Andábamos por la
antigüedad y hoy vamos a dar un salto porque así nos lo pide el hilo que
dejamos suelto al hablar de las guerrillas, que como ya dijimos fueron un
invento aragonés de nuestros Indíbil y Mandonio. El salto es exactamente al siglo
XIX, cuando la afrancesada, que es la época dorada de los guerrilleros.
Parece que el ejército
regular no podía con los escuadrones de Napoleón. Entonces fue cuando el pueblo
se organizó por su cuenta. En cualquier pueblo aparecía un médico, un labrador
o un cura que agarraba la escopeta y se echaba al monte a matar franceses como
quien va a cazar conejos. Así surgieron Mina, Juan Martín el Empecinado, el
Cura Merino...
¿Y en Aragón, qué? Pues
no íbamos a ser menos los inventores de las guerrillas. Fueron tantos los
famosos que salieron a la caza de gabachos que no se puede nombrar a todos.
Una aclaración: he dicho gabachos en vez de franceses.
¿Es que les tengo manía? Servidor no tiene manía a nadie y, por supuesto, odio
el insulto. Por eso viene mi aclaración. Y aquí la filología otra vez. La
terminación “-cho” en
castellano tiene un claro significado despectivo; así decimos: un libracho, una
casucha, un pueblucho. Pero en aragonés, no.
La desinencia en “-cho” la recibimos ya de los
vascones y para ellos tiene un matiz diminutivo y cariñoso; así dicen
Javiercho, amacho “madrecita”,
etc. Para nosotros, un perdigacho significa una cría de perdiz, con toda la
ternura que nos inspira. Y así decimos también engardacho, aligucho...
La palabra gabacho es también diminutivo
cariñoso y vendría a significar los habitantes de los gaves; es decir, de los
Pirineos franceses, en donde los ríos reciben ese nombre: el gave de Pau, el
gave de Lourdes, etc. Eso es, ni más ni menos, lo que en aragonés quiere decir gabacho.
Cierro mi digresión y a
perdonar. Siempre me voy por los cerros de Úbeda. Ya sé que es un defecto mío,
que no me lo puedo quitar. Es la deformación de quien tiene muchas cosas que
decir y se pasa de una cosa a otra y las ideas se le enganchan como las cerezas
del cestico.
Tenemos multitud de
guerrilleros y la historia ha sido injusta con ellos al destacar a los
castellanos y olvidarse de los aragoneses.
Ahí tenéis a Villacampa,
de Laguarta, que jamás fue derrotado y que tuvo en jaque continuo al enemigo. Lo
recuerda la canción:
“Villacampa siempre
acampa
por los campos de Aragón;
de Monzón a Tamarite,
de Tamarite a Monzón
y si el tiempo lo permite
otra vez a Tamarite”.
Estuvo en el segundo
Sitio de Zaragoza con los voluntarios de Huesca y, además, defendió la iglesia
de Santa Engracia, que estaba en las afueras, que pertenecía a la diócesis de
Huesca y que los chepis no
podían defender.
¡Vaya, otra vez el
insulto! Que no, que ya sé que los zaragozanos no son cheposos. Pero es que así
se lo parecía a nuestras gentes cuando iban a la ciudad del Ebro. Entraban por
el puente de Piedra y todos sabéis que siempre está ventilado por culpa del
Moncayo (el cierzo y la contribución, la perdición de Aragón).
Cuando por el puente se
encontraban a un zaragozano, indefectiblemente lo veían encorvado, caminando
como podía contra la ventolera.
De allí lo de cheposos o chepis.
Bien. Santa Engracia se
defendió y su pertenencia a la diócesis de Huesca, que lo fue durante más de
ochocientos años (exactamente, 837). Aunque resulta que luego Zaragoza se
empezó a estirar hacia el sur y Santa Engracia resultó la mejor y más rica
parroquia de la ciudad.
Hace unos cincuenta años,
una disposición de la Santa Sede hizo volver la parroquia a la diócesis
zaragozana (480.000 habitantes) y se compensó con el arciprestazgo de Berbegal
(casi 700 habitantes), que entonces pertenecía a Lérida y que nos devolvieron
los catalanes después de desvalijar su tesoro artístico (el frontal de
Berbegal, al museo leridano; la portada de la iglesia de El Tormillo, a adornar
la iglesia de San Martín de Lérida; y así… ).
La devolución de Santa
Engracia fue curiosa, y así se la oí contar al canónigo mosén Benito Torrellas,
que la vivió muy de cerca. El arzobispo de Zaragoza, don Casimiro Morcillo,
quería su devolución y se dedicó a complicarle la vida al párroco de Santa
Engracia. Por ejemplo, el cementerio de Torrero pertenecía a la parroquia
oscense. Cuando había un entierro de cualquier otra parroquia, la comitiva
acompañaba al difunto como entonces se hacía, con clero y cruz parroquial, pero
sólo hasta el límite de su diócesis; allí esperaba el clero de Santa Engracia,
se hacia cargo del entierro y lo acompañaba al cementerio.
Con motivo de la visita
del nuncio, don Casimiro Morillo lo acompañó al Pilar, pero dando un buen rodeo
por toda la ciudad, y cada diez minutos le comentaba: “Eminencia, estamos en la
diócesis de Huesca”, “Todavía seguimos en la diócesis de Huesca”. Y así por
toda la ciudad, hasta que le informó: “Ahora entramos en la diócesis de Zaragoza”,
y en cinco minutos lo llevó hasta el Pilar. El nuncio saco la impresión de que
nueve décimas partes de Zaragoza eran diócesis de Huesca.
Pues bueno, decía que
fueron Villacampa y sus voluntarios de Huesca los que defendieron Santa
Engracia. Aunque el fundador de estos voluntarios no fue Villacampa, sino
Perena, Felipe Perena, abogado oscense que dejó la toga por la espada y desde
entonces se dedicó a las armas, llegando a ser teniente general. Cuando en los
Sitios de Zaragoza atacaban con más furia los franceses, los heroicos
defensores decían con mucha sorna: “Es que por el otro lado empuja Perena”.
También se militarizaron
para siempre Mariano Renovales y Juan Antonio Tabuenca. Y a la lista de jefes
guerrilleros habría que añadir gentes de toda nuestra geografía aragonesa, como
Sarasa, labrador y pelotari; Valero Ripoll, que era chocolatero; García Marín,
notario que con sus voluntariosos jaqueses invadió Francia, destruyó las
ferrerías de Urdoux y se volvió a España cuando le apretaron las nieves, no los
ejércitos; y el Cantarero; y Juan Pedrosa, fundador de los “Pardos de Aragón”;
y el barón de Eroles; y Joaquín de Pablo, alias Chapalarraga, con la ayuda de
otros dos jefes de los que no conocemos el nombre, pero sí el apodo: Pesoduro y
Marcaro. El primero debió de serlo y mucho, y además fue fusilado por traición.
El espíritu de
independencia del aragonés nunca se doblegó por las malas.
Recuerdo ahora la
historia de Antonio Pérez, el secretario de Felipe II que se refugió en Aragón
al perseguirle su monarca y Aragón le franqueó el paso a Francia, lo que le
costó la cabeza a Juan de Lanuza, Justicia Mayor del Reino.
Antonio Pérez preparó
desde Francia la invasión de nuestro reino con la ayuda de unos cuantos
aragoneses fueristas; el más destacado, Martín de Lanuza. Al frente de
doscientos arcabuceros ocupó el fuerte de Terradel, junto a Sallent, conquistó
el pueblo y hasta el mismo Biescas.
Era febrero de 1592. Las
tropas francesas estaban formadas por protestantes que tenían la orden de no
hacer mal ninguno, “ni robar las iglesias, ni tomar custodias, cálices ni
patenas”, pero ellos no hicieron caso. Sus tropelías fueron terribles y esto
exacerbó a los montañeses, más amigos de Dios que de los fueros, y la respuesta
fue contundente.
El 19 de febrero los
franceses evacuaban Biescas previendo que les pudiesen cortar el paso en Santa
Elena, pero aquí, en el barranco que baja al Gállego, tuvo lugar la masacre.
Hasta Biescas bajaba el río rojo de sangre.
Todavía el riachuelo se
llama Barranco de Luterials, es decir, de los luteranos. Los pocos que pudieron
escapar de ahí fueron perseguidos y capturados en su propio pueblo por los
sallentinos.
Que así las gastaban
nuestros montañeses.
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