Tengo que retroceder a mis
doce años, cuando ya me encontraba estudiando en los Salesianos de Huesca.
Repasaba yo mi cuadernico,
pensando si podía añadir algún oficio que no se veía en el pueblo. Por ahora
tenía recogidas observaciones sobre colchoneros, afiladores, ferreros,
cañiceros, yeseros y carboneros. Veía que podía añadir estañadores,
limpiabotas, vendedores ambulantes, serenos, carteros, guardias, pero ninguno
me parecía tan interesante como los otros. Sin embargo, la ocasión me llegó
cuando menos lo esperaba.
Era jueves y teníamos
vacación por la tarde. Mi tia Rosario quería subir a la catedral, al Santo
Cristo de los Milagros y me preguntó si la acompañaba y allá fuimos, pues. Ella
llevaba un cirio y la mantilla. Ella tenía mucha devoción a ese Cristo de la
capilla del Santísimo. Normalmente permanecía oculto por una cortina de
terciopelo negro con bordados de plata y solamente se descubría algunos días.
El Crucificado tenía una larga cabellera y la gente aseguraba que le crecía el
pelo.
La catedral, como todas
las catedrales del mundo, estaba en restauración. En el jardín del palacio
episcopal habían improvisado un taller de cantería y se oía el martilleo de las
piquetas.
A la salida de la iglesia
le dije a la tía que me quedaba un rato para ver trabajar a los canteros si es
que me lo permitían y me acerqué.
Un muchacho
joven manejaba una especie de escoplo que luego supe que se llamaba el puntero. Con él pulía las esquinas de
un sillar. Lo empuñaba con la mano izquierda que se cerraba sobre él, con el
dorso hacia arriba y apoyada la muñeca para frenar y controlar el golpe de la maceta que manejaba con la otra mano.
Más allá, un señor mayor
trabajaba otro sillar. Utilizaba una especie de martillo, pero con la cabeza
intercambiable. Ese extremo que era el que golpeaba la piedra no era liso:
tenía unas puntas alineadas en forma de cuadrícula. El hombre me miró de reojo y se paró un momento creyendo que quería
hablar con él. Aproveché la ocasión para preguntarle cómo llamaban a ese
martillo.
-Es
la bujarda. Al golpear la piedra te va haciendo unos agujeritos regulares, un
granulado.
-Por
lo que veo, se puede cambiar el cabezal.
-Sí,
según como quieras hacer la cuadrícula, más espesa o más clara; ésta es del
siete; hay también del nueve y aquélla es del once. Se sujetan con este
pasador. ¿Y por qué quieres saber tantas cosas?
-Yo
quiero saberlo todo.
Soltó
una sonora carcajada, pero me pareció que me miraba con simpatía.
-Eso
nos pasa a todos. Pero es imposible. Sólo este oficio se tarda muchos años en
aprenderlo. Es muy bonito.
- La piedra es un ser vivo. Sí, tiene vida. Eso no lo sabe la gente ni
los libros, pero en cuanto la arrancas de la cantera empieza a envejecer y
endurecerse. Dicen que las rocas crecen: hasta un centímetro cada cien años.
Por eso una piedra recién cortada es más amorosa, se deja trabajar..., pero si
tardas un par de años, ya es mucho más complicado: la herramienta ya no va por
donde tú quieres...
Contemplaba el sillar que
tenía delante. Luego volvió los ojos hacia mí y continuó:
- La piedra vive. Y también enferma; es cuando le entra esa especie de
carcoma que la deja como una esponja, como un leño podrido.
- Aquí hay mucha piedra enferma, ¿verdad? Por detrás de la catedral pasas
la mano por una piedra y te llevas arena entre los dedos.
- Precisamente esa piedra se llama de arena. Los canteros trabajamos tres clases de roca:
la de arena, la caliza y -con
menos frecuencia- el granito. Ésta
es caliza y puede ser de dos tipos: ésta que la llamamos negra y hay otra que le decimos puebla y que es más blanquiñosa.
- ¿También trabaja con hacha? -pregunté al observar una especie de
astral doble, con dos extremos cortantes-. Ésa se parece a las hachas que llevan los romanos en Semana Santa.
- Sí, parece un astral. Se llama el tallante. Es la herramienta más preciosa del cantero.
Tiene
un corte limpio y otro dentado. En realidad es el instrumento más antiguo en
cantería y hay pruebas de que ya lo utilizaban los romanos. Nosotros lo
empleamos cuando queremos darle a la piedra un aspecto de antigüedad, puesto
que la deja con mellas desiguales, como sin acabar de pulir.
-¿Y ésas son ya todas las herramientas?
-También
usamos el pico y el martillo. Y para sacar las piedras de la cantera, las
cuñas y los barrones. Apenas se
emplean los barrenos que rajan la roca por los sitios más imprevisibles y no
permiten sacar entera la madre. La madre es el bloque entero, separada de otra madre por una franja de tierra.
Las buenas alcanzan hasta veinte toneladas.
-¿Y
cuánto se tarda en hacer un sillar?
-Con
los métodos modernos, en tres o cuatro horas ya está listo para la obra.
Antiguamente
duraba mucha más, hasta varios días de trabajo minucioso. Y por eso el tallista
firmaba sus sillares con unos signos que se llaman de masonería. Cada uno tenía
su propia señal.
Me daba apuro preguntar
más, aunque admiraba la paciencia que tenía con un crío.
Daba la impresión de que
disfrutaba hablando del tema y que además el tiempo no contaba. Trabajaba con
lentitud y precisión como consciente de que era para la eternidad.
Le di las gracias y me fui
hacia casa. Antes, me senté en un banco de la plaza y saqué mi libretica para
anotar los términos que me eran nuevos, para que no se me olvidasen.
Lo que más me había
impresionado es lo de que la piedra es un ser vivo. Y algo parecido me dijo de
la arcilla un alfarero, como contaré otro día.
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