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sábado, 4 de febrero de 2012

Cinco de febrero: Un día de “Aguedetas”

Me sorprendieron las palabras de mi madre:
-Mañana es Santa Águeda y mandamos las mujeres. Tú y tu padre os tenéis que encargar de la casa.
-¿Y que hacéis vosotras mañana?
-Mandar. No hacemos nada. Divertirnos y no trabajar, lo que hacen los hombres todos los días del año.
Por la mañana cuando me levanté, baje a la cocina, sabiendo que nadie me prepararía el desayuno. Seguro que las mujeres seguían durmiendo. Pero no. Habían marchado a la iglesia, al campanario y ahora estaban bandeando las campanas anunciando la fiesta.
Me extrañó porque se habían acostado muy tarde –y algunas ni siquiera eso- porque se habían quedado horas y horas junto a la hoguera, cantando y bebiendo, supongo, porque allí no permitieron que se acercara ningún varón.
Si hubiera habido alguno, despistado o temerario, lo habrían cogido ellas por su cuenta y lo habrían desnudado para “contarle las viejas”, verdadera humillación para cualquier hombre o muchacho.
El contar las viejas, consistía en coger al hombre que se acercara, bajarle los pantalones y darle fuertes tirones en su miembro entre todas, y como decía algún abuelo: -“Te la dejaban inservible para una buena temporada”.
A mí, desde luego, no se me ocurrió, ni de lejos, acercarme por allí. Había escuchado que en algún lugar, hasta los embadurnaban de azulete para que todo el mundo supiese que lo habían cogido.
Algún atrevido, desde una distancia prudencial y confiando en su agilidad, te contaba que muchas de ellas se vestían de hombre, y hasta fumaban, en medio de las risas de todas las demás.
Se ve que había un verdadero desmadre y todo les estaba permitido ese día.
Por la mañana, después de tocar las campanas habían acudido al ayuntamiento. Allí las esperaba el alcalde que entregaba su vara de mando a la mujer que habían elegido como alcaldesa y que inmediatamente ordenaba que se proclamara un bando por todas las esquinas del lugar, prohibiendo a los hombres salir de casa ni asomarse a las ventanas hasta que no hubieran fregado, escobado, hecho las camas y atendido a los niños, todas las faenas que normalmente ellas hacían.
En la misa ellas fueron las que hicieron de monaguillo, cosa inimaginable en aquellos tiempos.
Luego no faltaría la procesión, que por ejemplo en Escatrón se llamaban “procesión de los panes benditos”. En todas ellas solo participaban mujeres, vestidas de fiesta y con un pan en la cabeza.
Escatrón "Procesión de los panes benditos"
(Fondo documental Rivera baja)
Yo creía que se irían a comer todas juntas, porque vi a los hombres haciendo la comida, pero no. Cada una se fue a su casa. Nunca se sentaban a la mesa pero ese día sí y fueron los hombres los que las sirvieron. Y mientras ellos se disponían a fregar la vajilla después del postre, ellas marcharon al bar donde se reunieron para charrar y echar su partida de guiñote. Si se acercaba algún hombre que ya había acabado con sus tareas domésticas, eran las mujeres las que le invitaban.
Después seguía la juerga con carreras de mujeres, merienda y baile. La carrera nos divertía mucho, pues todas corrían con un cántaro en la cabeza.
Recuerdo también “la tamborrada”, con un bombo que siempre llevaba la moza más aguerrida. Iban por todo el pueblo y lo ponían patas arriba. Aquí si que les acompañaban dos zagales, uno a cada lado, que llevaban parches de recambio por si se rompía alguno. Ellos no podían tocarlo. Si lo hacían los apaleaban sin piedad. Y esto lo recuerdo muy bien, porque yo parece que siempre estaba en la lista.
Luego venía la chocolatada que no faltaba en ningún sitio ese día, naturalmente con tortas especiales de ese día. La confianza que tenían en los hombres pronto se comprobaba, pues las tortas era lo único que ese día hacían las mujeres.
Recuerdo de mi yaya, una cantinela que muchas veces recitaba:
“O chicolate sobrebuén, ta que faga goyo, cuatro cosas sigua estar: expeso, dulze, calién, i de mans de muller”.
“El chocolate excelente, para que cause placer, cuatro cosas debe ser, espeso, dulce, caliente y de manos de mujer”.
Luego en el baile, eran las mujeres las que sacaban a bailar a los hombres. ¡Qué sufrir con los pizcos!
 Las mujeres acercaban a sus bailadores a las paredes, donde las abuelas se que se sentaban pegadas a ellas los pellizcaban en salva sean las partes, o lo que era peor, les clavaban unas agujas grandes…
A mi me encantaba esa fiesta tan merecida, pero me daba mucha pena pensar que al día siguiente todo volvería a la normalidad y las pobres mujeres retornarían a su pesado trabajo diario.

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