Me
sorprendieron las palabras de mi madre:
-Mañana
es Santa Águeda y mandamos las mujeres. Tú y tu padre os tenéis que encargar de
la casa.
-¿Y
que hacéis vosotras mañana?
-Mandar.
No hacemos nada. Divertirnos y no trabajar, lo que hacen los hombres todos los
días del año.
Por
la mañana cuando me levanté, baje a la cocina, sabiendo que nadie me prepararía
el desayuno. Seguro que las mujeres seguían durmiendo. Pero no. Habían marchado
a la iglesia, al campanario y ahora estaban bandeando las campanas anunciando
la fiesta.
Me
extrañó porque se habían acostado muy tarde –y algunas ni siquiera eso- porque
se habían quedado horas y horas junto a la hoguera, cantando y bebiendo,
supongo, porque allí no permitieron que se acercara ningún varón.
Si
hubiera habido alguno, despistado o temerario, lo habrían cogido ellas por su
cuenta y lo habrían desnudado para “contarle las viejas”, verdadera humillación
para cualquier hombre o muchacho.
El
contar las viejas, consistía en coger al hombre que se acercara, bajarle los
pantalones y darle fuertes tirones en su miembro entre todas, y como decía
algún abuelo: -“Te la dejaban inservible para una buena temporada”.
A
mí, desde luego, no se me ocurrió, ni de lejos, acercarme por allí. Había
escuchado que en algún lugar, hasta los embadurnaban de azulete para que todo
el mundo supiese que lo habían cogido.
Algún
atrevido, desde una distancia prudencial y confiando en su agilidad, te contaba
que muchas de ellas se vestían de hombre, y hasta fumaban, en medio de las
risas de todas las demás.
Se
ve que había un verdadero desmadre y todo les estaba permitido ese día.
Por
la mañana, después de tocar las campanas habían acudido al ayuntamiento. Allí
las esperaba el alcalde que entregaba su vara de mando a la mujer que habían
elegido como alcaldesa y que inmediatamente ordenaba que se proclamara un bando
por todas las esquinas del lugar, prohibiendo a los hombres salir de casa ni
asomarse a las ventanas hasta que no hubieran fregado, escobado, hecho las
camas y atendido a los niños, todas las faenas que normalmente ellas hacían.
En
la misa ellas fueron las que hicieron de monaguillo, cosa inimaginable en
aquellos tiempos.
Luego
no faltaría la procesión, que por ejemplo en Escatrón se llamaban “procesión de
los panes benditos”. En todas ellas solo participaban mujeres, vestidas de
fiesta y con un pan en la cabeza.
Yo
creía que se irían a comer todas juntas, porque vi a los hombres haciendo la
comida, pero no. Cada una se fue a su casa. Nunca se sentaban a la mesa pero
ese día sí y fueron los hombres los que las sirvieron. Y mientras ellos se
disponían a fregar la vajilla después del postre, ellas marcharon al bar donde
se reunieron para charrar y echar su partida de guiñote. Si se acercaba algún
hombre que ya había acabado con sus tareas domésticas, eran las mujeres las que
le invitaban.
Después
seguía la juerga con carreras de mujeres, merienda y baile. La carrera nos
divertía mucho, pues todas corrían con un cántaro en la cabeza.
Recuerdo
también “la tamborrada”, con un bombo que siempre llevaba la moza más
aguerrida. Iban por todo el pueblo y lo ponían patas arriba. Aquí si que les
acompañaban dos zagales, uno a cada lado, que llevaban parches de recambio por
si se rompía alguno. Ellos no podían tocarlo. Si lo hacían los apaleaban sin
piedad. Y esto lo recuerdo muy bien, porque yo parece que siempre estaba en la
lista.
Luego
venía la chocolatada que no faltaba en ningún sitio ese día, naturalmente con
tortas especiales de ese día. La confianza que tenían en los hombres pronto se
comprobaba, pues las tortas era lo único que ese día hacían las mujeres.
Recuerdo
de mi yaya, una cantinela que muchas veces recitaba:
“O
chicolate sobrebuén, ta que faga goyo, cuatro cosas sigua estar: expeso, dulze,
calién, i de mans de muller”.
“El
chocolate excelente, para que cause placer, cuatro cosas debe ser, espeso,
dulce, caliente y de manos de mujer”.
Luego
en el baile, eran las mujeres las que sacaban a bailar a los hombres. ¡Qué
sufrir con los pizcos!
Las
mujeres acercaban a sus bailadores a las paredes, donde las abuelas se que se
sentaban pegadas a ellas los pellizcaban en salva sean las partes, o lo que era
peor, les clavaban unas agujas grandes…
A
mi me encantaba esa fiesta tan merecida, pero me daba mucha pena pensar que al
día siguiente todo volvería a la normalidad y las pobres mujeres retornarían a
su pesado trabajo diario.
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