entrar en la lucha. Lo acaricié y decidí sacrificarlo en bien del rebaño. Lo llevé hasta la puerta y lo solté azuzándolo contra los lobos.
La batalla debía ser terrible. Yo disparaba un poco a ciegas, siempre hacia donde no estaba el mastín que destacaba por su tamaño y su pelaje blanco. Fue casi una hora de angustia hasta que la manada, como si alguien hubiera tocado a retirada, se dispersó como había venido.
Esperé un rato antes de salir afuera. No me apetecía nada encontrarme con algún lobo herido y por otra parte quería ver qué había sido de mi perrazo. Al salir lo encontré tendido delante de la puerta. Tenía heridas por todas partes. Comprendí que no podría curarlo. A su alrededor yacían ocho lobos que eran el precio de su valor. El pobre me miraba moribundo con unos ojos que parecían decirme que había hecho todo lo posible, que había luchado como un león, pero que ahora le tocaba a él la retirada. Las dentelladas le llegaban en algunas partes del cuerpo hasta los huesos. Pero él seguía mirándome lastimeramente, rogándome con la mirada que lo rematara.
Me eché la escopeta a la cara y apunté a través de mis lágrimas a su cabeza...
Allí mismo lo enterré a la mañana siguiente.
Y delante de su tumba me juré a mí mismo que desde entonces ya no sería pastor de ovejas sino cazador de lobos.
¿Qué os parece el cuento? Porque es un cuento repetido constantemente, y casi lo puedo decir de memoria. Nunca entendí la profesión de cazador de lobos, que la hubo, y mucha gente se dedicaba a matarlos y vivir de ello. Y con todos que tuve ocasión de preguntarles, recibía más o menos la misma contestación.
¿Les daba vergüenza su profesión? ¿Necesitaban la escusa convincente para seguir con ella? No lo sé y no quiero pensarlo. Os dejo a vosotros que saquéis vuestras propias conclusiones.

martes, 5 de julio de 2011

¡Matar la Vieja!

¿Los chicos de las ciudades no se divertían? ¡Solo se divertían en los pueblos!
Zaragoza no siempre fue una ciudad alegre. En 1947, recién impuesta la dictadura, se leían comentarios como: “En Zaragoza los hombres van siendo cada día más graves. Aquellos que en las tertulias estaban siempre “sembraos” han ido desapareciendo. Y los chicos no son tan “chicos” como antes.
Esto parece que quedó crónico. Abundan los malhumorados. Antes los malhumorados lo disimulaban. Ahora no. Salen de casa de mal talante y vuelven lo mismo. Por todas partes por donde pasan se muestran ariscos y agriados.
También en los chicos. Pero en estos bien puede ser que influya la desaparición de algunos regocijos a los que estos –niños antes que otra cosa y de la piel del diablo, como se decía- se entregaban plenamente con alegría encantadora.
Os contaré cierta expansión de entre las muchas manifestaciones en las cuales reflejaban su contento, si bien la causa era triste, y lamentable por que parte de la algarabía ocurría en un lugar sagrado. Los chicos solían conmemorarla quitándole sus fúnebres tonos, de manera que venía a ser para ellos toda una fiesta.
Iglesia de San Pablo por c/ San Blas
Tratábase de un ruidoso espectáculo que todos los años celebraban los chicos de Zaragoza en 25 de marzo, festividad de la Anunciación. Aquel día iban todos a “matar la vieja”.
¿Y que era eso? Informes auténticos permiten explicar el origen de aquel “tradicional” acontecimiento.
Según documentos que lo atestiguan, una gran señora llamada doña Gracia Lavieja, dejó al morir un testamento que contenía una original cláusula. Para que no pueda creerse que es un cuento cualquiera, diré que dicho testamento fue otorgado en esta ciudad el día 8 de febrero de 1452, (como quien dice ayer) ante el notario don Antón Gurrea.
En este testamento disponía doña Gracia Lavieja, que todos los años, el día 25 de Marzo, se celebrara una solemne fiesta religiosa en el Santuario del Portillo, a la que deberían acudir en procesión el Cabildo Metropolitano, el Ayuntamiento y numerosas cofradías y hermandades. Además los chicos del hospicio y aquellos otros que quisieran acompañar al cortejo. Estos a cambio de su asistencia, recibirían una gratificación en efectivo.
El sepulcro de esta dama se encontraba en la iglesia de San Pablo.
Pero sepamos como se celebraba tan aparatoso funeral. El día de la Virgen de Marzo, salía una larga y lucida procesión de la iglesia del Pilar o de La Seo, según estuviera en una u otra la residencia del Deán.
Previamente se limpiaban de piedras, barro y cascotes las calles del recorrido a costa del caudal de la fundación para que los asistentes no se manchasen los trajes y vestiduras. El clero entonaba por el camino responsos y salmodias.
Cuando la comitiva desembocaba en la plaza del mercado por el arco de Toledo, se unían infinidad de chicos que la esperaban invariablemente en aquel punto. Cada uno llevaba en la mano un buen mazo de madera o un buen palo, para “matar a la vieja”, pero no hacían uso de él, hasta que la procesión había entrado en la iglesia de san Pablo.
Una vez ante el altar mayor, delante del coro y en el sepulcro de dicha señora, se cantaba un responso. Terminado, caían inmediatamente los chicos como un torbellino, sobre la tarima  de madera que cubría la tumba. Cientos de mazazos golpeaban furiosamente la tabla. En estrépito era formidable, ensordecedor, como si fuera un terremoto.
Antigua calle de San Pablo
Lejos de rendirle el cansancio, salían los chicos de la iglesia tras la procesión y por la calle de san Pablo arriba, adelantándose al cortejo, en lugar de poner freno a su impetuoso deseo de hacer ruido, la emprendían a golpes contra las puertas de la calle.
En la estrecha calle resonaban sobre los anchos y claveteados portalones, lo mismo que cañonazos. Aquello resultaba espantoso. A los chicos les enardecía el ruido y redoblaban sus acometidas. Los vecinos que tenían una puerta bien cuidada protestaban del atropello, pero sus voces eran apagadas por el estruendo. En ocasiones se veían algunos propietarios que, celosos de sus intereses, guardaban sus viviendas con gruesas estacas. Pero la mayoría sentía miedo al ver la amenazadora actitud de la chavalería y se encerraban en casa resignados.
Mientras la procesión seguía su curso hasta la iglesia del Portillo, los chicos, llevando bien aprendida la papeleta, se encerraban en el corral del Convento de Santa Inés, y allí, el procurador del capítulo de San Pablo, les repartía dinero a cada uno. ¡Doña Gracia Lavieja había quedado bien servida!
Después con el dinero en el bolsillo y el mazo en la mano, se dispersaban por la ciudad los pequeños intérpretes y continuaban la aventura por grupos separados.
La costumbre de “matar a la vieja” desapareció con la revolución de 1868.
Pero los chicos se siguieron divirtiendo en la calle. Buen humor en ellos no falto años después. Se celebraban muchos festejos populares para que no se aburrieran.
Llegó el día en que las ordenanzas municipales prohibieron jugar al fútbol en la calle. Se termino la calle, poco a poco, hasta dejarlos metidos en casa.
Como ha cambiado Zaragoza.

Hoy tenía que escribir sobre este barrio de Zaragoza donde nació este buen y entrañable amigo Claudio Picó:

lunes, 4 de julio de 2011

Masones en Aragón

Para los que observamos las piedras, siempre son sorpresas que te dan para hacerte pensar, reflexionar y muchas veces sin encontrar soluciones al intrincado mundo de la historia. Hoy me apetece comentaros un tema, del que no logro aclararme y si algún lector tiene algo que decir, agradezco las aclaraciones.
Creo  que en alguna ocasión he comentado, que acercarse a Tolva, en La Ribagorza, era ir al país de las sorpresas. La última que recibí fue al contemplar la piedra armera de la actual Casa Polonio. Para mí al menos fue sencillamente sensacional.
La Cruz -precisamente la del Temple- campeando en lo alto y, centrados entre la palabra AÑO y la fecha 1892, el triángulo y el compás, emblema, como todo el mundo sabe de la masonería. Debajo de la fecha, y para confundir más al observador, un 13. ¡Ah si supiéramos observar atentamente las piedras historiadas o armeras de tantas de nuestras puertas!
¿Cuál es el motivo de esa simbiosis entre dos signos, o tres, aparentemente tan contradictorios?
Digo “aparentemente” porque eso es lo que hemos mamado por estas latitudes: lo irreconciliable de los dos conceptos antagónicos, cristianismo y masonería; y también cristianismo y superstición.
Lo cierto es que la masonería nació a la sombra de las grandes catedrales.
Y que en las constituciones de Anderson,-que son las que rigen a los masones a partir del siglo XVIII, entre los objetos simbólicos de la escuadra, el compás, el delantal y los guantes blancos, figura también la Biblia. Y que la fórmula del juramento masón se termina con estas palabras: “Que Dios sea en mi ayuda”.
Por lo que se ve, de ateísmo e irreligiosidad, nada de nada.
Así se explica, el que se constate no solo la existencia de logias integradas únicamente por sacerdotes y religiosos, sino la presencia de sacerdotes en la mayor parte de las logias europeas, en las que figuran obispos, abades, canónigos, teólogos y toda clase de sacerdotes y religiosos.
No deja de ser una lástima que en España la corriente liberal y laicista del siglo pasado tomase un tinte de anticlericalismo, con lo que la masonería, en la práctica, se convirtió en una antirreligión. Y es lástima porque, en concreto en Aragón, probablemente adquirió ya en la Edad Media una impresionante vitalidad a juzgar por los signos masónicos de cantería y albañilería, abundantísimos en la época de la construcción de catedrales, iglesias y monasterios. Tropezamos con ellos en cuanto miramos un sillar tallado en cualquier rincón de Aragón.
Por todo esto, me choca la piedra cimera de Casa Polonio de Tolva, colocada precisamente en 1892.
Sabemos que en el Alto Aragón existió una logia en Huesca. Era la logia Lanuza, de vida muy efímera ya que fue fundada en 1882 y desapareció dos años después. Contó con nueve miembros.
Más antigua y con más nervio fue la logia Pirenaica Central de Jaca, fundada en 1872 y que debió de durar bastantes años. En 1882 contaba con veinticinco miembros.
También funcionó con fervor la logia Luz de Fraga, que pervivió doce años (de 1886 a 1898) y que llegó a publicar un periódico: La Mañana, y que contó con treinta y seis miembros. Ella fue la que impulsó la creación de una nueva logia en Huesca, la Sobrarbe, que no llegó a cuajar, quedándose solamente en triángulo, es decir, asociación que no alcanzaba los siete miembros.
Además de estas logias, existieron que yo sepa el triángulo Conde de Aranda, que por cierto nunca fue masón como dicen las habladurías, y otro más, también de Huesca, el triángulo Joaquín Costa, entre los años 1935-1936; el Fermín Galán en Barbastro, entre los primeros años de la Segunda República, del 31 al 35. Y todavía hubo otro anteriormente en Zaidín a finales de siglo.
En él, precisamente, había solicitado su ingreso un tal Joaquín Marqués, de veinticinco años, natural de Tolva y de profesión veterinario. Se trata de la única relación que he podido constatar entre la masonería y el pueblo ribagorzano que nos ocupa.
La solución, pudiera ser que este señor fuera el propietario de Casa Polonio, ya que por otra parte la fecha de la portada (1892) parecía la clave, más, cuando lo puedo comprobar en la lista de masones de Aragón: “Marqués Arcos, Joaquín: veterinario. Símbolo masónico: “Hipócrates”, perteneciente a la logia Luz de Fraga, número 55, en 1892. Es nombrado Porta Estandarte el mismo año. Y el mismo año también, de 1892, aparece en el triángulo Fraternidad de Zaidín”.
Parecía, pues, que era una fecha memorable para hacerla constatar en la piedra.
Pero posteriores indagaciones me dejaron mi teoría en agua de borrajas: los propietarios de esa casa siempre han llevado Perisé de apellido.
Para consuelo mío, supe que Tolva había tenido una gran tradición de albañiles y que los Perisé, hoy muy ramificados, también habían sido del gremio de la construcción. ¿Y si el primer Perisé, o uno de ellos, marcase por ese motivo su casa con símbolos de albañilería -la escuadra y el compás- y luego, para aclarar que no pertenecía a la Orden de la Masonería hubiera colocado la cruz en lo alto, haciendo profesión de catolicismo?
Bueno, ¿y por qué la Cruz de los Templarios, cuya orden, ya en esas fechas, estaba considerada como algo misterioso y secreto?
Tal vez como más ornamental al conjunto del escudo. Pero ¿y el número 13 en la base? No lo sé. Me doy. Estas son las jugadas que a veces nos gastan las piedras a los que las miramos demasiado.

viernes, 1 de julio de 2011

Antiguas vacaciones

Mi gran amiga Charo Gimenez, a la que aprecio un montón, me pedía que escribiera sobre las vacaciones de mis tiempos. Su juventud quiere saber como éramos sus mayores y yo a cumplir. Me pongo a recordar y mis pensamientos y mi libreta donde siempre desde my pequeño metía mis apuntes, me llevan a mi infancia.
Y marcaré la fecha de 1952 cuando termino un curso en el colegio Salesianos de Huesca y un tío mío me lleva “de vacaciones” a tierras de Monegros.
La primera visión que tuve de los Monegros me entusiasmó.
Acostumbrado a las montañas y a las sierras, nunca había visto tanto espacio abierto, tanto trozo de cielo, por supuesto, sin nubes, ni llanura tan grande de campos grises y amarillentos. Fue como un despertar en una nueva tierra. Allí se palpaba lo infinito.
Comprendí la influencia tan definitiva del paisaje sobre el hombre.
Aquí la gente tenía que ser abierta y soñadora por fuerza. Claro, en el llano el hombre camina por encima del paisaje, despegado de él; en la montaña, en cambio, la gente camina y vive dentro del paisaje, rodeada de montañas, formando parte de él, volcada hacia su interior, replegada sobre sí misma y a la defensiva de las agresiones de una naturaleza avasalladora.
A muchos no les gustan los Monegros. A mí me encantaron. Tierra áspera, sin concesiones; soledad, aridez de una tierra descarnada, con sus puertas abiertas de par en par al cierzo y al sol que se clava inmisericorde en los campos y lo quema todo: piedras, barrancos, piel, hierbas, todo.
Sequedad en el aire, polvo en la tierra. Matas de aliagas secas, arrancadas sin compasión, arrebujadas y convertidas en juguetes del viento que las arrastra de aquí para allá. “Capitanas” las llamaba mi tío Mateu, no sé si con respeto o con sorna.
Las mieses maduras, en mares ondulantes, esperaban impacientes el filo de la hoz o la guadaña y, mientras tanto, cubrían de oro la tierra seca. De cuando en cuando se levantaba del suelo una columna de polvo y paja que giraba vertiginosa como un tifón. El gris y amarillo del suelo dejaba destacar la pincelada obscura, casi negra, de una sabina desafiante a todo: al sol, al amarillo, al ventarrón.
Cosechadora a caballos
Y, allá en una hondonada, una aldea: un par de edificios cuadradotes, con un corral de tapia baja y, cerquita, una diminuta balsa que recogía el agua -con frecuencia salobre- no se sabe de dónde.
-¿Allí vamos a vivir, tío?
-No. Ésa es la aldea de Lanica. Nosotros vamos más arriba de Peñalbeta, que casi parece un pueblo porque tiene nada menos que quince aldeas juntas. En esa de Lanica fue donde mataron a Cucaracha.
Todos los Monegros, ya me fui dando cuenta, estaban impregnados de la presencia de Cucaracha. Yo pensaba que con la caravana que traíamos nosotros hubiera hecho fortuna el bandolero, porque llevábamos el carro y la galera llenos de cosas: cacharros de cocina, aceite, harina, judías, panes, carne en adobo, mantas, gallinas vivas, un par de patos, el tocino, dos cabras... Era como si nos cambiáramos de casa.
Por fin llegamos a nuestra aldea, una de las ochenta que se extienden por el monte de Lanaja hasta la sierra de Alcubierre, que parte los Monegros en dos. Era un caserón grande y cuadradote con las paredes de piedra caliza y clarezconas de mampostería y tenía dos plantas con el tejado a dos vertientes. Pegado a ella se veía el corral con entrada independiente y por su portalón entramos con los carros para descargar las cosas. Mi tía iba organizándolo todo:
-Los mandiles y las mantas, subidlos a la falsa. La sartén, la olla y los cacharros, a la cocina. Los botijos, a la cantarera, el puchero de adobo y los huevos, en la fresquera...
Soltaron los animales en el corral. Las gallinas salían asustadas de sus cestos cubiertos con tela de saco. El tocino quedó instalado en su zolle. Los petates quedaron acomodados y plegados en el cuarto de arriba y mi tío colgó de la viga de madera unas mantas para separar el granero del dormitorio.
Yo aproveché para hacer una inspección de toda la casa. Las paredes maestras tenían como medio metro de espesor y por dentro estaban revocadas muy irregularmente con argamasa de yeso. Junto a la puerta y escrita con un clavo en el yeso tierno se leía: “La hizo Agustín Lasierra el año 1873”.
La planta baja estaba ocupada por el hogar con su chimenea de campana, rodeada por bancos de obra sobre los que colocaban unas pieles de oveja. Junto al hogar, la fregadera, y en el centro, una mesa.
Estaba claro que la vida se hacía en la cocina. La estancia de unos cien metros cuadrados estaba trestajada en la mitad aunque el tabique no llegaba hasta el techo. Al otro lado se encontraba la cuadra con pesebreras como para alojar siete u ocho caballerías. El piso era, sin más, de tierra batida, pero muy limpio.
Una escalera trepaba hasta la segunda planta. Esta tenía el suelo de yeso y, en medio, se veía una robusta columna que venía desde abajo y en ella se apoyaban las vigas de sabina que sostenían el tejado. Entre ellas, la cubierta hecha con cañas y madera de pino rollizo sin desbastar. Los catres quedaban plegados todo el día y se extendían por la noche. De la viga central era de donde colgaban las mantas que separaban el granero del dormitorio. En la pared del granero se veían rayas largas trazadas con lapicero y, cruzándolas, muchas rayicas cortas verticales que yo calculé que eran el resultado de contar los sacos de trigo que iban descargando.Ése iba a ser mi hogar durante un par de semanas o más, aunque la mayor parte del tiempo lo pasaríamos trillando en la era o correteando por el campo con mis primos.
Los chavales teníamos la encomienda de abrevar las caballerías, apacentar las dos cabras, coger yerba para los conejos, dar de comer a las gallinas y los patos... Recuerdo que a éstos los alimentábamos a base de caracolas blancas que se arracimaban en los matojos del corral. A los paticos más pequeños había que machacarles las caracolas y se las embutíamos dentro de la boca con un embudo.
Además teníamos que mantener siempre llenos los cántaros. El agua la cogíamos de los balsetes, que eran como pozos o aljibes de piedra con dos remansos para que se posase el agua. Estaban en un tozal y disponían de unas escaleretas para llegar a ellos. Del primer al segundo balsete iba un canalillo cubierto con losas de piedra y lo llamábamos el aguatiello. Los aljibes se solían llenar en la mengua de enero. Nosotros no teníamos pozo de hielo como había en otras aldeas.
Yo me acordaba de la jota que cantaban los hombres camino de la aldea:
Ya se van los segadores
caminico del secano,
a beber agua de balsa
toda llena de gusanos.
Otra faena suplementaria era intentar cazar algo para reforzar y variar el menú, que casi siempre era el mismo: judías con tocino para comer y cenar. Las judías se cocían a fuego lento de paja sin llama.
Estaban así toda la noche.
Por la mañana al levantarnos ya habían ordeñado las cabras y la tía había preparado el desayuno. Alguna vez el tío nos hacía migas para almorzar. Las había cortado la noche anterior, finas como un papel de fumar. Ése era el secreto, según él, de unas buenas migas. La verdad es que estaban deliciosas, sobre todo cuando les añadía algún tropezón de longaniza. Las cocinaba con sebo y les añadía un poco de patata para que fueran más suaves. Luego ya marchábamos a la era.
Para esa hora los hombres ya habían traído la garba del campo en aquella galera inmensa peraltada con los “pugones” para triplicar la carga.
Ya habían descargado los fajos de mies, los habían desatado y al llegar nosotros ya estaban los machos pisoteándolos para deshacer las gavillas.
Un hombre, en el centro de la parva, los sujetaba con ramales y les hacía dar vueltas y vueltas.
Luego ya entraba el primer trillo, que le decíamos “trillo de arrastro”. En mi pueblo lo llamaban de pedreña, o sea, pedernal. Era una tabla de un metro por dos, más o menos, y en la cara de abajo estaban incrustadas en ringleras las piedretas afiladas como cuchillos. A veces se desdentaban un poco, pero se les volvía a encajar las “muelas” a golpe de martillo. El trillo de pedreña desmenuzaba la paja mejor que el de ruedas que entraba después. Nosotros nos montábamos encima para hacer peso y las primeras vueltas nos daban la impresión de andar en un tiovivo. Luego, ya entre los dos trillos, seguía toda la tarea.
Es curioso que las vueltas se daban siempre hacia la izquierda, en sentido contrario a las agujas del reloj.
Cuando se llevaba una horica trillando se daba vuelta a la garba con las horcas. La labor se llamaba recantillar o cantornar y se venían a hacer tres o cuatro cantornaduras en el día, con su paradica a echar trago de agua fresca del rallico o vino de la bota y secarse el sudor que bajaba cara abajo hasta empapar el pañuelo anudado al cuello. La de antes de comer era muy importante, porque dejaba la mies esponjosa y el sol del mediodía la turraba bien y luego se cortaba mejor.
Mi tío, que sabía lo suyo de jotas, cantaba sin parar. Recuerdo una copla alusiva:
El que quiera trillar bien,
que trille aprisa y corriendo
por los altos y los bajos,
por las orillas y en medio.
Los hombres llevaban sombrero de paja. Nosotros no teníamos y nos defendíamos del sol con un pañuelo en el que hacíamos cuatro nudos en las puntas y nos encasquetábamos en la cabeza.
La tía se empeñaba en que durmiéramos la siesta como todo el mundo, pero nos resistíamos como podíamos. Nos parecía un tiempo malgastado. Como no había manera de amodorrarnos, nos poníamos a hablar a escuchetes y al final nos despachaban, que era lo que queríamos.
Después de la siesta, entre vueltas y jotas y vueltas, terminaba la trilla hacia las cuatro o cinco de la tarde, cuando se levantaba una ligera brisa que resultaba preciosa para aventar o echar al viento la paja y el grano para que el viento fuera separando la una del otro.
Se pasaba primero la replegadera de ganchos, que se llevaba la paja en montón, lista para aventar. Luego, la replegadera llana o retabillo recogía las menudencias que era lo que daba más trigo, mezclado con el tamo o polvillo. Las horcas, primero, las palas de madera, después, jugando con la brisa limpiaban el grano que aún había que cribar antes de envasarlo para llevarlo al granero.
Como la operación de aventar era la más dura, fue la primera que vio llegar las máquinas: aquellas aventadoras pequeñetas que iban con manivela. Como también eso era duro, se inventó el malacate de tracción animal que movía dos rodillos, uno grande y otro pequeño, y que recordaba al burro dando vueltas a la noria.
Poco a poco también al campo llegó la Revolución Industrial, más tardana que la inglesa. Primero, con aquellas trilladoras inmensas, la Ruston y la Ajuria, que además aventaban la paja por una tubería larguísima...
Y entonces se tuvo que colgar definitivamente el trillo.
---
Mi generación ha recorrido en cincuenta años tres mil de historia: desde el apero de labrar -igual que el que nos describen Ovidio y Virgilio- a la cosechadora auto propulsada; desde el candil de aceite o carburo a la televisión en color; desde la tartana con su jaca trotera hasta el avión supersónico y los cohetes espaciales...
Y con la máquina sobró la caballería. Y el hombre. La casa de ocho pares de mulas y doce criados, los cambió por un tractor. Se perdió la poesía del campo, se llevaron los trastes al museo etnológico y el labrador se fue de peón a la ciudad. Cuando colgamos el trillo de pedreña en la pared del cobertizo, entramos en la civilización y Aragón se despobló.
---
En el rato del mediodía hacíamos con los primos excursiones por los alrededores. En la balsa organizábamos campeonatos de cucharetas.
En Aragón la cuchareta es el cabezudo o renacuajo sin branquias ni patas y, para nosotros, el salto que da una piedra plana y delgada lanzada con fuerza y habilidad al tocar el agua remansada o con poca corriente. El juego consistía en ver quién hacía más cucharetas con una piedra.O nos íbamos a trepar por las sabinas en busca de nidos.
Teníamos localizado uno de “petretes” con huevos y todo y casi todos los días íbamos a verlos cuando no estaban empollándolos. Claro que ya sabíamos que no se podían tocar porque entonces la madre los aborrecería.
También íbamos a “parar” lazos para cazar conejos por donde veíamos las señales de que habían pasado. Eran unos lazos de alambre muy fino en los que hacíamos un nudo corredizo y sujetábamos fuerte a una piedra.
La caza propiamente la hacíamos al atardecer. Todo era bienvenido a casa y todo se aprovechaba en la cocina. Mi tío decía que todo lo que vuela, corre o se arrastra es bueno para comer. Yo tenía mis dudas.
Nunca había comido carne de lagarto y la encontré, no exquisita, como dicen algunos, sino sencillamente pasable. Cazábamos conejos, liebres, lagartos, rabosas, perdices, avutardas, engañapastores, tordos...
Pero un día que íbamos con el tío Mateu vimos una culebra que a nuestro paso se escabulló y se metió por debajo de una piedra. Sin embargo, su refugio debió resultarle pequeño porque dejó un trozo de cola afuera. Y mi tío:
-Hala, Bastiané, a ver si sabes coger la culebra.
Yo no quería intentarlo; siempre me habían dado repelús esos animales; además ¿para qué la queríamos? ¿No íbamos a comer culebra? Así se lo dije a mi tío, pero él me dijo que naturalmente que la comeríamos.
Que la cogiera. Con bastante repugnancia alargué la mano para sacar al bicho, pero se me resbalaba siempre y no podía sujetarla. Mis primos y mi tío se reían de mi torpeza.
-Anda, Toné, enséñale a Bastiané cómo se coge.
Mi primo me dijo que era muy fácil si se hacía con la mano izquierda, ya que con la derecha nunca se conseguía. Y así lo hizo él y sacó la serpiente del agujero. El animal se revolvía pero no tenía nada que hacer. Era larga de casi un metro y él la mantenía en alto por la cola.
Cuando la culebra se agotó de hacer aspavientos para escapar, Toné le estrelló la cabeza contra una piedra y se la colgó triunfante del hombro.
Más tarde mi tía la cocinó. Recuerdo que le dio dos hervores y luego la frió en la sartén. Yo me negué a comer de ella y no fui el único, pues mis primos prefirieron también la tortilla de patata.
Los días de vacación pasan siempre muy deprisa. Iba avanzando agosto y yo ya pensaba en las fiestas de San Roque de mi pueblo, aunque me lo estaba pasando muy bien en la aldea. Los tíos me dijeron:
-El miércoles tenemos que bajar a Lanaja para fornear pan (lo hacían cada quince días) y te llevaremos para que te vuelvas a Huesca con el coche de línea. En eso quedamos con tus padres.
Yo dije que bueno.
Mis primos quisieron acompañarme al pueblo para despedirme y eso me hizo ilusión. La tía preparó mis cosas en el pañuelo paquetero y aún me puso una docena de huevos para casa, bien colocados con paja en una caja de zapatos. Al decirme adiós, me insistió:
-¡A ver si vienes para la vendimia, que te lo pasarás muy bien!
Montamos en la galera en que cargaron también sacos de trigo y deshicimos el camino hasta Lanaja.
El coche de línea estaba lleno y el chófer me permitió viajar con tres o cuatro hombres en la baca, entre sacos, cestas y maletas. Me sentí orgulloso, porque significaba que me consideraban ya mayor.
Yo miraba el paisaje. También mis brazos y piernas, que estaban tostados como si fuera un senegalés. Me imaginaba que la cara estaría igual, ya que en la aldea no teníamos espejos, aunque me temía que el color moreno desteñiría algo con una buena jabonada.
En menos de dos horas cubrió el autobús los cuarenta kilómetros de carretera sin asfaltar que nos separaban de Huesca, y en la parada ya me esperaban todos los de casa.