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lunes, 29 de octubre de 2012

De novios “ Los ajustes”

No había pasado demasiado tiempo cuando se decidió hacer el "ajuste". Como en mi pueblo no teníamos ningún lugar especialmente indicado para esta reunión-ceremonia se haría en casa de Cacho, que era terreno neutral y tenían amistad con las dos familias. Esto era importante y cuando los novios eran de diferente pueblo se buscaba alguna ermita o paraje a mitad de camino.
 Contaba hace tiempo que dudo si todavía se mantiene erguida la Carrasca Borracha en plena sierra de Guara, no lejos de la peña Peatra, encima de Bastarás, sin otra misión en nuestros días que asombrar orgullosa a los escasos paseantes que por allí se acercan. Y junto a ella, nada. Ni una mala caseta, ni una borda, nada.
Sin embargo, la Carrasca Borracha fue antaño un sitio de encuentros, lugar de descanso y charlas distendidas. Unto de reunión de montañeses, de las gentes que bajaban de Pedruel, Las Almunias, Rodellar o Las Bellostas con sus machos cargados de patatas para la tierra baja y los que subían de Angüés, Labata, Ibieca o Casbas con sus recuas portadoras de aceite o vino.
Y por poner otro ejemplo, también en Robres tienen su Peña del Ajuste. Está allí en Miralbuenos, que está junto al camino de Grañén. Se encuentra en un tozal y la vista desde ella es preciosa, aunque solamente sea para justificar el nombre de Miralbuenos, y más cuando el trigo todavía no quiere amarillear y los campos están cuajados de amapolas. Ya sabéis que a los de Robres los llaman “ababolicos” y a mucha honra que lo llevan ellos.
Lo más singular de la piedra es su nombre y el oficio que desempeñaba.
Todo el mundo sabe que el ajuste era el hito más importante en la concertación de un matrimonio en unos tiempos en que hasta la voluntad y el cariño de los novios parece que no pintaba demasiado. Los representantes de las dos partes, generalmente los padres, se reunían para fijar las aportaciones que los pretendientes harían a la boda.
Allí desmenuzaban, paso a paso, desde el ajuar de la novia hasta las tierras del novio, pasando por los gastos de la boda y los doblones en metálico que aportaría cada casa. Y todo sazonado por los comentarios del aponderador, que ensalzaba las cualidades del mozo casadero y la calidad de los bienes que traía.
Y claro que a veces se pasaba un pelín. Todos habéis oído hablar del aponderador de Burriana, que de tanto aponderar deshizo la boda.
¿Que no? Os lo recuerdo, aunque ya lo han contado otros con más gracia que yo.
Pues se ve que el aponderador de Burriana debía de ser un lince. Probablemente le habían prometido una buena comisión si la boda se llevaba a cabo. Por eso, a cada palabra del padre del zagal añadía su comentario visto con lentes de aumento. El padre comentaba:
-El mozo pondrá un campico que tenemos en el secano.
El aponderador le interrumpía:
-¿Cómo campico?, si en una hectárea y media que tenéis cogís más ordio que otros en ocho hectáreas. jY qué ardio! Que se lo pregunten al molinero, que no conoce otro de mejor calidad.
El padre continuaba:
-y también pone la burrica...
De nuevo el comentario del aponderador:
-¿Qué dices burrica?, si esa caballería tiene más chicha que dos bueyes juntos para tirar del aladro.
-Y el huertecico de abajo…
-¿Cómo huertecico? ¡Si allí se coge de un todo: tomates, pimientos, judías, patatas, y unas cebollas que para nada envidian a las de Fuentes! ¡Y qué bisaltos y ensaladas y borrajas! No conozco huerta mejor regada ni tierra mejor dispuesta.
Todo lo aponderaba que era .un gusto. Como el padre del mozo casadero veía que exageraba lo suyo, a fuer de noble también quiso aclarar:
-El mozo es trebajadero y bien dispuesto, y muy amoroso. Aunque es preciso avisar que tiene un pequeño defecto y es que ye una miajica corto de vista…
Y el aponderador, que no admitía nada pequeño, apuntilló:
-¿Cómo una miajica corto de vista?, si el zagal no ve tres en un burro.
Y aquí se terminó el ajuste y la boda. ..
Los ajustes no eran necesarios cuando se pactaba un matrimonio cruzado, es decir, un hermano y una hermana de la misma familia que se casaban con otra hermana y hermano. Lo llamaban también matrimonio a cambio y se dio con mucha frecuencia porque parece que era muy práctico para evitarse dotes ni particiones.
Aún recuerdan en Robres los más viejos el ajuste del siglo, que se hizo nada menos que entre casa Ruata de Alcubierre, cuyo vástago. Agustín, se unía con una mocica de los Rufas de Torres. (¿Había casas más fuertes? Como no fuera los Bastarás de Lanaja...). La lifara de la boda debió de dejar pequeñas a las bodas de Camacho del Quijote. Tuvo lugar en la paridera, no muy lejana, porque no había salas capaces de reunir a todos los invitados. ¡Ah!, los manjares que se consumieron y las bebidas fueron exclusivamente de la tierra.
En los ajustes no se escribía ni firmaba nada. Bastaba la palabra, cereña como la roca que hacía de testigo. Porque ése era el papel de la Peña del Ajuste: garantizar con su presencia casi sagrada el cumplimiento de todo lo que junto a ella se trataba.
... y ahora ya, a preparar la boda. Sobre todo, la novia, que ya podía venir a vistas con el novio, momento en que lo veía por primera vez y ya podría festejar sometida a la geografía del fogón y a la presencia de toda la familia. Más tarde, con las amonestaciones echadas se cortejaría a solas, con el novio a la puerta de casa o a través de la ventana.
Como he dicho, pocas veces se escribía nada en los contratos.
Cuando eran muy solemnes, se escribían las Capitulaciones, que nos resultan un verdadero tesoro de derecho aragonés. Y alguna vez, también la lista del ajuar o “plega” o “ajobar” de la moza, que de todas estas formas se llamaba.
Tengo a la vista precisamente una de estas listas de hace unos ochenta años. Os lo quiero leer porque no tiene desperdicio y nos resulta hasta divertido o tal vez enternecedor:
“Camisas, 22; enaguas, 12; servilletas, 12; manteles, 2; toballas, 6; toballones, 6; bestidos indiana, 14; ídem de lana, 9; refajos, 9; gabanes, 13; chambras, 10; delantales, 6; mantillas, 5; pañuelos para el cuello, 7; pañuelos de bolsillo, 12; más pañuelos para la cabeza, 16; sábanas, 7; botas y zapatos, pares, 6; manta de palencia, 1; cama de hierro, 1; colchón, 1; colchoneta, 1; colcha de percal, 1; jergón, 1; almadas, pares, 3; cofres, 2; medias, pares, 26; corsetes, 3.”
¡Cómo se reirán las mocicas de ahora!
Pero, en fin, así somos y así fuimos...


lunes, 22 de octubre de 2012

De novios

Urbez ya entraba en casa.  "Entrar en casa" era la aprobación oficial por parte de los padres de la novia para que un chico la cortejara. Generalmente no se hacía hasta muy adelantadas las relaciones.
La petición de mano en casi todo Aragón la hacían los padres acompañados del novio o, éste acompañado de aquéllos. Si el mozo no tenía padres lo hacían los cuñados o algún otro pariente próximo. En algunos sitios se daba con ese motivo el anillo de compromiso.
Para la negación de matrimonio por parte de los padres o tutores de la novia, el Derecho Aragonés preveía  una fórmula foral que se llamaba, y se sigue llamando, “Sacar la manifestada" que consiste en sacar a una joven mayor de edad, de su casa y ponerla fuera de la patria potestad bajo la tutela que designe el juez, para que pasado el tiempo legal, pueda contraer matrimonio con consentimiento judicial si los padres se lo niegan.
A mí me caía bien Urbez, porque nunca me había tratado como a un crío y me parecía bien para novio de mi hermana. Claro que para entonces ya se había hecho lo que entonces llamaban "petición de mano".
Un domingo vinieron a comer a casa Urbez y sus padres.
Mamá había sacado la mantelería de cruceta de las grandes ocasiones que guardaba en el arca con la ropa buena y cinco o seis membrillos para que le diesen buen aroma. La comida, naturalmente, sería en la sala. Normalmente comíamos en la cocina.
Ya desde la mañana mi hermana, toda nerviosa, estuvo preparando la mesa, con la vajilla buena, la serbilla para el pan, los salvamanteles que ella misma había bordado en la escuela y hasta fue a pedirle a tía Juana un par de fuentes preciosas que tenía. La abuela la ayudaba en todo y no sé cuál de las dos estaba más nerviosa y emocionada.
Después estudiaron el sitio de cada comensal. Por cierto que ésa fue la primera vez que vi a las mujeres sentadas a la mesa. Generalmente sólo los hombres lo hacían. Las mujeres servían y comían entre plato y plato en la cocina y hasta iban fregando la vajilla. Esta vez, y supongo que para acompañar a la madre del novio, mi madre y mi hermana ocuparon un lugar en el comedor.
Esos eran los que llamábamos "buenos modos". En concreto durante la comida las convenciones sociales y culturales exigían unas reglas que jamás se omitían. Al empezar un pan siempre se lo santiguaba haciéndole una cruz con la punta del cuchillo en la corteza. Esto era tan típico que incluso hemos oído en todo el pirineo: "Esta casa era muy fuerte, se hacían hasta ocho cruces a la semana" es decir que se comían ocho panes, de aquellos inmensos de dos o cuatro kilos.
En Aragón el pan siempre ha tenido un algo de sagrado. Si se daba una tajada de limosna a un mendigo, primero se besaba el pan y luego se entregaba. También se besaba la rebanada que se había caído al suelo al recogerla. El pan nunca se apoyaba en la mesa sobre la parte redonda o superior porque "sufría la Virgen".
El vino tenía otros rituales diferentes. Nunca se bebía hasta que lo hacía el que presidía la mesa. La medida en días ordinarios (no en un banquete) era clara: "un trago para la verdura y dos para la pizca". Esto, lógicamente no se tenía en cuenta en las comidas de "huéspedes", como tampoco se tasaba el trago. El ideal al beber en bota o porrón era de "siete buchadas y la boca llena".
Cuando se comía a rancho en el campo, el molino, etc. también había un moderador para la bebida. Cuando lo creía oportuno exclamaba: "¡trago!".
Todos dejaban la cuchara apoyada en la sartén común, bebían por turno y no volvían a coger el cubierto hasta que todos habían libado.
Una superstición muy extendida es que no se debe dejar el porrón sobre la mesa de forma que el pitorro o pico apunte a algún comensal porque es malo para él.
Es señal de buena suerte y alegría si se derrama involuntariamente la sal o el vino
A partir de esa ocasión, pues, Urbez podría entrar en casa para cortejar.


martes, 16 de octubre de 2012

De ronda

Desde que había entrado en "el gasto" sentía unas ganas enormes de ser mayor. Me miraba al espejo para ver si ya atisbaba el vello sobre mi labio superior. Pero nada. Me habían asegurado que untándome con corteza de tocino me saldría pronto bigote, pero ni por ésas.
De momento, pues, me tenía que conformar con ser de los pequeños entre los mayores y caía perfectamente en la cuenta de que nadie me hacía caso en el baile. Todo lo más alguna broma cariñosa que, sin embargo, tenía la facultad de irritarme.
Para el buen tiempo el baile tenía lugar en la plaza y "los entrantes" éramos los encargados de tener el suelo bien limpio. A eso se reducía nuestra presencia. A lo mejor veías a dos chicas de nuestra edad formando pareja en el baile pero pretendías bailar con una de ellas, te hacía un mohín de desprecio y seguía bailando con la otra chica.
No nos valía ni siquiera el derecho de "robar la moza" que tenían los mayores: estaba una pareja bailando, se acercaba un mozo, pedía permiso al bailador y sin esperar su respuesta se ponía a danzar con la moza. El otro se retiraba sin más. Cuando se bailaba la jota, que era al final de la velada, el "robador" se colaba en medio de una pareja y continuaba él bailando a la chica.
El “Robar la moza” era costumbre admitida en todo Aragón. Sin embargo he podido detectar un personaje curioso en la zona de la Sotonera: “El bastonero”
Su nombre se puede presumir de donde le venía. Era una especie de alguacil o guardián del baile. Su misión consistía en impedir el derecho de robar la moza mientras hubiera chicas en el baile a las que nadie hubiese sacado a bailar.
Solicitar un baile se decía “embrecar”. Así, cuando un mozo quería bailar con una moza le decía: ”Yo t´embreco”, y ella contestaba: -“A yo m´en doi por embrecata ta ista y altra begata”.
En este estado de ánimo que me embargaba por entonces se puede suponer la alegría que me produjo Tomás, un mozo de mi calle cuando me dijo que si quería aquella noche podía salir a rondar con su pandilla.
-Te advierto que puede haber palos.
Comprendí la intención de su invitación. Había oído comentar que a una zagala de la carrera Altera la buscaban uno del barrio Baxo y uno de su propia calle. Ella no se había pronunciado por ninguno de los dos, así es que seguro que aquella noche la rondarían los del Barrio Alto y los del Barrio Bajo.
 
Como coincidieran las dos rondallas a la vez debajo de su balcón, seguro que habría madera. Yo estaba, pues, para hacer número.
Pero me sentía importante, pues me consideraba importante pensando, que a lo mejor dejaba de ser de los que barrían la plaza para el baile y ser considerado por las mozas.
Hacía dos semanas que todo se mascaba en el ambiente, desde que sorprendieron a uno de ellos tirándole a la moza unas piedretas a los cristales, que era un modo corriente de declaración. Ya lo explicaba la conocidísima copla:
“Ya se van los quintos, madre,
ya se va mi corazón;
ya se va el que me tiraba
piedrecicas al balcón”.
Cuando nos reunimos aquella noche de sábado, después de cenar, para comenzar la ronda; noté que todos escondían con disimulo algún garrote. Todos menos yo.
La rondalla nuestra era sencilla: dos guitarras, un laúd y un requinto. Pero sin embargo teníamos a Cherardo que era el mejor cantador de la redolada, por su voz, su estilo y su capacidad de improvisar coplas.
-Aquí tengo la lista de las mozas que hay que rondar dijo Tomás-. Por si acaso tengo señaladas con una cruz las que han masado esta semana.
Naturalmente, si había amasado pan, seguro que habrían hecho tortas como solían todas las casas con mocicas solteras.
Siempre se rondaba a todas las zagalas. Era obligado. La mayoría de las veces las coplas eran conocidas, de circunstancias y no tenían otra intención que la mera galantería que se debía a la moza.
 
- María sé que te llamas
tu apellido no lo sé,
pon un letrero en la puerta
mañana lo leeré.
 
A tu puerta hemos llegado
veinticinco de cuadrilla,
si quieres que te rondemos
saca veinticinco sillas.
 
La cosa se animaba al llegar a alguna casa con circunstancias especiales. En casa Cortés, la moza había dado calabaza no hacía mucho a un zagal. Había sentado muy mal entre la juventud del pueblo ya que se trataba de un mozo muy popular.
Antiguamente, cuando se hacía la petición de mano, era costumbre invitar a los solicitantes con alguna pasta con vino o, según la hora, convidándoles cenar. Y en el menú, mejor o peor se manifestaba la voluntad de los padres de la novia. La negativa no solía hacerse abiertamente por delicadeza.
La señal más corriente era darles de primer plato verdura con patata, que era tenido como pobretón. Si además se añadían unos trozos de calabaza, su mensaje era claro: no se admitía el noviazgo ni la boda. De allí la expresión "dar calabazas”.
 
La chica no debía de esperar ronda. Por supuesto, no habían amasado tortas. Mejor, ya que nos imaginábamos que no estaba el horno para bollos y menos aún cuando la jota rasgó el silencio de la noche, tras la entrada de guitarras y laúdes:
Camisas te estás haciendo
con telas de las mejores.
Hazte todo lo que quieras,
todo... menos ilusiones.
Nos íbamos acercando a la calle Recta. Era el terreno de nadie y allí vivía la moza de la discordia. En la misma entrada de la calle, junto a la Cruz, Cherardo improvisó una canta. Iba dedicada a todas las chicas y con segunda intención dirigida a los barrioalteros. Por si podía quedar alguna duda, eligió el estilo de "la fiera", el más retador de todos:
Las mocicas de esta calle
ya saben bien lo que quieren:
buscan buenos cantadores
serenos y que no reblen.
Dos balcones se abrieron casi a la vez para dejar descolgar sendos capazos con tortas de anís y botellas de vino. Se ve que las chicas barruntaban el ambiente cargado y no querían bajar al patio para hacer personalmente el obsequio a los rondadores.
En éstas estábamos cuando por el otro extremo de la calle se oyó a la otra rondalla. También interpretaron su copla, esta vez con estilo "rondador" sin más. La letra no la pudimos distinguir. Casi era peor porque la imaginación podía urdirla a su gusto. Se podía suponer que los otros amenazaban. Por eso, cuando se hizo de nuevo el silencio, la voz de Cherardo se elevó clara, bravía, amenazadora:
Paso, que llega mi ronda
y es la dueña de la noche
cuando las guitarras callen
hablarán nuestros garrotes.
Y ahora sí, mucho más cerca, se pudo escuchar la contestación de la otra ronda, que desde luego no se amilanaba:
Los garrotes callarán
y callarán las guitarras
que esta noche van a hablar
los cuchillos y navajas.
El picadillo había subido de tono y ya eran inútiles las palabras.
Las jotas de picadillo han sido de lo más típico y sabroso en nuestro cante. El picadillo era veces diálogo entre mozo y moza y así se ha popularizado.
Pero inicialmente fueron rondalla contra rondalla. Es verdad que las más de las veces la sangre no llegaba al río y se contentaban con esos alardes bravucones y la inspiración que se plasmaba en las coplas alusivas. Sin embargo, no es menos cierto que a veces también terminaban los insultos como "el rosario de la aurora".
 
A mí me impresionó lo de los cuchillos y navajas porque con eso no había contado y con disimulo iba buscando el amparo de Tomás.
Pero la cosa terminó como menos esperábamos, aunque bien podía presumirse, ya que el ambiente cargado de los días pasados había trascendido a todo el pueblo. Las dos rondallas se iban acercando despacio, espiando los movimientos de sus contrarios, cuando de pronto, del patio de una casa, salió el alguacil con un farol en la mano. Detrás de él iba nada menos que el alcalde y a continuación una pareja de la Guardia Civil.
Yo creo que en el fondo, todos agradecimos su presencia.
La primera autoridad dijo con tono tajante y definitivo:
-Ahora a dormir todos. Por esta noche ha terminado la ronda.
Comprendimos que no había nada que hacer y cada rondalla se volvió por donde vino y comentando todos entre sí lo que hubieran hecho con sus adversarios de no haberlo impedido el alcalde y la Benemérita.