Aquella tarde, al acudir
al Catecismo de la parroquia, nos encontramos con todos los retablos tapados
con unos enormes velos morados y lo mismo los crucifijos de los altares. Ni un
dorado se veía por ningún sitio. La verdad es que estaba triste. El mosen nos
explicó que estábamos en la Semana de Pasión, inmediata a la Semana Santa.
Nos gustaba la Semana
Santa, y no sólo porque teníamos vacación en la escuela, sino por todos los
cambios que rompían la monotonía de los días.
Mi madre me había comprado
zapatos nuevos y un jersey para el domingo. La abuela en seguida sacó su refrán:
“El que no estrena en Domingo de Ramos no tiene manos”.
Yo iba la mar de hueco con
mi jersey. Algo menos con los zapatos, que me apretaban demasiado y me auguraban
ya una rozadura en el talón.
Nunca he entendido eso de
“más contento que chico con zapatos nuevos”.
El sábado anterior, en la
iglesia nos habían dado ramos de olivo para que cada uno lo adornara como
quisiera para la bendición y la procesión.
Los solíamos decorar con
golosinas, porque decíamos que los ramos de los apóstoles florecieron ese día.
Ensayamos una vez más la canción que cantaríamos en la procesión:
Bendito
el que viene
en
nombre de Dios,
bendito
el Mesías
Jesús
Salvador.
La mañana del domingo era
todo un espectáculo la gente con sus ramos. Y los más bonitos, claro, eran los
de los niños. Las familias ricas, en vez de llevar ramos de olivo, lucían unas
palmas grandes, amarillas, cuajadas también de golosinas y lacitos, pero no nos
daban envidia, porque nosotros éramos felices con los nuestros.
En la iglesia, a la hora
de bendecir los ramos, todos los levantábamos altos y los agitábamos: era un
espectáculo precioso, alegre.
Además
en mi pueblo y otros muchos de La Ribagorza, (estoy recordando Liri) todos
los críos llevamos a misa curroyetas o pitarroys, que son
unos pájaros muy bonitos y que habíamos cazado vivos con besque y los soltábamos dentro de la iglesia al
bendecir los ramos. Al cabo de un rato les abrían las puertas para que volaran
fuera, porque, como estaban bendecidos, guardarían los campos de las tormentas
y los insectos.
Por estos días es cuando
más pajaricos se ven por el campo. Alguien me dijo un refrán que recuerdo
ahora:
“Si en Semana Santa el cucut no canta o ye que se ha perdido o que
el mal tiempo le espanta”.
Lo del mal tiempo era verdad.
Como todos los años, en las procesiones nos llovería, aunque solamente fueran
cuatro gotas. Yo estaba apurado por si se me mojaría el jersey nuevo y, en
cambio, agradecí llevar los zapatos en vez de alpargatas.
Los labradores, en cambio,
estarían contentos, pues ya dicen que:
"Semana Santa mojada,
cuartilla de trigo colmada". Aún tenía más refranes en mi libretica, que os
paso aquí:
“Lluvia o viento por Semana Santa, si no, no es santa”.
“Ramos
mojados siempre son loados”.
“Ramos
mojados, carros cargados”.
Cuando terminó la
procesión, con el paso de la «Burreta» y los apóstoles y toda la chiquillería
cantando, como todos los de casa teníamos ramo, nos llevamos un par de ellos y
los otros los dejamos en la iglesia: el cura los guardaba en un trastero para
quemarlos al año siguiente y preparar con ellos la ceniza del Miércoles de Ceniza.
Los que nos llevamos los
colocamos en el balcón, igual que hacía todo el mundo. Con eso estábamos
seguros de que la casa quedaba protegida contra las tormentas. Por todas partes
se veían ramos y palmas por los balcones.
En muchos pueblos del
Pirineo este domingo bendecían también en la iglesia “bucharetas” o “buchetas”
y las daban a cada familia para proteger casas, corrales, cuadras y
campos.
Éste era el Último día en
que se podía cantar y hacer un poco de fiesta, aunque naturalmente no había
bailes y los cines en las ciudades estaban cerrados.
Mamá nos hizo un postre
típico de estos días, que lo llamábamos “leche frita” y era una especie de
natillas espesas que freía con huevos. Y, por la noche, cocinó “huevos de
tonto”, que eran migas de pan tierno, rebozadas de huevo, perejil y ajos fritos que luego se cocían.
Ya teníamos vacación en la
escuela. Yo me acordaba del año anterior, que los tres primeros días ayudábamos
al mosen y al sacristán a preparar el Monumento. Además, los críos recorríamos
el pueblo recogiendo agujas para “vestir los santos”. No sé qué hacíamos luego
con las agujas, pero ésa era la costumbre.
Cantábamos:
Angelicos
semos, del Cielo bajamos
a
pidir aujicas para el Molimento.
Y
si no nos en dan, a puerta o pagará:
Tris,
tras, amén, Jesús.
Y, efectivamente, en la
casa que no nos daban aporreábamos la puerta con las mazas de madera que ya
teníamos preparadas para la matanza de los judíos del Jueves Santo.
Todos nos habíamos
provisto de carraclas y matracas. Éstas eran unas
tablas que en un extremo llevaban una maza de madera sujeta por el mango con
una bisagra y al agitarlas, producían un tableteo ensordecedor.
Las solíamos llevar al
Oficio de Tinieblas, en que se cantaban quince salmos y, al final de cada uno,
apagaban un cirio de los quince que ardían en el “tenebrario”, y al final, al
quedar a oscuras, venía la apoteosis de ruidos que recordaban el terremoto de
la muerte de Cristo, pero que nosotros hacíamos, para “matar judíos”.
Matracas semejantes
utilizábamos los monaguillos estos días en vez de campanilla y hasta las mismas
campanas de la torre enmudecían, sustituidos sus toques con otra matraca enorme
que tenía el sacristán en el campanar.
El Monumento nos quedaba
precioso, con tapices y muchas flores y velas. Todas las mujeres del pueblo
tenían que llevar al menos un cirio y, también, las “cabelleras”, que eran macetas con plantas que se habían
criado en la bodega para que no les diese el sol y estaban todas de un color amarillento
precioso.
Se solía decir que si
entre la tarde del Jueves Santo y todo el Viernes siguiente se sembraban
flores, éstas salían dobles. Igualmente, estos dos días eran buenos para
sembrar calabazas y judías tempranas de mata corta.
Sin embargo, prevalecía la
costumbre de no trabajar estos días. Mi abuela solía decir que ni siquiera los
pajaricos hacían sus nidos.
Ya se sabe que “tres
jueves hay en el año que relumbran más que el sol, Jueves Santo, Corpus Christi
y el día de la Ascensión”. Pero precisamente por eso alguna tarea muy concreta
estaba bendecida en esos días. Me contaron que en Alquézar, el Jueves Santo era
el día elegido para “espirallar” el
vino, es decir, abrir un agujero en los toneles para catarlo. Lo hacían acompañando
el trago con crespillos, que eran borrajas rebozadas con huevo, harina y azúcar
y fritas en la sartén.
Todo este día tenía una
magia especial: en la Montaña las velas del Monumento se guardaban como protección
para el ganado; antes de subir a puerto, se encendían y se dejaban caer unas
gotas de cera en forma de cruz sobre el lomo de las vacas y con eso ya no les
harían nada las tronadas.
En el Somontano también se
esconjuraban las tormentas ese día, clavando (baretas) unas ramicas bendecidas
por los sembrados. Meses más tarde, al segar, cuando se llegaba a una ramica,
se paraba, se rociaba el suelo con vino de la bota, se echaba trago y se rezaba
un padrenuestro por los difuntos.
Cuando bajo a estudiar a
la ciudad, se desconocían muchas de estas costumbres. En cambio, todas las
iglesias y capillas de colegios y conventos tenían su propio Monumento y
nosotros los recorríamos. Empezábamos rezando una “estación” en cada uno, pero
luego nos cansábamos y casi nos dedicábamos a contar qué monumento tenía más
velas.
Lo que nunca nos perdíamos
era el rito del “Apresamiento”. Los romanos iban desfilando a la Catedral,
cogían preso al Obispo, lo ataban con unos cordeles simbólicos y, como si fuera
Jesús, y se lo llevaban detenido a su palacio.
(En Épila se celebraba el
“encierro del Alcalde” como guardián de la llave del Sepulcro, es decir del
Monumento. El sacerdote cerraba el Sagrario y colgaba la llave pendiente de una
cadena en el cuello del alcalde y éste salía escoltado hasta su casa, de la que
no podía salir hasta que lo fueran a
buscar el día siguiente.)
Dos actos había también
muy concurridos en muchísimas ciudades aragonesas: el sermón de la bofetada y
la procesión del Encuentro. El primero, recuerdo que lo hacía el predicador de
forma tan emotiva que nos hacía llorar y cuando llegaba a lo de los sayones que
abofeteaban a Jesús, todos los oyentes nos pegábamos una sonora bofetada a
nosotros mismos.
La Procesión del Encuentro
es, en realidad, dos procesiones que se encuentran en un sitio determinado. Una
lleva al Nazareno y la otra, a la Virgen Dolorosa, y resultaba muy emotivo el
momento en que se juntaban.
Mamá me contó que, este
mismo día en Zaragoza, salía la Procesión del Silencio. No sonaban los
tambores, sino unas trompetas heráldicas que anunciaban los pasos. Decía que
era preciosa y conmovedora.
Aquella mañana me había
levantado yo la mar de contento, no sé exactamente por qué, y entré
cantando en la cocina. Mi madre me reprendió medio enfadada:
-¡Estás
loco! ¿No sabes que hoy no se puede cantar? ¿Que ha muerto el Señor?
Me tragué la canción. Era
verdad, estábamos en Viernes Santo, el día más triste del año.
En casa no se podía hacer
nada o casi nada. No se barría ni se limpiaba el polvo; tampoco se rugiaba la
calle, porque se llenaría la casa de hormigas. Sin embargo, las mujeres sacaban
de los armarios las mantas y los vestidos buenos para que “cogieran el
aire” de la Semana del Señor.
Los hombres sembraban las
judías tiernas porque era el mejor día. También el agua de las olivas en
conserva había que cambiada el Viernes Santo. Y poco más…
Aquí no se hacía procesión
del Rosario como en otros sitios. Me contaron que en Eriste, en las letanías, los
niños en vez de contestar, “ora pro nobis”, decían, “boletes de segreis...”.
Los segreis son las
bolitas de la enjundia
.Algo parecido se hacía en
Alcañiz. Ahí contestaban: “Bis, bis. Bis”, y se quedó con el nombre
popular de la “Procesión del bis-bis”.
En algún sitio he leído
que en Huesca, en el siglo XVI, se daba la Procesión de los Mazos. Los muchachos
rompían a golpes los cajones de madera que para ese día habían sacado a la
calle. Lo importante era hacer mucho ruido: era para matar a los judíos y al
diablo y recordar el trueno a la muerte de Jesús.
En el pueblo cantábamos:
¿Has
visto a Cristo?
Sí
que lo he visto.
¿Has
visto al diablo?
Por aquí ha pasado.
¡Vamos
a matarlo!
No nos parecía obligatorio
oír el sermón de las Siete Palabras, que era muy largo, y la chiquillería nos
salíamos de la iglesia para ver los preparativos de la Procesión del Santo
Entierro, que saldría de Santo Domingo.
Allí estaba la “Cama” del
Señor, custodiada por romanos con sus lanzas; tenían que estar como estatuas, sin
menearse, ni siquiera pestañear.
Sólo en los relevos,
cuando sonaba desde la sacristía una melodía muy triste, tocada por flauta y
clarinete y acompañada de un tambor destemplado,
Estos ruidos fueron quizá
el origen de los bombos y tambores de Semana Santa.
En Liri, colocaban un
madero hueco a la puerta de la iglesia. Cada chico llevaba un palo y pegaba al
madero muchas veces “para matar al diablo”.
En Fuencalderas, en la
misa vespertina sucedía “la muerte del cura” con temor de que algún año
sucediera de verdad.
En Tamarite, grupos de
personas recorrían las calles y entonaban cánticos para llamar al Vía Crucis.
Éste salía de la parroquia, para llegar al Patrocinio. Encabezaba la ceremonia un
nazareno descalzo, cargado con una pesada cruz y arrastrando una gruesa cadena.
A media mañana se hacía el Oficio de Tinieblas y tras la colación, a las tres
de la tarde se rezaban en la iglesia 33 credos seguidos.
En muchos lugares de
Aragón, este día se rezaba o se cantaba el “Reloj de la Pasión”..
En Borja, a las tres de la
tarde, se hacía un pregón pidiendo limosna para enterrar a Jesús, que es pobre.
En el cortejo, personajes alegóricos, como la Paz, la Justicia, las Doce Tribus
de Israel, las Cuatro Partes del Mundo, la “Muerte Carraña” con su cartel: “A
nadie perdono”.
Al paso del Cristo yacente
en todo Aragón se le llama “la Cama”. En Borja le dicen “el Arca”; va
custodiada por alabarderos y flanqueado por dos niños, a modo de ángeles con bandejas
con una vara de plata y los clavos. La acompaña un tambor destemplado y una corneta.
En Albalate de Cinca, en
este día se pasan los niños tres veces sobre la tumba de Cristo. Se hace cuando
tienen un año, una vez en la vida.
Pasábamos a adorar a
Cristo en la Cama. Pronto sería la Procesión.
La procesión del Santo
Entierro era, sin duda, la más espectacular.
Aunque recorría todo el
Coso, a mí me gustaba presenciada en cualquiera de las callejas en cuesta del
Casco Viejo.
Venían primero los romanos
de a caballo abriendo la marcha. Eran muy vistosos, con sus lábaros y el SPQR
bordado en ellos. Es verdad que tanto en estos romanos como en los de lanza y
los de astral se daba alguna incongruencia anacrónica, como alguno con gafas y relojes,
otros demasiado mayores como para cumplir el servicio militar, pero, como se
pasaban el traje de padres a hijos y los mayores se resistían a dejar su
puesto, parecía inevitable.
A mí me encantaban los de
lanza, que marcaban el paso muy marcialmente y golpeaban con fuerza el cuento
de hierro de su pica contra el encintado de la acera sacando chispas con mucha
frecuencia. Llevaban, además, su banda de cornetas y tambores; éstos,
destemplados, para dar un sonido más lúgubre.
Detrás de los romanos de
caballería y del alguacilillo que iba recogiendo sus huellas con una escoba y
una badila, venían numerosos personajes del Antiguo Testamento: Abraham,
acompañado del pequeño Isaac con su fajito de leña para el sacrificio; Moisés,
con su barba canosa y las Tablas de la Ley; Aarón, con la vara, y otros muchos.
Hasta las Sibilas que anunciaron al Mesías con sus profecías paganas.
Luego, ya el primer paso,
el de la “Burreta”, precedido de numerosos niños y niñas vestidos de hebreos
que cantaban la entrada jubilosa en Jerusalén. Junto al Paso los doce
apóstoles, incluido Judas Iscariote, de mirada huraña y que apretaba su bolsa
contra el pecho.
Y, luego, todos los pasos,
que me parece que eran dieciocho, Cada uno con su cofradía correspondiente y
sus túnicas; cada cofradía tenía su color propio y todos iban encapuchados. Los
más numerosos eran los de la Vera Cruz, que era la cofradía que organizaba esta
Procesión. De cuando en cuando, se veían algunos encapuchados descalzos y
alguno que otro arrastrando pesadas cadenas.
Todos los pasos se
llevaban a hombros. En los silencios de la procesión, cuando no había tambores
cerca, que más bien escaseaban, se escuchaban los mazazos del mayordomo, que
indicaba cuándo habían de parar los costaleros y cuándo dejaban descansar el
Paso en las muletas que portaban los de las esquinas.
Alguna vez se escuchaba
una saeta, cantada por algún soldadito andaluz o algún gitano, porque en mi
tierra no se estilaban. La procesión era silenciosa. Solamente muy espaciados
iban algunos tambores con su cofradía.
El paso más emotivo era el
del Cristo del Perdón y el más adornado e iluminado, el de la Dolorosa.
Pero el que más nos
impresionaba era el del Ángel Exterminador, que nosotros llamábamos el Paso de
la Muerte (lo llamábamos “de la Parca”) y representaba una bola del mundo junto
a un esqueleto con su guadaña y todo. Sobre él, el Ángel. Existía la creencia
de que en la casa en que se detuviese a descansar, moriría alguno dentro de ese
mismo año y entonces se oían gritos de angustia desde algún balcón.
Al paso de la Cama o
Cristo yacente nos arrodillábamos. Iba escoltado por la Guardia Civil en traje de
gala y con el fusil a la funerala, apuntando al suelo.
Detrás del paso, el Obispo
con algunos sacerdotes, el Ayuntamiento y demás autoridades con los maceros, la
banda de música del Regimiento y una compañía de soldados desfilando y que
cerraban la procesión.
Los soldados también
cubrían la carrera de la procesión.
Nosotros asegurábamos que
nuestra Semana Santa era la segunda de España en importancia, apreciación un
tanto optimista. Pero no cabe duda de que era muy seria y vistosa.
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