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miércoles, 5 de septiembre de 2012

De oficios: Los canteros

Tengo que retroceder a mis doce años, cuando ya me encontraba estudiando en los Salesianos de Huesca.
Repasaba yo mi cuadernico, pensando si podía añadir algún oficio que no se veía en el pueblo. Por ahora tenía recogidas observaciones sobre colchoneros, afiladores, ferreros, cañiceros, yeseros y carboneros. Veía que podía añadir estañadores, limpiabotas, vendedores ambulantes, serenos, carteros, guardias, pero ninguno me parecía tan interesante como los otros. Sin embargo, la ocasión me llegó cuando menos lo esperaba.
Era jueves y teníamos vacación por la tarde. Mi tia Rosario quería subir a la catedral, al Santo Cristo de los Milagros y me preguntó si la acompañaba y allá fuimos, pues. Ella llevaba un cirio y la mantilla. Ella tenía mucha devoción a ese Cristo de la capilla del Santísimo. Normalmente permanecía oculto por una cortina de terciopelo negro con bordados de plata y solamente se descubría algunos días. El Crucificado tenía una larga cabellera y la gente aseguraba que le crecía el pelo.
La catedral, como todas las catedrales del mundo, estaba en restauración. En el jardín del palacio episcopal habían improvisado un taller de cantería y se oía el martilleo de las piquetas.
A la salida de la iglesia le dije a la tía que me quedaba un rato para ver trabajar a los canteros si es que me lo permitían y me acerqué.
Un muchacho joven manejaba una especie de escoplo que luego supe que se llamaba el puntero. Con él pulía las esquinas de un sillar. Lo empuñaba con la mano izquierda que se cerraba sobre él, con el dorso hacia arriba y apoyada la muñeca para frenar y controlar el golpe de la maceta que manejaba con la otra mano.
Más allá, un señor mayor trabajaba otro sillar. Utilizaba una especie de martillo, pero con la cabeza intercambiable. Ese extremo que era el que golpeaba la piedra no era liso: tenía unas puntas alineadas en forma de cuadrícula. El hombre me miró de reojo y se paró un momento creyendo que quería hablar con él. Aproveché la ocasión para preguntarle cómo llamaban a ese martillo.
-Es la bujarda. Al golpear la piedra te va haciendo unos agujeritos regulares, un granulado.
-Por lo que veo, se puede cambiar el cabezal.
-Sí, según como quieras hacer la cuadrícula, más espesa o más clara; ésta es del siete; hay también del nueve y aquélla es del once. Se sujetan con este pasador. ¿Y por qué quieres saber tantas cosas?
-Yo quiero saberlo todo.
Soltó una sonora carcajada, pero me pareció que me miraba con simpatía.
-Eso nos pasa a todos. Pero es imposible. Sólo este oficio se tarda muchos años en aprenderlo. Es muy bonito.
Acarició la piedra con cariño y empezó a hablar como consigo mismo:
- La piedra es un ser vivo. Sí, tiene vida. Eso no lo sabe la gente ni los libros, pero en cuanto la arrancas de la cantera empieza a envejecer y endurecerse. Dicen que las rocas crecen: hasta un centímetro cada cien años. Por eso una piedra recién cortada es más amorosa, se deja trabajar..., pero si tardas un par de años, ya es mucho más complicado: la herramienta ya no va por donde tú quieres...
Contemplaba el sillar que tenía delante. Luego volvió los ojos hacia mí y continuó:
- La piedra vive. Y también enferma; es cuando le entra esa especie de carcoma que la deja como una esponja, como un leño podrido.
- Aquí hay mucha piedra enferma, ¿verdad? Por detrás de la catedral pasas la mano por una piedra y te llevas arena entre los dedos.
- Precisamente esa piedra se llama de arena. Los canteros trabajamos tres clases de roca: la de arena, la caliza y -con menos frecuencia- el granito. Ésta es caliza y puede ser de dos tipos: ésta que la llamamos negra y hay otra que le decimos puebla y que es más blanquiñosa.
- ¿También trabaja con hacha? -pregunté al observar una especie de astral doble, con dos extremos cortantes-. Ésa se parece a las hachas que llevan los romanos en Semana Santa.
- Sí, parece un astral. Se llama el tallante. Es la herramienta más preciosa del cantero.
Tiene un corte limpio y otro dentado. En realidad es el instrumento más antiguo en cantería y hay pruebas de que ya lo utilizaban los romanos. Nosotros lo empleamos cuando queremos darle a la piedra un aspecto de antigüedad, puesto que la deja con mellas desiguales, como sin acabar de pulir.
-¿Y ésas son ya todas las herramientas?
-También usamos el pico y el martillo. Y para sacar las piedras de la cantera, las cuñas y los barrones. Apenas se emplean los barrenos que rajan la roca por los sitios más imprevisibles y no permiten sacar entera la madre. La madre es el bloque entero, separada de otra madre por una franja de tierra. Las buenas alcanzan hasta veinte toneladas.
-¿Y cuánto se tarda en hacer un sillar?
-Con los métodos modernos, en tres o cuatro horas ya está listo para la obra.
Antiguamente duraba mucha más, hasta varios días de trabajo minucioso. Y por eso el tallista firmaba sus sillares con unos signos que se llaman de masonería. Cada uno tenía su propia señal.
Me daba apuro preguntar más, aunque admiraba la paciencia que tenía con un crío.
Daba la impresión de que disfrutaba hablando del tema y que además el tiempo no contaba. Trabajaba con lentitud y precisión como consciente de que era para la eternidad.
Le di las gracias y me fui hacia casa. Antes, me senté en un banco de la plaza y saqué mi libretica para anotar los términos que me eran nuevos, para que no se me olvidasen.
Lo que más me había impresionado es lo de que la piedra es un ser vivo. Y algo parecido me dijo de la arcilla un alfarero, como contaré otro día.


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