La casa era la institución familiar
más importante en nuestra tierra y la institución del mayorazgo estaba muy
difundida en el derecho aragonés. Era la conservación de la casa y el
mantenimiento de ella, y ello traía este derecho para que la casa nunca tuviera
particiones, sino que se fuera ampliando con las dotes aportadas en los
matrimonios.
La actitud de los miembros del grupo
troncal, debía ser de incondicional dedicación a la casa. El trabajo era
honrado y la desidia era menospreciada. Se entregaban al engrandecimiento del
patrimonio y muchos refranes hacen referencia a esa condición: “Donde uno se
muere muy farto… otro se muere muy laso”. Ser emprendedor o no serlo.
Lo más importante, incrementar los
bienes de la casa, era artículo de fe entre los montañeses. Cada generación
apuntalaba el patrimonio incrementando progresivamente los bienes. El
desarrollo económico se ve plasmado en la arquitectura, pues cada generación
ampliaba el cuerpo de la casa, agregándole un cuerpo o una dependencia nueva.
De los que se entroncaban en la casa
–yernos y nueras- se esperaba el mismo empeño colaboracionista. El escogerlos
era escrupuloso y los amos biellos estudiaban muy bien las virtudes y defectos
de los pretendientes. Si alguno no reunía los requisitos, era rechazado
demostrando la forma de pensar. “Ixe no se perderá en o baste de casa nuestra”.
(Manta que se coloca sobre el lomo de una caballería).
A raíz de la integración de una
choben –nuera- la casa registraba un espaldarazo económico y el vecindario no
se frenaba a la hora de dar elogios: “Desde que acudió la choben a la casa,
bien que an sacáu los pies de la alforja”.
Los hijos en la sociedad aragonesa,
eran semilla de la prosperidad. A la fertilidad se la invocaba con los típicos
“trucadors”, “aldabas” –llamadores- faliformes. Había necesidad imperiosa de
descendencia. Un refrán montañés lo muestra claro: “De campo lejos y fillos
tarde, Dios me libre y me guarde”.
La falta de descendencia era tratada
bárbaramente, calificando con términos crueles a las mujeres que no eran
capaces de concebir. Se llegaba a tratarlas de machorras, una palabra pastoril
que significa estéril. Este criterio se muestra en algunas mazadas alusivas a
este estado de cosas: “La mujer que no cría… labrar podría”.
Pero la solución familiar del mayorazgo o “hereu”,
generaba disconformidad y sentimientos amargos en los segundones o
desheredados, que se sentían frustrados por esa tradición. Trataban de
encontrar acomodo en otras casas y para ello trataban de dar categoría a sus
personas y tratar de reducir la del heredero. Uno de ellos muy corriente da fe
de ello: “Inamorate niña de los segundos, que los herederos de ahora son unos
zamandungos”.
Pero el principio de indivisibilidad
del patrimonio, impedía al segundón la propiedad de la casa. Si quedaba soltero
acabaría siendo el tión de ella y acabaría como un brazo para seguir
levantándola a cambio solo de la ropa, comida y cama en ella. Por eso se
trataba de acomodarse en otra casa donde el hereu fuera para una muller, y convertirse
en amo. Lo normal, donde había posibles, era dar estudios a los desheredados, y
así nos encontramos a grandes saputos que salieron de la casa y que luego en
las grandes capitales supieron crearse una nueva vida. Para cantidad de ellos
por la gratuidez de los estudios, fueron los Seminarios su principio de
estudios y una gran mayoría optando por hacerse sacerdotes.
Fundar casa en un medio
sobreexplotado y con una rigidez antigua en el régimen de propiedad era un
suceso extraño, de ahí que cuando alguno fundaba alguna casa, un patrimonio
nuevo, a esa casa se la solía denominar con un adjetivo pirenaico –cabalero- y
que se da para llamar en algunas aldeas aragonesas. Cabalero viene de cabal, de
pecunio. Se llamaba de ese modo al mozo que no estando destinado para heredero,
por ser segundón, gracias a su tenacidad había logrado hacerse con un capital y
lo había invertido en comprar patrimonio y fundar una casa. Casi siempre era un
tión preto, es decir, un segundón ahorrador.
Erigir una casa era un acontecimiento
enorme. Los dueños para celebrar la efemérides hacían un festejo que recibía el
sobrenombre de la “lebantadera”.
Se colocaba un ramo vegetal en la
“cernillonera” -caballón del tejado- y se convidaba a un ágape ritual a toda la
vecindad. El ramo vegetal encarnaba la prosperidad y perpetuidad del hogar que
nacía en ese instante.
Comenzaba la vida de otra casa
aragonesa.
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