Hacía un año que estaba interno en el colegio
salesiano de Huesca. Mis navidades las había pasado en casa de mi tía Rosario
en Bolea, el lugar de mi madre y toda su familia. El día siete de enero,
tendríamos que volver a Huesca, porque el ocho comenzaba ya la escuela. ¡Que
pereza!
No es que me doliera volver a la escuela, porque en
ella me lo pasaba bastante bien, a pesar de los reglazos de don Antonio, que
dicho sea de paso, nunca me produjeron estrés o depresión. Allí tenía también
mis amigos de la ciudad que eran una colla, en la que yo era el jefe, y por lo
tanto fabricada a mi estilo. Lo que me costaba era dejar el lugar. La libertad
que tenías allí, todo el día recogido en la calle, no la encontrabas en ningún
sitio.
No se si me vería la tía un poco mustio aquella
mañana porque me dijo:
-¡Hala, Bastiané! Prepara tus cosas, que esta tarde
nos vamos. Y voy a darte una buena noticia: el día de San Antón cae en sábado y
ha dicho tu tío que a lo mejor vienes otra vez ese fin de semana si os dejan
los maestros.
Después de desayunar metí mis juguetes y mis cosas
en una caja de cartón, la até bien con una liza y salí de casa a dar una vuelta
y despedirme de los amigos.
En casa de la tía ultimaban la preparación del
viaje. Sólo nos separaban treinta y ocho kilómetros de Huesca, pero entonces
era un gran viaje.
Después de comer subimos a la plaza con todos los
bártulos y me acompañaban mis tíos. Ya estaba esperando la tartana de Francho y
allí nos embutimos todos con mi mercancía para cubrir los diez kilómetros que
nos separaban de la estación de Ayerbe.
Al cabo de media hora, ya bajaba de Canfranc con su
asmática locomotora echando humo.
Como el tren venía lleno, el tío subió a buscar
sitio mientras nosotros esperábamos en el andén con mi cajeta con mis cosas. No
había mucha prisa, ya que el tren no arrancaría hasta que todos hubiéramos
subido a él.
¡Que diferencias con los de ahora! ¡Hoy todo son
prisas!
Por fin encontramos acomodo en el departamento de un
vagón de tercera. Saludamos a sus ocupantes, colocamos los bultos debajo de los
asientos de rejilla de madera y nos sentamos. Una señora muy amable me dejó
colocar al lado de la ventanilla al ver cómo estiraba el cuello para mirar
afuera. Todos iban muy cargados y hasta se escuchaban las protestas de un par
de gallinas metidas en una caja con unos agujericos en la tapa para respirar.
Tío me ayudó a bajar la ventanilla tirando de la
correa de lona, pero ya me advirtió que cuando nos pusiéramos en marcha la
cerraría por el frío y para que no me entrara carbonilla en los ojos, como
siempre que iba en tren.
El jefe de la estación repicó ligeramente en el
zimbalico que colgaba junto al reloj mientras exclamaba:
-¡Señores viajeros, al tren!
Todos los del departamento se santiguaron y,
momentos después, arrancaba el convoy. El tren corría ligero porque iba cuesta
abajo y seguro que en un par de horas cubriría los treinta kilómetros que nos
separaban de nuestro destino.
La tía sacó una fiambrera de la cesta y nos repartió
un trozo de tortilla a cada uno y una tajada de pan, no sin antes ofrecer
cortésmente a nuestros compañeros de viaje, que no aceptaron porque también
llevaban su alforja. Fuimos comiendo y parando en todas las estaciones del
trayecto. El traqueteo nos hacía bailar a derecha e izquierda como si
estuviéramos en una batidora.
Cuando llegamos a Huesca ya era de noche, y es que
los días eran muy cortos aunque ya empezaban a alargar, pues como decía mi
abuela, “para Los Magos, no notan los bueyes”.
En la puerta de la estación había demasiado personal
para los tres coches, tirados por caballos que esperaban posibles clientes, y
tuvimos que ir andando a casa, que también poseían mis tíos en la ciudad.
Menos mal que hacía “gúen orache”, aunque un poco
fresco, y el lucero ya había recorrido las calles encendiendo las farolas con
su pértiga. Uno de los oficios perdidos. Como el de vigilante, que al llegar a
casa, con unas palmadas de mi tío, acudió y rebuscando entre un montón de
llaves, sacó la del portal y nos abrió.
La ciudad era un mundo diferente al del pueblo. En
la casa toda clase de comodidades, que hasta tenía una cocinilla económica y
una estufa de hierro colado. Y aseo con retrete y agua corriente. Y nevera que
se alimentaba con hielo de la fábrica que tenían cerca de casa. Era del mismo
que hacía los helados, que vendía por las calles con su carrico.
Cuando repaso mi cuadernico, observando los oficios
que tengo recogidos, compruebo la cantidad de ellos que hoy han desaparecido.
Colchoneros, afiladores, ferreros, cañiceros, carboneros, capadores... Pero de
la ciudad tengo añadidos, estañadores, limpiabotas, serenos, vendedores
ambulantes, carteros, guardias…
Tiempo tendremos para pasaros mis notas, y mostraros
ese Aragón hoy desaparecido, pero nunca sabré si fue mejor o peor al que hoy
tenemos. De todas formas, siempre lo apreciaré en lo que vale. ¡Es el único que
tengo! Todo seguirá siendo Aragón…
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