Urbez había entrado en la
infancia a velas desplegadas. Revolviendo en los recuerdos me resulta imposible
saber qué pasó primero y qué después y por eso estas cosas van a salir
terriblemente desordenadas. Yo reviví de su mano toda aquella época sin igual.
Es inútil querer encontrar lo mágico y mitológico de esos años: por la sencilla
razón de que toda la infancia es la personificación de la magia.
Nada es como es sino como
debería ser. El niño no solamente vive cada acontecimiento y la vida misma,
sino que la interpreta con unas notas personalísimas cuya clave, por desgracia,
hemos perdido y nunca recuperaremos.
¿Dónde están las llaves.
.. ?
¡En el fondo del mar!
Al intentar introducir a
Urbez en el mundo de los "mayores" (yo ya me consideraba así) ¿quien
me iba a decir que inconscientemente, estaba entrando yo mismo en el juego de
la cultura que indefectiblemente transmite una generación a otra?
Hemos dado una
importancia muy grande -y la tiene- al mundo del lenguaje, a las convenciones
sociales, a la historia, pero hemos dejado olvidada en un rincón nuestra
mitología, nuestro modo de entender la vida que cristaliza en el mito, en la
costumbre, en el juego infantil, en la leyenda. Y tal vez por eso no acabamos
de saber exactamente qué somos.
La lógica no funciona en
la infancia. Es la intuición la que descifra todo. La realidad de las cosas
está trastrocada. El tiempo no es tiempo porque una tarde es ya una eternidad.
No como ahora que se te van volando los días, las semanas y los años.
Las palabras mismas
tienen la morbidez y fuerza que recibieron como cuando nuestro primer hombre,
iba poniendo el nombre a las cosas y a los animales. Las palabras son hermosas
de por sí y su misma forma despierta un no sé qué de insólito, con un poder de
evocación que nada tiene que ver con la semántica. Recuerdo, por ejemplo,
salidas de Urbez:
- Oye, Bastian, cuando
digo "alcachofas" las estoy partiendo con todos los dientes y muelas
a la vez.
- Oye, Bastian, ¿verdad
que todas las marujas tienen bigote?
Y ahora… ¿cómo interpreto
yo esto? Mejor lo dejo como está porque, además, esas greguerías son tan
personales e irrepetibles que nunca volverán a darse.
Y los cuentos… El
maravilloso mundo de los cuentos en donde no hay inconveniente en que hablen
las flores y los lobos y las hormiguicas.
Porque seguro que todos
tienen su mensaje. Que se lo pregunten si no a Perrault o Andersen.
A Urbez le encantaban los
cuentos de miedo.
¿Porqué no me cuentas el
cuento que me das el susto?
El cuento del susto... El
susto venía al final y Urbez lo esperaba nervioso para, efectivamente,
asustarse, aunque lo tenía archisabido. A mí me lo había contado mi padre: era
el del tuerto de Saldaña:
Érase una vez un hombre
muy rico que tenía una huerta llena de pereras, manzaneras y todas las frutas.
Pero los mozos del pueblo se las comían apenas maduraban.
Entonces decidió buscar
un guardián que con su escopeta vigilaría todas las noches. Y puso al tuerto de
Saldaña, que decía que era muy valiente. Los mozos fueron una noche a robar.
Había luna. Se quitaron la chaqueta y los pantalones y así, en calzoncillos
largos -"marianos", los leotardos de entonces- saltaron la tapia y se
pusieron a andar en procesión cantando:
"Cuando nosotros
éramos vivos íbamos por estos caminos..." tris, tras, tris, tras...
Cuando Saldaña los vio y
los oyó se le heló la sangre en las venas.
Tardo en reaccionar, pero
cargó como pudo la escopeta, agazapado detrás de un árbol. Los otros se
acercaban directamente a donde él estaba:
"Pero ahora que
estamos muertos venimos a por un tuerto..." tris, tras, tris, tras...
¿Os imagináis cómo estaba
nuestro guarda? Los dientes le castañeteaban y los pelillos de los brazos se le
habían puesto de punta. Quería tener fuerza para apretar el gatillo de la
escopeta, pero el dedo se le negaba... y los otros:
"Y si la vista no
nos engaña, ése es el tuerto de Saldaña
-¡¡A por mí vienen!!
Este era el susto,
acompañado de un agarrón y sacudida en los hombros.
Ni qué decir tiene que el
final era feliz. Saldaña tiraba la escopeta y los mozos se comían
tranquilamente las peras.
Y además de los cuentos
estaban los juegos. La infancia misma es también un juego. Vas por la calle y
se te acerca un “boladors” revoloteando.
Es una palometa de la
suerte y hay que capturada. Se coge con la punta de los dedos para no
deshilacharla y le pides algo:
- ¡Tráeme una escoba!
Luego se la suelta y se
la despide con un soplo. Cuando vuelva (ella u otra...), seguro que entre su
pelusilla trae una brizna de algo que, por supuesto, es la escoba que le habías
pedido.
Pero entramos en el mundo
de los juegos, y lo dejaremos para otro rato…
No hay comentarios:
Publicar un comentario