Cuando recuerdas tu infancia,
sueles acompañarla de los lugares transitados en esos primeros años. Cuando uno
regresa al lugar donde empezó su vida, reconoce las piedras, los árboles, la
plaza, las calles, el barranco, la fuente, el río, el pozo, el abrevadero…
todos esos lugares eran donde corrimos y jugamos en aquellos años infantiles.
No pueden decir lo mismo otros que cuando llegan a sus raíces, encuentran solo
agua. Un pantano se llevó todos sus recuerdos.
Nadie tiene derecho de borrar la
historia de una sola persona por hacer una presa. Pero esto es otro tema. Estoy
hablando de juegos.
Los paisajes de tu lugar, son
disparadores de la imaginación, y a la vez reafirmadores de una identidad, la
de la infancia, que suele acompañar a uno durante toda su vida.
Cuando hoy a un pequeño le
pretendes enseñar cualquier juego de los que nosotros empleábamos, te pregunta
donde esta el mando a distancia para realizarlo. Para jugar no hacen falta
tantas cosas. Solo imaginación. Y esta si que la practicábamos.
El reino vegetal, silencioso pero
vivo, ofrecía a nuestros ojos infantiles, grandes posibilidades de diversión.
La trepa de los árboles era una
actividad que realizábamos con frecuencia, haciendo competiciones para ver
quien era capaz de subir a los árboles
más altos o a aquellos que ofrecían más dificultad por tener el tronco liso o
por tener las primeras ramas muy altas.
Por supuesto, que si se trataba
de árboles frutales, nuestra capacidad de ascensión y la velocidad con que lo
hacíamos, aumentaba considerablemente. Por las noches, y en el tiempo que
maduraba la fruta, solíamos realizar frecuentes visitas a los huertos en los
que sabíamos que había material de alimento para darnos respetables atracones
de cerezas, ciruelas, claudias, melocotones… No menos cierto que algunas de
estas excursiones nocturnas, terminaban con algún mediano cólico o una buena
diarrea.
Las flores, hierbas y frutos
fueron siempre compañeros callados de juego. La llegada de la primavera era
siempre un acontecimiento notable por la transformación que sufría el entorno
natural que nos rodeaba.
Con las margaritas jugábamos a
deshojarlas en un interminable “sí” o “no”, para ver si nos quería la niña de
nuestros sueños. Recuerdo a Izarbe lo pesada que se ponía conmigo con deshojar
margaritas. A mí era una niña que me resultaba empalagosa. Y además, si siempre
le salía “no”…
Con los capullos de “ababols”
(amapolas), que cuando abundaban en un campo no auguraban una buena cosecha,
jugábamos a “flaire u monja”. Cuando la flor se hallaba todavía encerrada en
las hojas verdes del cáliz, era de color blanco o levemente rosado o bien royo,
según el estado de crecimiento en que se encontrase. Cogíamos uno de los
capullos y preguntábamos a un compañero:
-¿Flaire u monja? El interrogado
debía responder una cosa o la otra. A continuación, se procedía a abrir el
capullo. Si salía blanco o rosa, la respuesta era monja. Si salía royo, flaire.
A los frutos del rosal silvestre,
les llamábamos “tapaculos”. Teníamos prohibido comerlos, pues su nombre ya
sugería, que si los ingeríamos, ya no podríamos defecar más y eso eran palabras
mayores. Creo que respetábamos a raja tabla la prohibición. Los utilizábamos
como cebo en algunas trampas para pájaros y para extraer la pelusilla interior
y ponerla en la espalda de algún amiguico para que le picara un rato. ¡Siempre
con buenas ideas!
"Tapaculos" |
Uno recuerda una planta, cuya
flor, tiene un cáliz muy desarrollado del que salen los pétalos blancos. Arrancábamos
dicha flor y tomada por la base, la golpeábamos contra el reverso de nuestra
mano, produciendo un pequeño estallido. Era por ese ruido por el que las
llamábamos “tirapedos”.
En primavera también, nos
comíamos los pétalos de las acacias. Era lo que llamábamos “el pan de los
pobres”.
Las chordigas (ortigas) producían
un fuerte escozor en aquella parte del cuerpo con la que entraban en contacto,
debido a sus pelillos irritantes. En ocasiones, rozaban nuestras desnudas
piernas involuntariamente y no parábamos de rascarnos. En otras, se las
pasábamos suavemente por los brazos y piernas a algún compañero descuidado y en
muchas ocasiones encorríamos a las zagalas con un manullo de chordigas.
Con la cebadilla silvestre (las
espiguetas), jugábamos a meterlas por debajo de la manga de nuestras camisas y
jerséis para luego ir frotando suavemente y comprobar cómo iban ascendiendo
brazo arriba. También las utilizábamos para lanzarlas contra otros, con el fin
de que se quedaran agarradas en el jersei, en el pelo… Alguno, buscando el más
difícil todavía, se las llegaba a poner en la boca y a punto de ahogarse, pues
la espigueta ascendía con rapidez hacia
la garganta.
Otra de nuestras aficiones era la
de tirarnos “cachorros” (en castellano se llaman lampazo o bardana) unos contra
otros. Primero nos aprovisionábamos bien en las cacharreras que crecían en
márgenes de huertos, eras… para, a continuación, establecer batallas de todos
contra todos, lanzando “cachorros” a la ropa o a la cabeza. De la ropa aún se
podían sacar con paciencia, pero del pelo era más complicado y más de uno tenía
que tirar de tijera para conseguirlo.
Como podéis ver, no necesitábamos
ingenios electrónicos para divertirnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario