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martes, 27 de diciembre de 2011

Inocentadas (28 de diciembre)

Lo que os cuento, hace de años…
Era el día de inocentes. Ya sabíamos que nos gastarían “inocentadas” como llamábamos a las bromas que nos hacíamos unos a otros ese día. Como el año anterior yo había caído en una que me hicieron en Barbastro, decidí repetirla yo. Elegí un carrete de hilo rojo, que destacaba mucho y me lo metí en el bolsillo de la camisa, pero enhebré la puntica y lo pasé a través del jersey dejando asomar un buen trozo por el hombro del mismo.
A lo mejor venía uno y me decía:
-Bastiané, ven, que llevas un hilo en el hombro.
-¿Te crees que soy tan inocente?
-¡Qué tozudo eres! ¡Mira!
Y tiraba del hilo para enseñármelo. Y, claro, el hilico se convertía en una hebra larguísima que no se acababa nunca. Cayeron en la trampa muchísimos. Así eran nuestras pequeñas inocentadas, que tenían gracia especial por ser el día que era.
Los aragoneses, somos gente que no somos muy propensos a gastar bromas. ¡Pero cuidado cuando las gastamos!
Os contaré algunas de las que tengo recopiladas que demuestran el grado inocente de nuestras bromas. Son normalmente para arrancar una sonrisa, aunque a las personas que les caían, no era la sonrisa lo que le solía aparecer en la cara.
"Chaminera" con "espantabruxas" (Nozito)

Recuerdo a Chiquín de Bielsa. Un año embromó a todos los forasteros que cayeron por el pueblo dándoles a comer cecina de la montaña. Con una pierna de burro que sacó del muladar hizo cecina y se la hizo tragar a todos los visitantes del lugar.
Sus bromas se hicieron famosas.
Un año se compró un orinal nuevo y lo llenó con coñac. Dentro metió unos cachos de longaniza y salió a invitar a la gente. Al primer movimiento instintivo de repulsa al ver el contenido, seguía la algaraza consiguiente y todos cataron el original condumio de Chiquín entre risas y comentarios. Fue una mañana divertida aquella.
Tanto, que la repitió a la tarde. Sólo que esta vez, la broma fue un poquico pesada porque la continuó, no con el orinal nuevo, sino con el de uso personal…
Las bromas pesadas no se prodigaban mucho, pero cuando aparecían distaban mucho de ser las inocentadas del día veintiocho de diciembre. Era verdad que también dependían de la capacidad de tolerancia del embromado. Y de la imaginación de los bromistas. En nuestra tierra eran finos para eso.
Una pandilla de amigos hubo –y omito nombres porque alguno vive todavía- que se distinguió en embromar a la gente y gastarse jugadas entre ellos. Sobre todo al más cuitado y crédulo. Como le pasó a Fermín, en aquella ocasión en que creyó haberse quedado ciego durante una partida de dominó en el casino de Ayerbe, cuando apagaron la luz adrede.
El propuso detener la partida hasta que se arreglase el apagón y su susto fue mayúsculo cuando oyó a los demás jugadores continuarla, golpeando las fichas en la mesa y cantando las jugadas como si nada hubiera pasado y protestando a su vez de sus comentarios sobre la supuesta oscuridad.
A otra victima una broma similar le costó guardar cama. Había colgado como siempre, al entrar, su boina en la percha del casino y un amigo le colocó unas tiras de cartón entre el forro y la solapa de badana interior para empequeñecer su calibre.
Estaba el pobre hombre sentado tranquilamente echando la partida, cuando otro le preguntó, interesado por su salud ya que tenía mal color. El le quitó importancia y siguió jugando, cuando llegó otro amigo:
-Caramba, Chusé, ¿estás malo?
-¿Yo? ¡Que va!
-Me alegro, pero es que me parecía que estabas blanco…
Y otro al poco rato que llega le dice:
-Oye, a tu te pasa algo.
El poder de sugestión hizo que Chusé empezase efectivamente, a sudar frío y ponerse pálido. Solo le faltó otro recién llegado, que mirándole con cara de extrañeza y compasión, le soltó:
-¡Anda! ¡Para mí que te ha crecido la cabeza!
El hombre, convencido de su enfermedad, empezó a no sentirse bien y se despidió para irse a la cama y poco después le oyeron gritar angustiado desde el vestíbulo:
-¡Ay, Dios mío! ¡Que no me cabe la boina! ¡Que me ha crecido la cabeza!
Y como inocentada, la de Gaitano de Nocito.
Un día con tiempo, acercaros a Nocito, porque allí el tiempo se detiene. Disfrutareis de la paz que debe al frío y a la pésima pista que comunica el pueblo con el resto del mundo. Buscar entre las casas y encontraréis a la gente. Tienen buena leña, buen jamón, mejor vino y todavía mejor conversación.
Con amigos en San Úrbez (Nozito)
Uno se acuerda de aquellas cuatro cosas viejas que pedía Pedro IV para su vejez:
Viejos libros para leer.
Leña vieja para quemar.
Vino viejo para beber.
Viejos amigos para charlar.
Pues un año, para inocentes, Gaitano se propuso hacer correr a la guardia civil.
En cuanto apareció la pareja por Nocito, Gaitano cogió la escopeta, marchó al barrio de San Juan, y empezó a disparar. La Benemérita corría hacia allí a agarrar al gamberro. Pero el conocía muy bien los andurriales y a escondidas marchaba al barrio de San Pedro, para disparar allí, y obligar a sus perseguidores a trasladarse de nuevo, mientras él, por otro escondrijo, se cruzaba con ellos derecho a San Juan para empezar el juego.
Me aseguraron que los tuvo así desde el mediodía hasta el oscurecer.
Como se ve, diversión bien inocente, que a nadie hacia daño y obligaba a la autoridad a estar en forma.
Y todo había comenzado por una apuesta de una chulla con dos huevos, jugada contra el amo de la cantina, cuyo nombre guardaré.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Navidades en el pueblo

Estos días a los que ya peinamos canas y la mayoría ya ni eso, los recuerdos infantiles se te amontonan en tu cabeza y necesitan salir al exterior. Si vuestra paciencia puede soportar a este viejo al que solo le quedan evocaciones, podréis comparar unos tiempos caducados a los actuales, que nunca sabré si fueron mejores, pero si que para mí, fueron estupendos. Y comenzaré…

Me llegó la carta: “Ista añada seras a nadal en o lugar” (Este año pasaras las navidades en el pueblo).
El corazón me pegó una sacudida. ¡Casi nada! En ocho palabras había nombrado dos cosas para mí maravillosas: las navidades y el pueblo.
Entonces estudiaba en los salesianos de Huesca, y la carta me alegró los días que quedaban.
Todo el mundo sabe lo que son las navidades. El pueblo, para mí, significaba muchas cosas: los abuelos, los amigos, la libertad, las vacaciones... Pero es que este año había empezado a escribir mi diario y ya estaba cansado de poner siempre lo mismo: las clases, el comentario meteorológico y poco más. Aquí en la ciudad nunca pasaba nada.
Un día igual a otro. Monotonía total entre las cuatro paredes del colegio, entre las cuatro calles de mi barrio y los siete amigos de la pandilla, entre las ocho de la mañana y las diez de la noche.
En el pueblo, en cambio, te olvidas del reloj. Y sólo eso ya es estupendo. Es verdad que tienes que ayudar en casa. La abuela, en cuanto te ve parado, te adjudica una tarea...
Para eso tiene una facilidad pasmosa. Dice que el agua estancada se pudre. Hay que ir a la tienda, a buscar yerba para los conejos, a hacer viajes a la fuente con el cántaro hasta que llenas la tinaja de la cocina... Pero son faenas tan divertidas que te lo pasas en grande.
A la fuente se va en pandillas, los chicos con los chicos, las chicas con las chicas, pero chismeándose unos a otros. Las niñas llevan indefectiblemente el cántaro apoyado en la cadera; las mayores ya saben sostenerlo en la cabeza; los chicos, al hombro.
Cerca de la fuente y aprovechando su agua está el abrevadero y los mozos aprovechan a llevar las caballerías a la hora en que las mozas hacen sus viajes de aguadoras y allí se forjan los primeros noviazgos.
El coger hierba para los conejos da mucho más de sí. Aprovechas para buscar nidos, para darles un repaso a las manzanas del tío Chusé, para pegarte un chapuzón en la badina grande... y luego vuelves a casa con el capazo lleno a medias con la excusa de que hay que subir mucho, carretera arriba, para encontrar unos letachines, porque junto al pueblo ya está todo remirado.
Mediano (Huesca) 1948
Claro que ahora en invierno no habrá ni chapuzones ni peras, pero en cambio se podrá parar el arbolico con las varetas de besque (liga), para coger alguna cardelina con reclamo.
Sí… tenía verdaderas ganas de volver al pueblo. No había estado desde el verano y ya eran demasiados meses.
Ahora doy gracias a mi libreta reciclada, que me ayuda a completar los recuerdos de aquella navidad.
Cuando el autobús de línea se detuvo en Lafortunada,  ya nos estaban esperando las mulas del tío Beturian, que además hacía de cartero, para trasladamos al pueblo. Allí cargamos las dos maletas de madera con cantos de hojalata, un roscadero lleno de trastos y la cesta grande de mimbre, de dos tapaderas, y nos acomodamos como pudimos. Las mulas cogieron un trotecillo garboso cuando las animaba el cartero de cuando en cuando, con un chasquido de la lengua junto al colmillo y rara vez utilizaba la vara como si fuera un látigo. El camino estaba con nieve, que menuda nevada había caído. "Buen día para plantar cepos" pensaba yo, porque los pajaricos picarían bien al no encontrar otra cosa.
Cuando rebasamos el dolmen, cubierto por la nieve, entramos en el pueblo. Por la plaza entonces siempre se veía gente. Ahora está vacía casi como el lugar. En aquella época nunca faltaban curiosos que esperaban el correo. Y allí estaban mis amigos y casi toda la familia. La abuela con su pañuelo negro en la cabeza, como siempre la he visto. El abuelo se abrigaba con un tapabocas. En seguida llegaba el tío Urbez para ayudamos con el equipaje.

Todos nos abrazamos. La abuela lloraba no sé por qué. El abuelo me izó con sus brazos nervudos para darme un beso. Siempre me levantaba así y a veces me decía ante de levantarme:
-¿Quieres ver Monte Perdido?
Yo nunca lo veía desde arriba porque me lo hurtaban las casas; el tío Urbez, que disfrutaba haciéndome rabiar, me cogió por su cuenta y me hizo la consabida caricia de pasarme su dedo pulgar fuertemente por la patilla arriba, a contrapelo, que a veces me hacía saltar las lágrimas. La abuela lo reprendía y acudía en mi auxilio, y ya tomamos posesión de la casa. En la cocina ardía un fuego alegre que calentaba el ambiente. Era la única calefacción de la casa quitando el brasero de la mesa camilla.
En los pueblos las noticias se corren como una mancha de aceite en la camisa y pronto sabían todos que había llegado. Por eso estaban llamando ya desde el patio mis amigos.
-Señá Marieta, ¿h´arribato Bastiané?
Era la voz chillona, inconfundible, de Antonié. Contesté yo por la abuela:
- Agora mesmo baxo!
Pero ella -cosa rara- ya me tenía preparada tarea:
-Bueno, pues ya que sales te acercas a la “Tabla” (carnicería) y que te den medio kilo de carne de alcorzadizo para el cocido. Cógete la cañeta que está al lado del tiedero. Y no me vayas aforro que pescarás un catarro.
Eran las recomendaciones de siempre: que si me tapara la boca al salir, que si me pusiera los mitones... Me enfundé el jersey gordo, me enrollé la bufanda al cuello y cogí la cañeta que en realidad era sólo media caña de un par de palmos, cortada por la mitad a lo largo. Su otra mitad la guardaban en la carnicería. Era el sistema de pago en los tiempos en que el dinero apenas corría. El “tablajero” (carnicero) juntaba la media caña mía con la que él guardaba y que llevaba el nombre de la casa y hacía unas muescas -unas "osquetas"- en los dos trozos a la vez según la carne que me llevaba. Al final de mes la abuela pagaría lo adquirido, probablemente con trigo.
Mis amigos, como siempre, me acompañaron a la carnicería y de vuelta a casa.
Siempre íbamos juntos a todos los sitios: ¿Que Antonié tenía que ir al estanco a comprar un cuartelero para su padre? Todos al estanco. ¿Que Francho iba a buscar caracolas para los patos? Todos a por caracolas. ¿Que Dabí tenía que dar un recado a su tía Sabina? Todos con Dabí. Y así.
Aquella mañana no había muchos encargos, así que a las once ya estábamos libres.
Faltaba lo menos una hora para comer. En la ciudad comíamos a la una, como los ricos. Pero en el pueblo los horarios los dicta el sol y las faenas del campo.
Alguien propuso ir a patinar a la balsa de arriba, que seguro que estaba con hielo y allá fuimos todos corriendo. Sí: estaba toda helada. Dabí, que era el más prudente de la pandilla, dijo que había que comprobar su espesor y agarramos unos zaborros grandes que lanzamos con fuerza a la capa de hielo. Al primer bombardeo se agrietó todo y ya vimos que no nos aguantaría nuestro peso con lo que dejamos el patinaje para otra ocasión.
Pero estoy en mi lugar y comenzando la fiesta de Nadal. Que días me esperaban…

jueves, 22 de diciembre de 2011

Noche de navidad

Y tengo que hilvanar y repetirme en algunas cosas que os he contado en el artículo anterior, para seguir con la hebra de esta noche tan importante para nuestros aragoneses…
Bueno será recordar algo de las navidades de nuestra tierra, que tuvieron connotaciones especiales, que hoy una mayoría ha olvidado, pero que en muchos, siguen grabadas en el corazón (estoy seguro), sobretodo en nuestros mayores.
Para ellos eran las principales fiestas del año, y las preparaban con auténtica ilusión y fe.
El día 24 se limpiaba toda la casa de arriba abajo como si se esperaren huéspedes y se encendía un buen fuego en el hogar. Si al pasar la Virgen y San José encontraban un albergue limpio y acogedor, ya no tendrían los problemas que tuvieron en Belén.
Uno de los ritos característicos en nuestra tierra, era la “Tronca de Nadal o Navidad”. No faltaba en ninguna casa. Era un leño grande, pues tenía que arder hasta el día de Reyes. En algunos sitios, como en mi lugar, hasta el día dos de febrero, la fiesta de La Candelaria. Se encendía después de cenar. Una vez encendida, el abuelo la bendecía con toda solemnidad. Llenaba un vasico de anís y lo iba derramando en la toza, trazando cruces, mientras recitaba:
"¡Buen tizón, buen varón / buena casa, buena brasa / Dios mantenga a esta casa, al amo y a los que en ella son!"
Luego todos los de la familia echábamos con el porrón un chorrico de vino sobre el tronco. Los zagales a continuación, la golpeábamos con el badil mientras le exigíamos: “Tizón, caga turrón”. Metíamos las manos por los recovecos de la tronca buscando caramelos, barricas de guirlache, peladillas, castañas, o algunas monedas que habían escondido los mayores.
La recuerdo y la uno a los recuerdos del abuelo. Como os cuento en mi lugar ardería hasta la Candelaria, y el abuelo era el cuidador de que así fuera. Yo la recuerdo siempre con una brasa en punta y ardiendo sin dejar escapar ninguna llama. Siempre me pareció apagada, pues no veía las “flamas” a su alrededor. Así se conseguía que durara tanto, además de ser grandiosa, o al menos, así la recuerdo.
La de veces que me acercaba al fuego, para poner al lado de la tronca alguna ramica y provocar la llama, pero el abuelo, siempre sentado en la cadiera, en el lugar más cercano, te amenazaba con las tenazas y te convencía de que no las acercaras.
Cuando esta tradición la das por desaparecida, aflora con una fuerza increíble. Personas que seguramente no llegaron a conocerla, hoy, no es que la guarden en su casa. La sacan a la calle, y se convierte en unos de los actos importantes de las actuales fiestas.
Fogaril "Chesús L. Domper"
Era algo extraño e inexplicable, además de terrible, observar el momento crucial y agónico en el que el sol menguaba día a día y ver como la noche se iba apoderando progresivamente del día y la luz, conforme se acercaba el solsticio de invierno la noche del 24 de diciembre.
Esto traía ritos y sacrificios al sol, para que no se escondiera y desapareciese, y el sol agradecido, comenzaba a alargar los días y acortar las noches desde ese momento.
La iglesia al comprobar que estos ritos no era capaz de suprimirlos del pueblo, trasladó y superpuso el nacimiento de Jesús a este día.
Al leño navideño, nuestra tronca de navidad, se le atribuía más familiaridad con la superstición y magia que con la religión, aunque siempre se intentó trasformarlo en un rito religioso, como se puede  comprobar con la bendición de la tronca.
Esta noche también los fuegos se encendían con propósitos expulsatorios, pues esa noche, la más larga del año, los espíritus sombríos de los muertos circulaban con total libertad.
El empeño cristiano para imponer sus nuevas creencias, aculturó severamente la primitiva mentalidad mágica, reinterpretando las viejas creencias que regían la espiritualidad de nuestras gentes hasta entonces.
Así, la fe popular cristiana fue transformando el carácter de estos ritos, como si solo fuera una leyenda.
Por supuesto, se hacían belenes en las casas. Lo del árbol de Navidad es mucho más moderno y copia de los países europeos del norte. Aquí, se hacían belenes con todo el cariño e imaginación posible. Nos contaban que cuando nació Dios, nació en un pesebre, y había una mula y una vaca. La vaca lo laminaba y la mula coceaba. Por eso la mula no pare y la carne de vaca se come y la de la mula no.

La noche del 24 de diciembre era muy especial, una noche en que todos los malos espíritus campaban a sus anchas y aprovechando la larga noche estaban en plena libertad para cometer sus maldades.
Para la persona que quería hacerse bruja o brujo, era la noche apropiada.
En Plan, la aspirante a bruja tenía que matar unos días antes un gato negro. Todo negro. Arrancarle los ojos y guardárselos hasta el día de nochebuena. El día 24 de diciembre, a media noche marchaba con el paquetico a la Peña de las Brujas, que está al otro lado del río, ella sola y, al oír las campanadas de las doce, destapar los ojos del gato. Tenía que aguantar durante una hora todo lo que veía, o todo lo que creía ver… Cuando volvía a casa se encontraba en ella el libré verde o libro de San Cipriano, imprescindible para realizar de allí en adelante su nuevo oficio de bruja.
Pero las que ya lo eran, esa noche ponían en práctica todas sus maldades. Durante la misa del gallo, en que todos los habitantes del lugar se encontraban en la iglesia, era el momento más apropiado para cometer sus maldades.
Lo más normal era la muerte de la mejor caballería de la cuadra o el ganado, que a la salida de la misa, se encontraban los moradores de la casa. Casos hay muchos para contar, y cada caso que aparecía sembraba el miedo por toda la redolada.
Belen de Multicaja
De ahí que en muchas casas que temían alguna venganza de las brujas, esa noche multiplicaban sus conjuros, hasta llegar a montar guardia uno de los habitantes en la casa, mientras los demás cumplían con el rito del gallo.
Muchos son los casos de escuchar gran estruendo en los establos y el vigilante entrar en ellos y encontrarse con un dantesco espectáculo: Un animal, (muchas veces felinos), mordiendo a las caballerías en el cuello para desangrarlas, era el habitual, aunque no faltaban lobos, y se llegó a presenciar también osos asesinando animales. En casos de que el guardián que había quedado en casa, llegaba a tiempo y con palos y lo que tuviera a mano las defendiera, escapando ese dañino ser, al día siguiente encontraban en la casa una desagradable sorpresa.
En muchísimos casos aparecía la abuela de la casa con un brazo roto, coja, o cualquier otra lesión. Enseguida se sabía quien era la bruja.
Pero los niños de cuna tenían esa noche una particular maldición. Cuando se regresaba de la misa del gallo, se le podía encontrar sobre el tejado. A esto, si se le tenía gran temor. Nunca que yo recuerde, se los dejaban solos a esa hora.

La misa de gallo, era un rito obligatorio, que cumplía todo el lugar. Si alguien quedaba en alguna casa, tendría motivos muy fundados, como quedarse de protector con algún chicorron, o de los animales de la cuadra.
Esta noche también en la misa, pasaría todo el pueblo a comulgar sin romper el ayuno, que por entonces la iglesia imponía. Como el ayuno era desde las doce de la noche del día anterior…
Alguno veías pasar no muy derecho… y es que la bebida de la cena, había hecho sus efectos.
También te aseguraban que en la Noche Buena las vacas que son pardas se ponen de rodillas en la cuadra, durante la misa del gallo. “Vas a la cuadra y las ves”.
¿Algunas costumbres curiosas de la misa de gallo? Sí. Por ejemplo, los pastores acudían a misa con cordericos llenos de adornos, cintas de colores y esquilas. También en otros sitios, ofrecían un cabrito negro, que luego se quedaba el cura. Los chavales, llevábamos a misa las “bichigas” (las vejigas del tocino, hinchadas a manera de globo) y en el momento de la consagración, “cuando nacía Dios”, se explotaban con gran estruendo y algaraza.
El pasar a adorar al niño que colocaban en el altar, también era motivo de constantes charradas entre la gente, con las advertencias y solicitudes del mosen, pidiendo silencio. Pero es que esa noche, no todos iban lo suficientemente sobrios, y se hacían notar en la forma de cantar.
Una cosa muy curiosa que se hacía en muchos lugares: Antes de ir a misa la abuela ponía dentro de una cesta cantidades de golosinas, como vino poncho, castañas, higos, turrón de guirlache, empanadico… Encima de todos estos manjares colocaba un atadijo de malvas, que las cogía todos los años en la mañana de San Juan antes de salir el sol. Naturalmente estaban secas. Acabada la misa, al regresar a casa examinábamos la cestica, y cual no era la sorpresa al contemplar que las malvas estaban verdes como si estuvieran recién cogidas.  
Después de la misa, el recorrido de todos los del lugar por todas las casas, hacía que el pueblo permaneciera despierto. Con este ir y venir de gente por las carreras, se conseguía espantar y no dejar en paz, a todo lo malo, que esta noche, (la más larga), pretendiera hacer daños, no tuviera la tranquilidad necesaria y la soledad que necesitaban, para hacer sus males.
El día siguiente, con las troncas, la misa, y todos los conjuros, se conseguiría que el día comenzara a ganar a la noche y volviera a nacer otro año.
Y es que esta fecha y no, la del 31, era para nuestras gentes, el cabo de año y principio del siguiente.

lunes, 19 de diciembre de 2011

El tizón o tronca de nadal

Un rito del fuego era común y extensible a toda la cordillera pirenaica con todos los territorios históricos franceses confrontantes geográficamente.
Era el del tizón o tronca de Navidad. Asimismo estuvo muy introducido en toda la cultura centroeuropea. Aunque ese ceremonial del fuego era representativo de la cristiandad, ese culto a la luz y al fuego era originariamente pagano y estaba vinculado a la divinidad suprema que estaba encarnada por el sol. La cristiandad, acaparadora del pensamiento pagano preexistente que se enconaba en perdurar en la cultura popular, asumió esas ceremonias, una de cuyas reminiscencias más efectivas era la popular tizonada navideña.
Para el hombre primitivo supondría algo extraño e inexplicable, además de temible, observar el momento crucial y agónico en que el tránsito del sol menguaba y ver cómo la noche se iba apoderando progresivamente del día y la luz, allá por los días del solsticio invernal -veinticinco de diciembre- festividad a la que la Iglesia trasladó y superpuso el nacimiento de Jesús.
Siempre para nuestras gentes, este era el momento que terminaba un año “cabo d´año”) y comenzaba el nuevo año en que el astro sol, comenzaría una nueva vida. El día 31 de diciembre era solo un dígito colocado en un calendario.
En toda Europa (y en el Pirineo) han subsistido múltiples creencias en torno al tronco navideño, que presentan más familiaridad con la superstición y la magia que con la religión, al menos con la religión cristiana, aunque si que podrían tener relación con los ceremoniales funerarios, de las mansiones helénicas y romanas.
Al leño navideño le atribuían dones de fertilidad. En nuestra tierra, opinaban que tendrían tantos corderos, terneras, cabritos y cerdos como purnas (chispas) saltasen del leño. También se constituía en centro de fertilidad y su ceniza se derramaba por los campos de cereal durante las llamadas "doce noches", las que iban de la Navidad a la Epifanía y con ese rito creían que promocionaban misteriosamente el crecimiento de los mieses. Igualmente también, se transformaba en talismán protector y en las casas guardaban un trozo para proteger a la mansión contra las hechicerías demoníacas. Por el Sobrarbe la tronca, -leño de navidad- se retiraba del fogaril, cuando estaba ligeramente carbonizado y posteriormente se usaba para proteger a las viviendas contra la peligrosidad de las tronadas, las centellas y las apariciones, y para que tuviera el debido efecto protector volvía a ponerse en las brasas del hogar. Por todo el pirineo, lo colocaban bajo la cama de los habitantes de la casa, y protegía contra rayos y centellas.

En la mayoría de los razonamientos de nuestras gentes,  creían que estos cultos podrían ser hechicerías derivadas  de la vieja ley de la magia imitativa, y cuyo objetivo sería asegurar la luz solar, precisamente en el momento en que el sol tenía menos vida y poder para los hombres, los animales y las plantas.

También un efecto purificador, en tanto que el fuego es un extraordinario poder destructor de lo nocivo, ya sea de carácter corpóreo o incorpóreo.
En la mentalidad popular pirenaica ha prevalecido el sustrato cristianizado posterior a la edad mágica y pre-religiosa, aunque existen nítidos indicios culturales que nos hablan de la fase pagana que precedió a la aculturación del cristianismo.
Pero en nuestro pirineo, cada valle, cada comarca, tenía diferentes formas de interpretación “la tronca”.
En la “Guarguera”, hacían la Cena, que era la celebración de la Nochebuena. Después de cenar y con recogimiento sagrado se procedía al rito de renovación del fuego hogareño.
Se pretaba fuego a dos tozas que se habían colocado solemnemente en el fogaril. Como ocurría en el resto de nuestra tierra, a la ceniza del tronco consumido se le atribuían poderosas propiedades fecundantes y por eso la ceniza era diseminada por todos los campos que ese año iban a ser destinados a la labranza. Además se usaba para la colada del ajobar-ajuar- doméstico.
En La Fueva, la troncada de Nochebuena, debía durar varias jornadas. Sobre la troncada se colocaba una torta ritual, con un hueco central que se colmaba de vino rancio -¿sería un hechizo para asegurarse la abundancia de pan y vino?- y el que se encargaba de hacer el rito de bendición de la tronca era el caganiedos, el benjamín de la casa, que parecía encarnar la prosperidad venidera de la institución sagrada de la casa.
En la Ribagorza también era el benjamín el que obraba la liturgia, derramando vino por tres veces consecutivas sobre la tronca sagrada. La tronca era representativa de la prosperidad y la abundancia de la casa y por eso los ninones le daban golpecitos al tiempo que demandaban regalos y golosinas:"Tronca de Nadal... ¡caga turrón de verdad!"
En la localidad de Aragüés del Puerto -valle de Echo- se hacían grandes troncadas navideñas y tal y como creían en la distante Ribagorza, aquí también eran la encarnación de la prosperidad del hogar y de la prodigalidad de los recursos que ofrecía la naturaleza trabajada por el hombre. Los mozés exhortaban con vehemencia a la tronca para que prodigase con generosidad toda clase de obsequios y golosinas:"¡tronca de navidad, caga liletas, caga dineros, caga turrón!" A hurtadillas los padres habían escondido entre la tronca toda suerte de regalos para la chiquillería.
En Foradada del Toscar, el ceremonial incluía un recordatorio de los fallecidos troncales y además al leño se le pedía que ejerciera protección en la prosperidad patrimonial. El sacerdote del rito era también el benjamín, que con el vino recruzaba la coca -torta ceremonial- que había sido puesta sobre la tronca.
El niño con seriedad pronunciaba una plegaria prestigiosa: "¡Buen tizón, buen varón / buena casa, buena brasa / Dios conserve el pan y el vino / y a los dueños de esta casa!"
En la aldea de Aquilué -Valle de Aquilué- las cenizas de la troncada navideña tenían virtudes preservativas. Se mezclaba con la simiente de cereal y de ese modo creían que se preservaría la cosecha contra las plagas y las calamidades. En Belarra –La Guarguera- le otorgaban propiedades purificatorias y hacían con las cenizas la colada del lino.
La casa era lo más importante de la mentalidad Pirenaica y los deudos se encargaban de protegerla material y espiritualmente. En algunas aldeas el amo de la casa, con formularia sobriedad, rezaba: "Tizón de Navidad... tú eres tronco de la casa". En Fosado de Abajo-La Fueva- se pedía por la casa y los deudos con lacónico recogimiento: "¡Buen tizón, buen varón / buena casa, buena brasa / Dios mantenga a esta casa, al amo y a los que en ella son!"
Parece asociarse en estos ceremoniales navideños la solidez y perduración del leño navideño a la perpetuidad de la mansión y a la vitalidad de los amos y sus descendientes.
En Villanúa, Ansó y en otros muchos pueblos la Nochebuena tenía un indudable sentido de defensa. Era una fecha crucial, benigna pero también fatídica, pues en ella también operaban los oscuros espíritus del mal. Para evitar malignidades las gentes trazaban el signo de la cruz sobre las  brasas del leño y ese rito se constituía en una defensa contra los malos espíritus.
En San Juan de Toledo -La Fueva- el amo y la dueña derramaban sal por los aposentos y las cuadras con el propósito de ahuyentar a las brujas, pues éstas en el instante de la medianoche incrementaban sus actividades perversas. ¿Como espíritus malignos que eran, impedirían en esa larga noche la vuelta del sol?
En Banagüás -Solano Jacetano- el fuego sacramentado de la tizonada permanecía vivo hasta la Epifanía e incluso hasta la ya lejana festividad de la Candelera, otra fiesta mística en torno a la luz y el fuego, y llena de significaciones religiosas.
En Torla -Valle de Broto- y en Benasque los niños recorrían las callejuelas en la Navidad y lo hacían con propósitos expulsatorios, pues en esa noche los espíritus sombríos de los muertos circulaban con libertad.
El fervor proto-cristiano para imponer sus nuevas creencias, aculturó severamente la primitiva mentalidad mágica, reinterpretando piadosamente las viejas creencias naturalistas que regían la espiritualidad de los montañeses hasta entonces. Y así la fe popular cristiana ha transformado el carácter de este rito del fuego, argumentando que todo se debe una leyenda de devoción. En Ansó y en Linás de Marcuello creen que la perpetuación de estos Fuegos navideños se debía a que en un tiempo impreciso en algunas casas ofrecieron hospitalidad a la Sagrada Familia y ayudaban a la Virgen María a secar los pañales del niño Dios.
Hoy las creencias mágicas y las cristianas adolecen de languidecimiento y olvido.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Mis recuerdos en las noches de invierno

La abuela, que nunca podía quedarse parada, cogió el “fuso” para seguir hilando. Era majo verla voltear el huso, incansable, traspasándole el copo blanquísimo de la rueca con los gestos exactos de sus dedos. Los hombres no hacían nada especial. Si acaso Tomás, el pastor, con su navajica acababa de pulir una cuchara de madera de boj que había empezado en el monte. Lucera, su perreta, estaba acurrucada entre sus piernas. .
Las mujeres, en cambio, siempre encontraban tarea: esrayar o deshojar panizo, esmolar judías, hacer calceta, escoscar almendras... Como las llamas daban luz abundante el tiedero estaba apagado.
El abuelo liaba un cigarrico de picadura y los críos nos alegrábamos porque era señal de que iba a contar cosas. Eso era para nosotros lo mejor de la velada: escuchar al abuelo.
Cuando se encendía el tiedero su luz era estupenda, mucho mejor que la del candil: era como una bandeja cuadrada que colgaba de una viga y en ella se colocaban las teas resinosas de pino. Las mejores eran las de coral o médula de la madera. También alumbraban muy bien las luminetas que eran ramicas de arto o cambronera, restos de algún incendio y que habían tenido una semi-combustión. Al encargado de .atender el tiedero, generalmente un niño, se le llamaba el escolano.
A nosotros nos gustaba coger un palico prendido por una punta y hacer culebretas en el aire con la brasa rubricando el espacio. La abuela nos reprendía:
-"Ya tos he dito que no fagáis ixo, que tos picharéis en o leito (la cama)".
Pero lo que más nos entusiasmaba era escuchar las aventuras del abuelo:
-"Lolo, cuéntanos lo del rayo y la vaca".
Y él contaba por enésima vez la tronada que le cogió en el puerto aquel verano en que murió la vaca roya. Y luego la aventura con la manada de lobos que atacó el rebaño en la paridera del Altizo y los "mostines" luchaban contra ellos protegidos con su collar de clavos, pues ya se sabe que el lobo se lanza contra la garganta de los perros... Y terminaba siempre con la guerra de Cuba, que estuvo luchando en El Caney y en "El paso de la muerte" con el general Vara del Rey y aquello le dejó marcado.

Para los pequeños pronto llegó la hora de la cena. Bajaron las mesas prezosas, que estaban sujetas con una aldaba al respaldo de la cadiera. Y, enseguida, en cuanto nos tomamos el tazón de leche de cabra con mojones de pan, nos mandaron a la cama.
Cadiera aragonesa

A mí no me disgustaba acostarme temprano; porque sabía que antes de cenar los mayores rezaban el rosario, que me parecía un latazo. Nos despedimos con besos y tiramos para la alcoba.
Los mayores todavía se quedarían un buen rato. Después del rosario cenarían sin salirse del hogar las sopas de ajo sosteniendo a pulso el plato con una mano, mientras que la otra, con la cuchara de boj, haría los viajes necesarios hasta la boca. El porrón pasaría de mano en mano. Luego, la tajada de pan con el tocino frito que sujetaban con el pulgar izquierdo y la navajeta lo iría troceando sobre la marcha. Marcha que sólo interrumpiría la ronda del porrón cuando el abuelo decidía. Y luego las conversaciones.

Ahora que lo pienso me hace gracia oír hablar a veces del poder de convocación que tiene el televisor en nuestros días. No. Nunca llegará a tener la fuerza del hogar. Y es que la televisión une físicamente, al mismo tiempo que aísla a las personas incapacitándolas para llevar una conversación. Una buena chera (hoguera) reunía personas y corazones de todas las generaciones y de todos los estratos sociales.
Allí se contaban historias, se asaban castañas, se decidían compras, se comentaban novedades, se acariciaban proyectos, se cortejaba cruzando miradas y sonrisas, se hacían cuentas, se escribían las "planas" de los deberes escolares a la luz del candil, se leía la carta del hijo que sentó plaza o de la hija que servía en Zaragoza.
Las "chiquetas" aprendían ganchillo o encaje de bolillos, la tiona preparaba la brasada para el calentador de la cama, el tión viejo se amodorraba y para espabilarse liaba otro cigarrico que encendía con una brasa cogida con las “estenazas”. Y el abuelo continuaba recordando y contando, recordando y contando...

Al recordar las veladas soñamos con volver a aquello. Por eso creo que todo aragonés desterrado en el asfalto sueña con un pueblo o con un chalet funcional y lleno de comodidades, pero que tenga su chimenea, sus cadieras con pieles de cordero y su branquilera y cadieras acogedoras. Sabe que allí será más persona y su familia más familia.

Salir de la cocina era entrar en el invierno. ¡Qué fría estaba toda la casa! Mamá subió con nosotros para quitar la tumbilla de la cama y pasar el calentador.
Las camas eran de hierro con unos adornos dorados, y altísimas; algunas con dos colchones y mamá tenía que aupar a mi hermanico, que no sabía trepar hasta ellas.
Los colchones actuales no pueden compararse ni de lejos con los antiguos de artesanía, sobre todo cuando eran nuevos o estaban recién parados. Parar un colchón era deshacerlo, mullir su lana y rehacerlo de nuevo. El oficio de colchonero ya está prácticamente desaparecido. Las tareas que realizaba eran las siguientes: en primer lugar, la lana, si se compraba en sucio. Tres arrobas se necesitaban para un colchón de matrimonio; si estaba limpia la lana, de 18 a 20 kilos.

El lavado se hacía en el río metiendo una canasta dentro y en ella el manto (la lana de una oveja) y se pisaba como si fueran uvas. Luego se sacaba, se escurría y se ponía otro manto. Si quedaba paja o cachorros enganchados, se quitaban a mano. La tarea se hacía a mitades de mayo o en junio, después del esquileo y la lana, tendida al sol, se secaba en unas horas.
En la casa, generalmente en el patio, se vareaba la lana. Las varas eran de sabina y se habían curvado ligeramente de antemano. El gesto preciso era golpear con ambas manos; al levantar de nuevo la vara se sostenía con la mano derecha mientras se hacía resbalar la izquierda por toda la vara para desprender la lana que se hubiera adherido. Se daban cuatro vueltas al montón y esta operación venía a durar entre media hora y tres cuartos.
Luego se distribuía en la tela y se cosía con una aguja algo mayor que la lanera de coser sacos. Para coser "a la inglesa" se hacía con otra más pequeña. Este método era cuando en los bordes se hacía una especie de choriceta en todas las aristas, embutiendo dentro un poco de lana. Con una aguja gorda y algo curvada se pasaban las cintas por todos los ojales preparados al efecto. En poco más de una hora estaba listo el colchón.
El colchón había que "pararlo" cada dos años o más a menudo si no se utilizaba, ya que de lo contrario se apolillaba la lana.
El colchonero iba por los pueblos y cobraba en los años cuarenta unos diez duros por colchón, además de las comidas. Muchos colchoneros tuvieron que abandonar el oficio porque el polvo del bareo era perjudicial para su salud.

Te desnudabas, te ponías el camisón y te quedabas tiritando. Bien se nos valía de la zumbilla: era un artilugio como un banquillo sin asiento, sólo la armadura. En el marco de arriba tenía dos listones cruzados en equis y del centro colgaba un calderillo, como si fuera un incensario, lleno de brasas, Se colocaba entre las sábanas manteniendo la de arriba en hueco, una media hora antes de acostarse. Y luego estaba el calentador, especie de brasero o sartén con tapadera también con fuego dentro. Disponía de largo mango de madera. Con él se restregaba el calentador por la sábana de abajo. ¡Vaya si se agradecía al meterte en la cama!
Te quedabas hecho un ovillo. A mí me encantaba el peso de las mantas -tres o cuatro encima. Se estaba bien allí. Pero si a mitad de la noche, durante el sueño estirabas la pierna y tocaba la sábana de lino que ya estaba helado te volvías a encoger rápidamente.
Debajo de la cama estaba el orinal que te ahorraba salir de la alcoba y aun del lecho en caso de emergencias. Encima de la mesilla una palmatoria con una vela de sebo de fabricación casera y una caja de cerillas. En la pared un cuadro de la Inmaculada rodeada de angelicos desnudicos y mofletudos. La alcoba se cerraba corriendo un cortinón con anillas.
Mamá rezaba con nosotros el "Jesusito de mi vida" y el "Tres angelitos tiene mi cama" y un avemaría. Nos santiguaba, nos daba un beso y apagaba la vela. Yo me quedaba allí pensando en el día siguiente que también era de vacación. El mundo estaba bien hecho.


miércoles, 14 de diciembre de 2011

Veladas de invierno

Poco a poco iban volviendo los hombres del campo. Los días eran ya muy cortos y el atardecer transcurría tranquilamente en la "bilata" o velada a la mor del fuego. Yo no quería encadarme tan pronto y le pedí al abuelo que me dejara acompañar a Agustín a abrevar los abríos.
El mozo mayor ya había desaparejado los animales y Agustín, el chulo, que era de mi edad, los llevaría al abrevadero.

“Entre los criados existía un rígida jerarquía. En las casas fuertes, mandaba, naturalmente, el mozo mayor que tenía a sus órdenes a todos los demás: mozo mediano, mozo tercero, cuarto, quinto... hasta el mozo pequeño. Tanto mozos como pares de mulas y además un "mozo sobrau", que era un poco como reserva y para tareas alternativas. Aparte estaba el "mozo jada" para las viñas y huertas y el "chulo", que era un chavalillo que hacía de criado de los demás y que llevaba la comida al campo, llenaba los botijos, acercaba la bota al que lo pedía, cumplía los encargos, etc. Las contratas de los criados se hacían o se renovaban siempre por san Miguel, el 29 de septiembre. Cuando algún criado por la razón que fuera se marchaba de la casa antes de tiempo se decía de él "que había hecho sanmigalada".
Nos encantaba montar en los animales. (Mi Sabelona)
A mí siempre me dejaba montar el caballo viejo, que era muy tranquilo. Ibas a pelo, sin silla ni nada, pues únicamente les dejaban puesta la cabezada con un ramal. Yo quería hacerlo trotar, pero que si quieres. Parecía de piñón fijo y además debía de estar agotado de la jornada. Agustín siempre cabalgaba en el macho guita, que tenía un genio endiablado pero él lo dominaba como quería.
Al volver del abrevadero para encerrar ya hubo que encender el candil de aceite en la cuadra y cada animal se dirigió a su sitio de costumbre. Nosotros teníamos un par de machos, una mula, el caballo viejo y una burra.
La cuadra caía debajo de la cocina y tenía los maderos del techo llenos de telarañas.
No se podían quitar porque entonces las moscas se hubieran cebado con los animales. Y bastante tenían ya con las moscas de mula pegadas siempre a ellos.
Después de ayudar a echar el pienso me subía a la cocina y ya estaban todos en las cadieras del hogar. Allí cabía toda la familia y hasta los mozos pues era un lugar muy amplio.
La familia reunía en casa a tres generaciones: abuelos, hijos y nietos. Los hijos solterones que quedaban en casa eran los "tiones" y "tionas"; las nueras y yernas se llamaban "los jóvenes". El último nacido era el "caganiedos". En la montaña existían en algunas casas los "donados", que no pertenecían a la familia pero que se donaban a ella de por vida a cambio de ser tratados como uno más de ella.

En el centro del hogar se situaba el fogaril y la tizonera que es donde ardía el fuego.
Otros tizones se estaban calentando en el hueco que había al fondo, detrás del fogaril y que llamábamos la cobilleta, que se salía de la casa con un saliente de obra. La campana de la chaminera era inmensa y estaba atravesada por una viga -el cremallero- del que colgaba la cadena con numerosas argollas que en Castilla llaman los llares y en Aragón los cremallos: de ellos se colgaban los calderos.
De los cremallos siempre colgaban...

En la parte anterior del fogaril se veían los “morillos”, “caminals” “ofarrolls” (que de las tres formas los he oído nombrar), hierros verticales, uno a cada lado para apoyar los troncos y, delante de ellos, la losa branquilera. Debajo de las cadieras siempre había leña menuda, aliagas o fajuelos de vid que hacían de encendallo para avivar el fuego por las mañanas ya que nunca se dejaba apagar por la noche. Lo que quedaba del calibo o rescoldo se cubría de ceniza para que se mantuviera durante horas. Y recuerdo que mi abuela, cuando lo recogía con el badil antes de acostarse, siempre trazaba una cruz sobre la ceniza. Al día siguiente, con la ayuda de unas cuantas aliagas y el fuelle conseguía reactivar el fuego sin gastar ni una cerilla, que siempre hay que economizar. Solía decir: "El que quiera ahorrar, por un misto tiene que empezar".


En las horas de la velada el fuego ardía con una alegre “chera” (hoguera). No te podías poner muy cerca de él porque se te hacían “crabas” en las pantorrillas. Esto ahora ya no se estila, como tampoco los sabañones. Las crabas eran hinchazones de las venas que se ponían negras como si fueran varices y resultaban dolorosas.
De los cremallos colgaba la marmita con agua hirviendo y la abuela estaba terminando de cortar las sopas de pan que le iban cayendo en el delantal. Un par de pucheros arrimados al fuego y sostenidos por los “sesos” (hierros curvos para asentar los pucheros en el fuego) contenían vete a saber qué. En las “estreudes” o “trébedes” no se veía ninguna sartén de momento.
Mamá cogió las sopas ya cortadas y las echó en la marmita para escaldarlas, con unos dientes de ajo y un chorrico de aceite, teniendo buen cuidado de que los cremallos no se columpiasen porque trae mala suerte.

El hogar fue lo más representativo de la casa, tanto que durante la Edad Media la manera de contar los vecinos de un pueblo era por "fuegos". Y dentro del hogar, los cremallos o llares eran lo más importante. Así, en los ritos de agregación de animales domésticos encontramos algunas costumbres curiosas. En Perarrúa, cuando llegaba un gato nuevo a casa, se le pasaba por el cremallo. En la Ribagorza se le untaban las patas con aceite y se les restregaban por los llares. En Laspaúles, a los gatos y polluelos, para que no se marchasen de casa les hacían dar nueve vueltas a su alrededor diciendo "de casa te irás - a casa volverás". En Puyarruego, para que no huyese el gato regalado, le daban al animal tres vueltas alrededor del cremallo…



jueves, 8 de diciembre de 2011

Continuamos en el parto (El mal de ojo)

Me hubiera gustado ver enseguida al niño recién nacido y observar todas las cosas que le hacían. Como la vecina que nos había acogido era muy complaciente nos explicaba todo, que era casi como si lo estuvieras viendo.
Y yo venga a preguntar cosas.
- ¿Y el cordón cómo lo cortan?
- Pues le atan un hilo y se corta.
- ¿Y no le hace mal al niñer?
- No, que para eso lo cortan largo. Mira, En Bolea dicen, y tienen buena razón, que "pobre o rico, cuatro dedos de melico".
- ¿Y qué es eso que contaba Tomasé de una tela que envuelve al niñer?
- Eso no pasa con todos. Nacen como si tuvieran un velo, como una gasa y hay que romperlo. Y los que nacen con esta telilla luego tienen gracia.
- ¿Y qué es eso de tener gracia?
- Pues mira, que tendrán un algo. O serán curanderos o brujos o adivinos…
- ¿Y todas las brujas y curanderos nacen así?
- No. También tienen gracia los que nacen el día de la Anunciación, o el Viernes Santo y sobre todo el día de Navidad.
Había oído decir que la Delfina, la curandera de Santa Cilia, que fue la más famosa de toda la Montaña, había nacido al dar las campanadas de las doce en la Noche Buena.
-También tienen don los que lloran antes de nacer como pasó con dos curanderas que todavía viven, una en Fraga y otra en Robres. Y todo el mundo sabe que si nacen cinco chicas seguidas o cinco chicos seguidos en la misma familia, el que hace el número cinco también tiene don.
- A mí me gustaría ver una tela de ésas. ¿Qué hacen con ella?
Las parias y el cordón se entierran o se guardan como amuletos.
El destino de las parias y el cordón umbilical es diferente según los pueblos. En algunos sitios, en efecto, los entierran para que no los coman los perros (Adahuesca, Vilanova, Estada, Belillas, Alberuela de Laliena, Ansó, Echo, Bolea, Aniés, Aineto y Sarsamarcuello, que yo sepa). En Bolea, además de enterrados se regaban para que la madre tuviera leche abundante. Parecido a lo de Sena, como me decía una señora: "el cordón se entierra hondo y húmedo: si se lo comía un perro se secaba la leche de la madre". En Bailo se enterraban debajo de una higuera. En Sarvisé y Labuerda, en el cementerio. En Lupiñén, además de enterrado, se ponían unas piedras alrededor. En Tierrantona hacían un agujero, en la bodega, los colocaban allí y los tapaban con una losa. En Estada se quemaban. Sólo he oído decir que los tiraban sin más en Albelda, Ontiñena y Cerler.
- ¿Y para qué se hacía esto?
- Es algo que trae buena suerte. Los dejaban secar en la falsa y cuando una chica se iba a casar le daban un cacher de su propio cordón para que no la pudieran incortar.
Esto lo hacían en Berbegal. Del "incortamiento" o embrujamiento consistente en el impedimento mágico para que los casados no puedan consumar su matrimonio hablaremos cuando entremos en el matrimonio.
Y en muchos sitios lo guardan para ponérselo entre la ropa cuando van a hacer el servicio militar, para que no les pase nada y tengan buena suerte.
- ¿Y qué más cosas le hacen al niñer?
- Hay que ayudarle a respirar. El no sabe y por eso le dan unas zurritas para que llore: al llorar hincha el pecho y rompe a respirar.
Pero ya es en tiempos modernos.
La gallina ayudaba a respirar...
Para que el recién nacido respirase enseguida y no se asfixiara cogían una gallina y le apretaban el pico abierto a la nalga del ninón. Luego lo repetían rápidamente con cinco gallinas diferentes que tenían por si hacía falta usarlas. Al respirar las gallinas el aliento iba subiendo por el cuerpo del bebé y al llegar a la garganta el ninón reaccionaba y respiraba. Luego la comadre le pasaba el dedo.
- ¿Le pasaba el dedo? ¿Por dónde?
Para que luego pudiese hablar. Le pasaba el dedo por debajo de la lengua y con la uña le rompía el frenillo, si no, nunca aprendía a hablar bien.

En aquellos momentos yo deseaba ser mujer para poder observar todas esas cosas que encontraba apasionantes. Y así lo dije.
- No seas tonto. Los hombres nunca quieren ser mujeres. Al revés aún y los hombres siempre quieren que su hijo, por lo menos el primero sea chico. Las chicas no trabajan en la hacienda y son un problema a la hora de casarlas. Mi abuelo decía un refrán: "mala noche y parir mozeta".
- Pero el niño siempre es más de la madre.
- Eso es verdad, aunque los abuelos contaban que antiguamente -ellos no lo conocieron- cuando una mujer daba a luz se levantaba enseguida y entonces era el marido el que se metía en la cama con el nene y a él lo cuidaban y le daban el caldo y todo. A esto lo llamaban la "covada".
Nadie admite haber tenido esta costumbre. Los bearneses se la atribuyen a los vascos. Los vascos se la cuelgan a los catalanes y aragoneses. Nosotros a los bearneses. Una señora residente durante muchos años en Colombia me aseguraba que allí existe todavía esa práctica.
Yo estaba embelesado oyendo todas estas cosas cuando nos llegó la noticia de que teníamos ya un nene y que los dos, la tía y él, estaban bien.
Salí como una exhalación hacia casa para ver a mi nuevo primico.
Cuando llegué a casa ya me dejaron subir arriba a la alcoba para ver a mi primo. Estaba en la cama con mi tía y dormía. O al menos tenía los ojos cerrados. Luego me aclararían que aún tardaría unos días en abrirlos.
Me pareció feísimo pero me abstuve de comentario. Nunca me han parecido guapos los niños recién nacidos. Allí sólo se veía un rebullico de pañales del que salía una cabezota grande, colorada y sin pelo. Pregunté cómo se llamaba. La tía me dijo que todavía no tenía nombre. La abuela añadió:
- Se llama "morico" porque aún está sin bautizar.
Estaba sin bautizar pero ya le habían colgado al cuello el escapulario del Carmen y los Evangelios. Además, con una aguja imperdible le habían sujetado a la ropa un "detente" del corazón de Jesús.
Como lo veía con tanto escaparate religioso pregunté también –que no era yo nadie preguntando en aquella época- si iba a ser cura de mayor.
- No, hombre, -me contestaron- es que así no le podrán dar mal de ojo.
Yo calculaba que con los ojos cerrados como los tenía era muy difícil que le dieran ningún mal en los ojos. Tal vez los tenía cerrados por eso. Inocencia infantil…
Contra el mal de ojo

¿Escapularios, evangelios, detentes?
El escapulario era como el que yo siempre llevaba: dos cuadradicos de tela marrón unidos entre sí con dos cordoncicos. En uno de los cuadros estaba estampada la Virgen con el niño sacando del Purgatorio a las almas. Los "detentes" los había visto muchas veces guardados, y eran de mi padre y mi abuelo, que se los pusieron en la guerra y dicen que los defendían de las balas. Tenia un corazón pintado en la tela, rodeado de una corona de espinas y una llama que salía por arriba en medio de tres letras -JHS-. Alrededor se leía: "Detente, el Corazón de Jesús está conmigo". Yo me imaginaba las balas desviando su trayectoria fuera  del pecho del soldado.
Pero no había visto unos "Evangelios" como aquellos. Eran una bolsica pequeña, del tamaño de una moneda y cosida toda alrededor con punto escapulario. En el centro había un agujerico diminuto que permitía adivinar un papelito pequeñín con algunas palabras impresas. Me dijeron que era un trozo del Evangelio de San Juan.
Seguía sin entender qué tendría que ver todo aquel blindaje contra el mal de ojo y por qué no se defendía contra el mal de cabeza o de estómago. No contra el dolor de muelas, claro, porque yo ya sabía que el nene no tenía un solo diente.
Mi abuela, que siempre resultaba ser mi enciclopedia de consulta me dijo que el mal de ojos no tenía nada que ver con las legañas ni los orzuelos, sino que era un mal que daban las brujas con la mirada:
-"Es el mal que hacen las brujas con sus ojos"
Ya de mayor, he recogido muchos ejemplos. Esto me lo contó una mujer de Biel de casa Colasillo:
“Había una bruja en casa de Guinda y embrujó a un hermano de su madre cuando era niñer. En su casa tenían colmenas. "Mi madre (me decía) tenía una amiga vecina. Un día fue a casa y mi abuela le dio una untadeta de miel: no le dio una sopera como esperaba ella. La otra se marchó toda aburrida y le dio mal al crío. Lo llevaron a muchos médicos y adivinos. Uno de los adivinos les dijo:
"Este niño tiene mal de ojo. ¿De quien sospechan?". Ellos se lo contaron y mi abuelo la quería matar. El adivino dijo" "No le hagan nada que será peor y si se muere no le podrá quitar el mal dau al niño. Hagan al revés y obséquienla". Así lo hicieron. Le daban miel y de todo. Un día le dijeron a la bruja: "Tenemos el nene malo, usted que entiende de críos ¿por qué no mira a ver qué le pasa?" Ella hizo echar al niño en la cama, le paso la mano por la cabeza y todo el cuerpo y el niño se curó. Al otro el día ya no tenía el mal."
Y lo que contaba aquél montañés de casa Mauri de Chía:
“Una mujer tuvo en brazos a un nene y el crío estuvo día y noche llorando y sin querer mamar. Como el padre la amenazó, ella le quitó importancia. Le dijo "Trae, trae al crío". Lo cogió, lo desnudo, lo volvió a vestir y el ninón luego tetó ya”.
En Lecina, el señor Nicolás me contó que la Joaquina de Cucharero llevaba fama de bruja y era además comadre. A un crío le dio el mal de ojo y lo tuvieron que llevar a Santa Orosia. Allí, en misa, no hacía más que llorar y el cura mandó que lo sacaran. El posadero le dijo a la madre que el crío lloraba porque estaba espirituado y que le daba pena de que lo hubieran sacado de la iglesia y que no se fuera sin recibir la bendición del cura. Ellos volvieron al final de la misa, a la bendición y se le pasó el mal.
Y el mismo señor Nicolás, que sabía muchas cosas de brujas también me contó que en las Vilas del Turbón había una familia que se dedicaban a hacer carbón en el monte. Ahora viven en Colungo. Cuando la mujer criaba al último niñer, una vieja le acarició los pechos diciéndole "¡qué pechos tienes!". Se quedó sin leche y el crío no podía medrar. Fueron al adivino. El les sacó la imagen de la vieja en una botella.
¿Y siempre les dan el mal a los nenes pequeñicos?
- No; Lo que pasa es que los niños pequeños no saben defenderse. No tienen fuerza. Pero el mal de ojo también ataca a los mayores: Como le pasó a Emilio que vivió hace años en Tierz. Tenía fama de serio y la gente lo apreciaba, pero sin embargo, de pronto, empezaron a decir que le habían echado un mal de ojo. Por las noches aparecía por debajo de las camas de las mujeres y escapaba por las ventanas saltando de tejado en tejado. Vive mucha gente que vio sus saltos.
En Tamarite dicen que un padre y un hijo se iban a casar con una madre y una hija. El joven no llegaba a la iglesia. Lo buscaron y no lo encontraron y al final apareció que se había tirado a un pozo. Lo atribuyeron a embrujamiento de la madre.
Pero también dan el mal de ojo a los animales y hasta a las cosas.
- ¿Y como dan ese mal?
- Por envidia. La mirada envidiosa de una persona que tiene poder es la que da el mal. Por eso, cuando una persona te dice que el niñer es precioso, hay que desconfiar. Porque puede haber envidia y entonces lo fascina. En Tamarite dicen que había una mujer muy guapa. Y empezaron a decir que había robado y la querían hacer perder. No sé qué embrujos le dijeron que la pobre empezó a consumirse.
Hemos contado que también se puede dar mal de ojo a los mayores. Pero a los animales y las cosas, lo dejaremos para otra ocasión.