Hoy,
cuando paseamos de noche por Zaragoza, te viene el recuerdo de antiguos tiempos
donde la seguridad en la calle te la daba un personaje que desapareció para
siempre. Cuando regresabas a tu casa, con dar dos palmadas acudía el vigilante
y te abría la puesta sin necesidad de llevar encima aquellas llaves grandes, de
peso, que con una pequeña propina para ese vigilante te permitía pasear sin esa
incomodidad encima. Yo llegué a Zaragoza para estudiar en el año sesenta y es
por eso que mis recuerdos se van a esos años, donde procuro aprender de esas
costumbres zaragozanas sobre serenos y vigilantes.
Frecuentemente
se ha confundido al sereno con el vigilante nocturno. Sus funciones resultaban
completamente distintas. Al desaparecer los serenos mucha gente denominaba con
este nombre al vigilante.
El
sereno, con carácter de agente de autoridad, rondaba de noche por las calles
que constituían su vereda, velando por la seguridad de las personas y de las
cosas. Su misión consistía en dar vueltas por la demarcación y vigilar.
Un
real decreto de 15 de septiembre de 1834 organizó el servicio de serenos en las
capitales de provincia. En Zaragoza hubo, pagados por el Ayuntamiento, veinte.
Ellos no abrían puerta alguna.
En
aquellas noches del invierno zaragozano tenía un simpático tipismo, la voz de
los serenos. Cada quince minutos cantaban la hora y anunciaban el estado del tiempo.
Cuando soplaba el Moncayo, el viento extendía el eco del pregón, escuchado con
gusto desde la cama, arrebujados en una buena manta.
¡Las
once y cuarto y lloviendo!
¡Las
doce y media y sereno! (en tiempo sosegado)
¡Las
dos en punto y nublado!
Muchas
veces al canto precedía desde alguna ventana: ¡Alabado sea Dios!
Si
alguna voz demandaba auxilio, hacían sonar un pitido prolongado. En caso de
incendio se escuchaba, primero, ese largo pitazo señalando ¡Atención! Y luego
uno corto, si el siniestro ocurría en el distrito del Pilar, dos para el de San
Pablo, tres para el de San Miguel, cuatro para el de la Seo y cinco si se trataba de
las afueras.
Al
surgir los vigilantes nocturnos, estos seguían análogas consignas del toque.
Después,
en los primeros años del 1900, los serenos quedaron convertidos en guardias
municipales y dejaron de cantar la hora. Pasado algún tiempo desaparecieron.
Por
aquella época, la casa nº 17 del Coso y Alfonso I nº 1, era otra muy distinta y
de bastante más inferior categoría que el actual hotel que hoy tiene. Esta casa
se llamó durante mucho tiempo por los vecinos, la casa del “Café Moderno”,
establecimiento cerrado en 1944. En sus bajos contaba entonces la Sombrerería de
Lamarque, y un bazar de juguetes.
Junto
a la fachada se estacionaba cada noche un mendigo que llegó a inspirar
confianza entre los vecinos, tanto, que a él entregaban las llaves para
recogerlas al regreso, evitando de este modo la molesta carga.
Provocada
una reunión con el dueño del bazar (Don Joaquín Grasa), convinieron los vecinos
de aquel reducido sector del Coso, proponer a la Alcaldía el nombramiento
de un vigilante. Enseguida cundió la idea en otros lugares de la ciudad. Así
surgieron los vigilantes nocturnos particulares.
Unas
veces dependieron de las Juntas de vecinos, las cuales hacían una derrama y de
las cuotas cobradas salía el jornal del vigilante (2´50 pesetas diarias durante
el año 1909). Lo que sobraba se guardaba para constituir un fondo destinado al
vestuario, al socorro del servidor en caso de enfermedad y al suplente.
Allí
donde no existían Juntas, las cantidades devengadas por los vecinos pasaban
íntegramente al vigilante, quien corría con todos los gastos. Hasta el 1 de
noviembre de 1936, no tuvieron conexión alguna con la Corporación Municipal.
Ahora bien, todas las propuestas de nombramiento las aprobaba previamente la Alcaldía y tomaba
juramento de fidelidad en el servicio asignado.
En
esta fecha quedaban sujetos al carácter de autoridad con todas sus
obligaciones. Desgraciadamente nunca en sus atribuciones.
Las
cerraduras modernas de llaves pequeñas fueron su desaparición. Muy famoso llegó
a ser Pascual Esteban Polo, natural de Ibdes, encargado del primer trozo de la
calle Alfonso, pues hasta se le hizo un cabezudo que se unió a la comparsa de
Gigantes y Cabezudos. Por los años setenta, prácticamente no quedaba ninguno.
Oficios del pasado.-
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