Nuestros aragoneses en los chistes hechos, la gracia
consiste, en buena parte, en que no se pretende hacer gracia. Es que salen así,
con una espontaneidad total y con toda una lógica contundente, como la de aquel
agüerano que salía de la taberna un tantico bebido y marchaba a casa como
podía, el pobre. Entre traspiés y traspiés le oyeron murmurar: “-Chen no en
beigo, aire non fa, pus ¿Quién m´empuxa?”.
Y hablando de Agüero y de agüerano, bueno será
recordar aquí uno de sus pregones que le hicieron famoso. Unos amigos míos lo
escucharon y se fueron detrás del pregonero hasta que se lo aprendieron de
memoria. De esta manera llegó a mis oídos:
“D´orden d´o Chirau chiqué fago saber: que to´l que
tienga cans y canas, que las encarcabille, que n´habido una zarzallota en a
puerta d´o Chirau chiqué, que si ye en a puerta d´o Chirau gran, se suspende a
fiesta”.
Y aquí va la traducción para los menos versados: De
orden del segundo alcalde hago saber: que todo el que tenga perros y perras,
que les ponga un bozal, por que ha habido una riña de perros en la puerta del
segundo alcalde, que si llega a ser en la puerta del Alcalde Mayor se suspende
la fiesta.
No estoy seguro de la autenticidad de esta otra
anécdota, pero dicen que uno de la montaña bajó a Barbastro, al dentista. Ante
la pregunta del doctor “¿Qué muela le duele?” contestó nuestro montañés:
-Según s´entra, la tercera a mano cucha.
Y hablando de visitas a médicos, me viene a la
memoria, la mazada de Peper de Las Almunias. Le dolía bastante un ojo desde
hacía tiempo y por fin se decidió a que lo visitara un médico. Se pegó toda la
tarde esperando su turno sentado en una silla, y por fin le tocó a él. Estaba
tranquilo, pues la verdad es que el aplomo y el sentido del humor no lo perdió
nunca.
-Buenas tardes. Que venía a que me mirase este ojo.
El oculista lo examinó detenidamente y con aire de
preocupación comento:
-¡Oy! Este ojo lo tiene usted perdido.
-Pues si lo tengo perdido, por aquí tiene que estar,
que no m´hi movido de aquí en toda la tarde.
Todo un chiste era también el gaitero de Santa
Eulalia la mayor, que murió hace ya muchos años. Y decimos de Santa Eulalia la
mayor, por que si fuera la pequeña no sería gaitero sino trompetero, conforme
al dicho “En Santolarieta tocan la trompeta”. De todas formas, al Gaitero de
Santolaria no es fácil que se le oyera tocar la gaita, pues el apodo le venía
de cuando tenía quince años y se fabricaba sus propios instrumentos. Luego, lo
suyo era la bandurria, el clarinete, el violín y… la dalla. Y todos los tocaba
de oído (menos la dalla, claro).
Charlista divertidísimo, contaba las historietas de
todos los pueblos con alguna de su cosecha. Así te enterabas que en Loscertales
el alguacil había cazado un pinchán y pidió permiso al alcalde para hacer una
lifara para todo el pueblo. Metieron el pajarico en un caldero. Como la
cantidad de carne era tan exigua que el bicho flotaba en solitario por arriba,
el alcalde mandó que mojaran todos pan en el agua y él se comió el pinchán.
Aunque lo bueno debía ser oírlo tocar y con una
potencia capaz de enderezar un bombardino. Sólo que lo que tocaba era el
clarinete que ya estaba enderezado. Los comentarios unánimes, aún hoy eran:
“Subía por Nocito tocando o clarinete y dende Isarre ya se sentía”.
Esto me recuerda otra historia de la montaña, esta
vez del Moncayo. Sabemos que en Añón hacían concursos de charangas musicales de
todos los lugares de alrededor. El pueblo está en lo alto. El jurado se ponía
en el cobalto de la carretera y las charangas subían tocando cuesta arriba. La
banda que se oía desde más lejos era la ganadora.
Hablando de
chistes hechos, recuerdo a dos hermanos de Rodellar. Se les había muerto una
mula y tenían que labrar. ¿Cómo iban a llevar el aladro con una mula sola? La
solución fue luminosa: uno de los hermanos se uncía con el macho que les
quedaba y el otro llevaba la esteva. Tenía que ser divertido verlos así por la
güebras. Y mejor aún oírlos en plena faena:
-“¡Pasallá, carbonero…! ¡Y tú Valentín, ya sabes!
Recuerdo aquel montañés que soltó la mazada sin
pensar en las consecuencias de ella, solo por que cuando se nos ocurre una
cosa, la soltamos sin pensar en si pueda molestar. Viene esto a cuento, por que
este hombre observaba una hermosa nevada y al ver al mosen con la sotana en
medio de ella, le debía parecer como una mosca en un vaso de leche. Sin medir
las palabras, le espetó:
-“¡Mosen, gúen diya pa cazar curas!”.
Una salida que bien la hubiera firmado “Puchaman de
Lobarre”. Este fue famoso por toda la redolada y tendríamos muchas horas para
contar historias de él. Solo os cuento hoy una anécdota de él, que realmente me
conmovió cuando me la contaron.
Aquella mañana había bajado a Huesca y a la hora de
almorzar decidió que lo tenía que hacer a conciencia, aunque en su pochón no
tintinearan más que dos reales. Por ese precio nada mejor que la desaparecida
posada “Escusacenas”. En la calle Peligros, estaba la famosa posada.
No había demasiado trajín a aquellas horas tempranas
y la dueña lo pasó a la cocina como persona de confianza. El pidió, como hacía
otras veces, un par de huevos fritos y se dispuso a almorzar como Dios manda.
También en la cocina, y todavía a medio vestir,
estaba el pequeñín de la familia (el caganiedos, como decimos en aragonés), un
niñé de unos dos años que no perdía detalle de todo lo que allí pasaba, aunque
sin hacer ningún comentario, que todavía no hablaba.
Frió los huevos la dueña. Bajó la mesa de la cadiera
sujeta con una aldaba, colocó un hule a cuadros azules, restregó un trapo
encima y sirvió el plato con los cubiertos y el pan. Mocó al crio con la punta
del delantal, cogió el porrón y marchó con él a la bodega.
La rapidez de reflejos de Puchamán hizo el resto. Se
comió los dos huevos en menos tiempo que tardo yo en contarlo y con lo último
que le quedaba en el plato untó los morricos del pequeñajo y fingió que
marchaba momentáneamente a la cuadra, procurando volver a la cocina al mismo
tiempo que lo hacía la dueña con el porrón.
Al entrar los dos, la escena hablaba por si sola. El
plato estaba vacío y la boquica del nene embadurnada de amarillo. La
indignación de la madre fue instantanea y además justificadísima. Dio una
zotaina al crío, que no entendía nada de lo que estaba pasando y a continuación
preparó otro par de huevos al comensal que se los comió como si tal cosa.
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