El olivo es un árbol que
simboliza la luz y la paz y el aragonés utilizó sus ramas como
talismanes para proteger mágicamente los sembrados del pedrisco.
En las culturas
mediterráneas se le consideraba sagrado y
era objeto de adoración. La cultura griega personificaba en el olivo
a la ciencia y la sabiduría, por lo cual se lo consideraba habitáculo y
contrafigura de la diosa filosófica Minerva.
En el Altoaragón la
recolección olivarera era ardua y cruda y empleaba numerosa mano de obra.
Los propietarios de grandes campos
olivareros, los años que las cosechas eran óptimas, concluían en fechas tan
tardías como el mes de abril. Y eso que la peonada trabajaba a destajo.
Los propietarios
acaudalados monopolizaban los molinos aceiteros, y les correspondía proceder al
acto de untar el molino o efectuar la primera molturación para engrasar el
molino y que el funcionamiento fuese apto. El molinero contratado agasajaba a
los que se reunían para la molienda con el tradicional pan tostado impregnado
del primer aceite. Las familias que no tenían derecho o acciones en el molino
debían satisfacer –con aceite o a trueque- a los amos de las casas que
ostentaban el monopolio molinero.
Algunas aldeas tenían una
fuerte dependencia económica de este cultivo. Este era el caso de la localidad
de Bierge, en la tierra de Alquézar. En esa población la abundancia o carestía
de muestra -inflorescencia- (flor), suponía en cierta medida la miseria o la
abundancia. Una mazada refleja la supeditación del bienestar comunal a la
cosecha de olivas.
Dice así la mazada:
"Un anciano le preguntaba a un mozo... ¿de dónde eres?.. y el mozo, con
orgullo, casi insolente le respondía... ¡de Bierge y con muestra! (eso lo decía
cuando la recolección olivarera había sido abundante). Pero si el año había
resultado malo, el mismo mozo respondía en tono acongojado y patético... ¡de
Bierge y sin muestra!" Una recolección olivarera próspera hacía alegre y
orgulloso al vecindario y una cosecha mísera transformaba el carácter de la vecindad
y producía el abatimiento personal.
Todo el somontano de la
sierra de Guara era muy olivarero.
Una vieja superstición,
difundida en muchas de las aldeas somontanesas, perduró en la cultura oral.
Según una tradición el día de la Virgen de Marzo se daba una circunstancia
naturalista esencial: s'empreñaban las oliveras. Era el veinticinco de marzo,
el equinoccio primaveral. San José y la Virgen de Marzo bien pudieran ser
advocaciones substitutorias de antiguas divinidades vinculadas a la fecundidad
de la naturaleza generatriz, como Atis y Cibeles, a quienes se rendía culto en
los grandes festivales primaverales romanos. La versatilidad litúrgica de las
tradiciones campesinas y la mentalidad que subyace en la espiritualidad de esos
ceremoniales nos hacen pensar que proceden de épocas remotas del pensamiento
humano.
Por tierras de Ayerbe y
en otros pueblos somontaneses los campesinos pensaban que la luz debía
mantenerse invicta ante las lúgubres tinieblas, sobre todo en la noche
equinoccial de la Virgen de Marzo. Las lamparetas, bien llenas de aceite,
debían mantenerse toda esa noche mágica encendidas, pues si se amortaba la
lumbre la cosecha aceitera sería raquítica. Los niños de los lugares, en la
amanecida, corrían atropelladamente a la parroquial y por el ojo de la
cerradura comprobaban si el fuego de las lamparetas no se había extinguido
durante la noche. Si la llama vivía, era sinónimo de un año de gran cantidad de
cadillo, la marca del fruto del olivo. Los campesinos y los niños lo
proclamaban alborozados..."¡este año cargarán las oliberas!" Otro
requisito mágico, era que además de la llama de la lámpara de la iglesia, esa
noche debía alentar aire de bochorno. Este culto a la luz está explicitado en
la costumbre de algunas casas poderosas en patrimonio olivarero.
En Santolaria de Galligo
-tierra de Ayerbe- los dueños de casa "Rubial" y los de algunas otras
casas, mantenían lámparas encendidas en esa noche mágica y normalmente las
colocaban en los alféizares de los ventanales domésticos.
En todos los lugares olivareros,
lámpara del Santísimo ardía todo el año de continuo, gracias a la aportación de
aceite de todo el vecindario en común. Esta presencia solemne de solidaridad
vecinal en la perpetuación del rito de la luz, pone de manifiesto que a ese
rito se lo consideraba trascendental y que beneficiaría al común. Era, como
casi todas las celebraciones mágico-religiosas, un acto de corporativismo y de
compromiso de todos los habitantes. La causa de este ceremonial no era otra,
más que aportar abundante aceite para que éste, por magia simpática, atrajese
al aceite imprescindible de la cosecha que estaba en ciernes. El cristianismo
entreveró sus liturgias con las precedentes en un ejercicio de dogmatismo
interesado. En nuestros lugares, los vecinos el día de la Virgen de Marzo
acudían a las parroquias donde recibía culto la Virgen. A redolino -turno-
donaban aceite para mantener encendida la lámpara y se decía... "esta
semana les toca alumbrar a los de casa tal..." Las casas menos pudientes
colaboraban en el ceremonial con donaciones más restringidas, aportando un
puchered de aceite.
Además existía una
tradición ritual gastronómica en el día de la Virgen de Marzo. También tiene
componentes paganos a pesar de la explícita cristiandad de la festividad. Allí
aflora un pensamiento de índole gentil, de religiosidad pagana y también el
pensamiento mágico de cariz compensatorio: si en la comida de homenaje a la
Virgen se gastaba mucho aceite y se hacía de forma espontánea el azar premiaría
esa generosidad con una cosecha óptima, con tanta olivada que habría aceite pa
dar y vender y para llevar a la feria. A la Virgen de Marzo –abogada de la
prosperidad- se le ofrendaban los crispillos y en algunas aldeas también se
hacían con carácter ritual y privativo
de esa festividad, huevos duros en ensalada. La preparación de esos platos
típicos y su consumo tenían implicaciones mágicas. Nuestros ancianos, creían
que si comían crispillos los olivos tendrían abundante muestra. Si además se
hacían en el día señalado de la Virgen de Marzo, el año en el olivo sería
especialmente fructuoso y se incrementaría la productividad. Los crispillos
tenían como ingredientes hojas de borraja aderezadas con huevo batido y azúcar.
En todas las aldeas prevalecía la sugestión de que se debía gastar firme -mucho-
aceite al hacer los crispillos y eso a pesar del carácter ahorrador de los
montañeses. Y debían hacerlo porque eran dulces propiciatorios de la
proliferación de la cosecha y porque estaban vinculados a la divinidad. La
lógica popular estableció estos tipos de asociaciones de carácter pagano. Por
el somontano de Guara, también hacían unos postres rituales llamados rosquetas,
de configuración circular, en cuya masa se mezclaban huevos batidos, azúcar y
harina.
En prácticamente todos
los lugares, el vecindario cumplía devotamente con un rito sacramental. El
domingo de Ramos hacían hermosos ramos de olivo y los llevaban a bendecir a la
parroquial y lo hacían con el propósito de que se empreñaran las oliveras, es
decir que tuvieran ese año gran fertilidad. La recolección olivarera era el
recurso básico en muchos de nuestros pueblos. En el Altoaragón a los árboles
fructuosos se les confiere género femenino y hablan de la inflorescencia como
si hablaran del embarazo de una mujer.
Para festejar el fin de
la recolección se efectuaban en las aldeas de tradición olivarera unas
ceremonias de gracias llamadas popularmente “la acabanza”. También decían
“rematadura”. El último día de recolección las cuadrillas de oliveros
(compuestas por los miembros de la casa propietaria y también por peones
llamados despectivamente xarigueros, voz que parece emanar del término medieval
"exarico"), entraban con gran alegría en los pueblos. Adornaban las
escalas-escaleras de coger olivas con los ramos más grandes del propio olivo,
en un acto que originariamente tendría un sentido ritual pagano; es decir, de
adoración al poder fecundante de los árboles productivos y a los espíritus de
la vegetación. Con los tochos -palos- de majar los olivos hacían un soniquete
que los recolectores llamaban “repicáu”. Cada casa que terminaba la recolección
preparaba un ágape celebratorio y hacía el sabroso ajaceite. Amos y xarigueros
recorrían las calles con regocijo y estruendo y llevaban alzada la escala con el ramo, que parecía el símbolo
de la prosperidad.
La escalera con el ramo
votivo la llevaba siempre el mozo más guarán-de mejor complexión- que la
trasladaba hasta la iglesia y entregaba el ramo al mosén para que lo bendijera.
La “rematadura” concluía
con grandes juergas y con comidas ceremoniales que casi llegaban a la gula. La
casa propietaria preparaba una gran lifara –comida suculenta- en el monte y
hacían el ajaceite. Preparaban una cazuela con ajos y aceite puro y abundancia
de patatas, principales ingredientes del ajaceite. Era tradicional sacrificar
una res, guisándose los hígados y también comían sardinetas. Era una comida
suculenta, de distinción sobre la dieta alimentaria ordinaria.
Las casas más pudientes,
preparaban una “acabanza” de gran importancia. En esa casa los años de
“olibada”, se juntaban cuadrillas de hasta treinta peones. Al volver del monte
un mozo llevaba un camal -rama gruesa- de olibera sin atochar-majar- escogido
por su hermosura para representar los regocijos del fin de la recolección. Otro
jornalero llevaba un botico -odre- de binada -vino de poco grado- y otros dos
operarios llevaban una cazuela con aceite el uno y una cazuela con patatas el
otro y así recorrían las calles de la aldea y en cada corro de gente que
hallaban, se detenían y convidaban con generosidad.
Otro peón llevaba un saco
con panes y los iba repartiendo y así todos componían una representación de la
abundancia. Y el ajaceite, símbolo encarnador de esa abundancia también
participaba del simbolismo mágico de carácter pagano.
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