-"Tú y tú,
voluntarios. Id a buscar los bancos para el baile". Esa fue la primera
orden que recibí con mi mayoría de edad. Ya se sabe que en Aragón se era mayor
a los catorce años, que es cuando se entra en "el gasto", por más que
leyes y contrafueros digan lo contrario.
En realidad, en los
pueblos nos considerábamos mayores mucho antes, desde que al salir de la
escuela tenías que acarrear cántaros de agua hasta llenar la tinaja; luego,
llevar los abríos a abrevar a la balsa; después llenar el saco de hierba para
los conejos, mientras las chicas se cargaban con otras obligaciones domésticas
de limpieza y zurcidos, aunque compartían con nosotros la tarea de aguadoras.
Pero el hecho
significativo era "entrar en el gasto".
Empezábamos a cotizar para
las fiestas y a ser considerados como mozos. Los más jóvenes, lógicamente,
cargábamos con las faenas más pesadas y menos vistosas: escobar la plaza para
las carreras, rociar de agua la pista del baile y acarrear de un sitio a otro
todas las cosas que parecieran necesarias.
Sin dejar los juegos en
los ratos que quedaban libres, adquiría una mayor intensidad la caza y la pesca
como diversiones que de paso ayudaban a la economía familiar.
La caza, por descontado,
no era con armas de fuego, sino mediante trampas en las que pronto adquiríamos
una gran experiencia de mano de los mayores: cazar conejos a lazo o
"furoniando", coger cardelinas con “besque” y con reclamo, tordos
muertos "a loseta" y un sin
fin de métodos primitivos que no es cosa de enumerar aquí.
Los animales y su mundo
nos producían un atractivo especial. Con el ganado en seguida se adquirían los
conocimientos ignorados por aquéllos que nunca han tratado con él y, de paso,
con su mitología: interpretar su balido, lanzar las piedras a sobaquillo para
dirigir el ganado sin estropear ninguna res, disponer la sal en las saleras,
con especial cuidado para que la luz de la luna no le diese directamente porque
entonces se "alunaba" y el ganado podía morir.
Procurábamos siempre que
en todo rebaño hubiese siempre alguna oveja negra porque eso les defendía de la
tormenta: jamás se ha oído decir que un rayo, ni siquiera una “pedregada” haya
caído sobre un rebaño con oveja negra o en un corral con gallina del mismo
color.
Había algo misterioso en
los animales y más todavía cuando empezabas a oír los abundantes cuentos de
brujas que se convertían en bichos: en cabras, liebres, águilas y, más
frecuentemente, en gato y en lobo.
Por entonces se contaba
que en un pueblo de la Plana, un día una pandilla de mozos jugaba por una era,
cuando apareció una cabra bastante fura que arremetió con ellos.
Naturalmente no se
amilanaron y la arrinconaron. Como “tozeaba” mucho la golpearon de mala manera
y hasta en un alarde de brutalidad le cortaron la oreja. Al día siguiente una mujer
del pueblo que llevaba fama de bruja apareció con un pañuelo en la cabeza que
le tapaba las orejas. Nunca la volvieron a ver sin el pañuelo.
Yo les dije a mis amigos
que un montañés de Chistén, que venía por casa sabía muchas cosas de brujas que
por lo visto abundaban por nuestra tierra y que cuando viniese al pueblo le
pediríamos que nos contase.
La ocasión se presentó
unas semanas más tarde y todavía guardo el recuerdo de aquella velada en la que
se contaron cantidad de historias, todas sucedidas, según aseguraban los
narradores (ya que todos participábamos un poco) y que te hacían dudar de todo
lo relacionado con la brujería, que hasta entonces habíamos considerado cosas
de chiquillos o habladurías de mujeres.
Se me quedó grabado un
caso que contaron de Aísa, allá en el valle de Borao. Por lo visto unos mozos
iban cazando por el monte cuando encontraron escondidas entre unas matas de boj
ropas de mujer. Uno de los jóvenes aseguró que debían pertenecer a una bruja,
ya que ninguna otra mujer se iba a desnudar en el monte. Otro de los chicos
llevaba un rosario en el bolsillo y lo echó encima de los vestidos y se
escondieron.
Al cabo de un tiempo
apareció una liebre que se acercó a la ropa pero sin tocarla. Comenzó a dar
vueltas alrededor de ella y no paraba de mirar a todas partes hasta que
descubrió a los muchachos escondidos. Se encaró con ellos y les espetó:
-¡Quitad ese rosario para
que me pueda vestir!
-Lo quitaremos si nos
dices de dónde vienes y qué has hecho.
-Vengo de Esposa de casa
Tal, porque tenía que dar el mal a un niñer que tienen. -Pues vuelve a la casa,
quítale el mal y te dejaremos vestir.
La liebre desapareció.
Uno de los jóvenes marchó corriendo para comprobar que hacía lo que le habían
indicado.
En efecto, en la casa le
dijeron que el niño se había puesto malo de repente pero que ya estaba mejor.
Cuando regresó junto a sus compañeros ya estaba la liebre esperando impaciente.
Recogieron el rosario, y la liebre se convirtió en mujer y pudo vestirse.
Similar historia cuentan
de una bruja convertida en perro en Las Almunias. Por la ermita de la Trinidad
un hombre que iba a cazar encontró un montón de ropa y sospechó que pertenecían
a una bruja. Echó encima un “cristico” que llevaba y siguió cazando. Cuando
volvió a pasar por allí, al lado había un perro que le pidió que quitase el
cristico para poderse vestir. El le dijo que antes le tenía que confesar qué
mal había hecho. El perro le contestó que venía de Pedruel, de casa Mairal. No
había podido dar el mal a un chico porque lo tenía su madre encima y había dado
el mal a una canasta de huevos que tenían debajo de la cama. Dejó vestir a la
bruja y marchó a casa de Mairal a decirle lo de los huevos. Echaron un huevo en
una sartén. Pegó un estallido y saltó de la sartén. La misma historia con otra
variante se dio también en Sieso, según me contaba Mariano X de Pueyo de
Fañanás.
Peor suerte dicen que
tuvo otra bruja de Senegüé que antes de convertirse en gato se le olvidó
quitarse los pendientes y fue descubierta por ellos.
Allí todo el mundo conocía
historias de brujas convertidas en animales, sobre todo en gatos.
Pero entramos en un mundo
en que la adolescencia se mezcla con el mundo de la licantropía. Quiero
mostraros como en aquellos años, nada era como en los actuales. Seguiremos otro
ratico…
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