El
día dos de febrero era un importante momento de celebración para algunos
pueblos de la antigüedad, asentados en territorios que comprendían, entre
otros, el después llamado Aragón.
Febrero es el momento en el que el sol
comienza de nuevo a recuperar su fuerza para calentar la tierra, los días se
van haciendo más largos, las semillas germinan en el interior de la tierra y
las ovejas están ya en condiciones para la lactancia de los futuros cordericos.
Es
el mes en el que despierta la fertilidad en la Naturaleza, preparándose para su
explosión en la primavera. Y para hacerlo sagrado había una diosa, la diosa
madre por excelencia, la Tierra, protegía a las mujeres jóvenes y a los
rebaños, importantísimos para las sociedades ganaderas y transhumantes, y se
simbolizaba con una antorcha encendida.
El
fuego sagrado era una llamada al sol, para que después del período invernal,
calentara con fuerza la tierra. Era también protectora de los bardos y
sanadora, y a ella se consagraban los pozos sagrados. La fiesta se celebraba
encendiendo hogueras en colinas y pueyos, se fabricaban cirios con grasa de
animales y los hombres de las aldeas hacían con paja unas muñecas que luego
ofrecían a las mujeres. Estas las introducían en las casas y acostaban las
figuras en canastos de paja al lado del fuego del hogar.
Para
los pueblos de nuestra tierra, la fiesta era en honor de los espíritus de todas
las mujeres antepasadas de cada familia. En esta fiesta, en las casas se
encendían todas las luces y se prendían multitud de velas. Las almas de las
mujeres regresaban entonces del mundo de los muertos para proteger a sus
familias vivas y asegurar la continuidad de la estirpe.
El
mes de febrero, lo definían como: “el curto y fiero, el que mató a su padre en
el podadero y a su madre en el lavadero”.
Aunque
en los lugares la situación del tiempo era mucho más extrema, manifestándose en
copiosas nevadas y el clima era mucho más frío, el aragonés había adquirido un
conocimiento certero y esperanzador, observando
que estos días el sol se fortalecía gradualmente y el invierno, a pesar
de su dureza en este mes, ya tenía signos de terminar.
“Pa
la Candelera la mayor nevera, pa San Blas un palmo más, pa santa Aguedeta hasta
la bragueta y pa san Vicente hasta la frente”
Todas
estas festividades de comienzo de febrero resultaban claves en la vieja
mentalidad del campesino pirenaico, pues el comienzo del mes era un periodo
sagrado en los ciclos reproductores.
En
este tiempo la naturaleza se desaletargaba, comenzaba a moverse y apocaba al
terrible invierno.
La
flora y la fauna, se iban desperezando, como decía un refrán muy explicativo:
“Pa
santa Aguedeta todos los bichos del monte levantan la cabeza”.
Con
las hogueras y luminarias de la Candelaria, se vencía la pertinaz tiniebla
invernal. Este día se bendecían las velas y en cada casa se hacía acopio de
ellas pues tenían muchas propiedades maravillosas. Especialmente servían para
preservar a las personas, las fincas y las casas de -“pedregadas”- tormentas.
Estas pues se usaban para alejar las “tronadas” peligrosas, colocándolas junto
a imágenes de devoción familiar, y en las ventanas que estaban orientadas hacia
donde “bruía” bramaba la tempestad.
También
en este día se recogía buxeta, ramas de boj, y se colocaban en el centro de los
campos para proteger la próxima cosecha.
Brigida
el día 1, Candelera el día 2 y la Águeda el 5, era una célebre triada de
advocaciones femeninas, mujeres mitológicas desposadas con la cercana plenitud
de la primavera. Las mujeres aragonesas celebraban las tres fiestas que
remataban con la fiesta que más ha conservado la tradición como es Santa
Águeda.
El
día que mandan las mujeres. Sería el título que colocaría para estos dos días
de esta fiesta. Pero no me gusta. Las mujeres mandan siempre. A lo mejor es
algo que colea de un tiempo muy lejano de matriarcado, pero no está la cosa muy
clara. Tendríamos que saber interpretar correctamente algunas reliquias que nos
quedan y necesitaríamos mucho tiempo para ello. Y además yo no soy historiador.
Se lo dejo a ellos.
En
primer lugar, el rito de la cobada. Porque esta práctica, que conocen nuestros
abuelos del pirineo, se la atribuyen al otro lado de la frontera, al Bearne,
Vas al Bearne y también la conocen pero se la adjudican a los vascos. Los
vascos aseguran que eran los navarros y éstos que los aragoneses. No hay quien
se aclare y es que nadie quiere reconocer la cobada como suya.
Y
no es para menos. Consistía en que al dar a luz una mujer, inmediatamente,
tenía que continuar las faenas habituales de la casa como si nada hubiera
alterado su vida. En cambio, era el marido quien se metía en la cama. A él se
le prestaban todos los cuidados, se le llevaba el caldico, se le mimaba como si
hubiera sido él el que hubiera parido.
Los
etnólogos han querido ver con esta costumbre un rasgo de matriarcado con el que
el hombre adquiría protagonismo y se desquitaba del poder femenino.
Pero
hay más. En las casas montañesas, de puertas afuera, era el hombre el amo de la
casa: el que firmaba los papeles ante la compra o venta de una finca, la
trasacción de una mula, el trato de un ganado. Sí, él firmaba porque era el
jefe de la familia. Pero todo el mundo sabía que, en realidad, quien decidía
todas esas operaciones era la mujer que, eso sí… permanecía astutamente en la
penumbra.
La
mujer era la que desempeñaba también el papel sacerdotal en la familia. Era la
que dirigía el rosario familiar, la que organizaba el cabo de año de un
difunto, la que hacía las ofrendas, la que se preocupaba de colocar todas las
protecciones para evitar que espíritus malignos pudieran hacer daño tanto a la
casa como a sus habitantes.
Con
estos datos habría que examinar el día de Santa Águeda. ¿Se trata de buscar la
liberación de la mujer? ¿O ha quedado como reminiscencia de que en un tiempo
pasado era ella la que mandaba?
No hay comentarios:
Publicar un comentario