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martes, 3 de enero de 2012

Epifanía

La celebración de los Reyes magos, era una ceremonia rural que consistía en un rito muy arraigado en nuestra sociedad aragonesa. La vida ha comenzado a despertar el 25 de diciembre y llega el momento en que la naturaleza tiene que comenzar a procrear. Las tribus primitivas de nuestras montañas, el día de la Epifanía, establecían matrimonios entre individuos de ambos sexos que tenían un marcado carácter ritual. Escogían a la mujer y hombre más vigorosos y sanos de la comunidad que copulaban públicamente. Con esta ceremonia pensaban que se establecía una conexión mágica con las fuerzas procreativas de la naturaleza. Se pensaba que de esa manera se auspiciaba el desarrollo de los cultivos, el nacimiento de los ganados y animales domésticos y la prosperidad del grupo comunal. En ningún momento se consideraba un acto lascivo sino una ceremonia muy seria que aseguraba la pervivencia del lugar.
De estos rituales primitivos quedaros recuerdos en el pueblo aragonés, que a pesar de que la iglesia con la colocación de festividades cristianas trato de  enmudecer las tradiciones paganas, no consiguió del todo su propósito, pues hasta que se produce la despoblación de muchos lugares con la emigración (años sesenta), se continúan haciendo con la denominación de “Sacar damas y caballeros”.
La fiesta de “Damas y caballeros” se hacía la víspera de Reyes en algunos lugares, o el mismo día por la tarde como en el mío, todos los años con toda seriedad, pero que daba lugar a una celebración de lo más alegre y festiva.
Esta fiesta baile, se hacía en mi casa, en lo que todo el pueblo llamaba “el salón”.
Era una dependencia espaciosa de la planta baja. Tenía entrada por el exterior, y nada tenía que ver con el interior de ella. El salón hacía de baile en invierno o los días de lluvia cuando no se podía hacer en la plaza. También era el sitio de reuniones de vecinos para cualquier asunto y en general la única pieza del lugar suficientemente grande, para acoger a toda la gente en cualquier acontecimiento.
En un rinconcico estaba el gramófono sobre una mesica. Un mozo estaba encargado de él, para darle cuerda con la manivela, cambiar las placas, y renovar las agujas cada cinco o seis piezas, para que no se rayasen.
Ardían cuatro quinqués de acetileno que esparcían una luz blanca azulada, que parecía que lucía el sol.
Mediano (Huesca) 1960
En el centro del salón, una mesa grande con cuatro pucheros que, sin duda, contenían los papelicos del sorteo que ya habían preparado los mozos, aquella misma mañana.
Poco a poco iba llegando la gente. Las mozas venían en pandillas y cogidas del brazo, igual que solían pasear por las carreras del pueblo. Los mozos dando vozarrones que pretendían afirmar su virilidad. No faltaba nadie del pueblo. Si acaso algún viejecico al que ya no le llevaban los remos a ningún sitio.
El “mayoral de fiestas” pidió silencio agitando la campanilla que para la ocasión le había prestado el mosen, y se hizo un silencio relativo. El carraspeo, y aclaró lo que ya todos sabían:
-En este puchero están los nombres de los solteros –los galanes- grandes y chicos. No falta nadie. Ni siquiera el tión de casa Castro.
Le interrumpieron con grandes risas. El tal tión, solterón empedernido, ya pasaba de los cincuenta años y además bizqueaba como si mirase constantemente contra el gobierno.
-En este otro, -siguió el mayoral, una vez aplacadas las risas- están las agraciadas mozas –las damas-, y como sabéis, en número igual al de mozos, más una. La suerte decidirá quien queda desparejada este año.
Las chicas reían nerviosas, cuchicheaban y se daban golpecicos con el codo de unas a otras.
En el tercero el oficio que asumirá el galán para las fiestas y, en el cuarto, la dote que aportará la dama. La mano inocente que sacará las papeletas será la de Anchelér.
La concurrencia aplaudió a un chiquer de media docena de años mal contados, que se sorbió los moquicos que le colgaban de su nariz respingona y terminó de limpiarse con la manga al adelantarse hacia la mesa. Se hizo un silencio total.
Anchelér metió la mano en el primer puchero, revolvió los papelicos y extrajo uno que dio al mayoral. Este lo pasó a Luisón que hacía de secretario y que leyó con empaque:
-Primera pareja: Galán, Chorche de casa Briz.
Entre las mozas, un desazonado rumor nervioso. Chorche era un mozetón guallardo y de buena casa. Lo que se dice “un buen partido” y más de una zagala suspiraba pensando en él. Y os debo aclarar que, aunque era un divertido juego, en varias ocasiones la suerte de “Damas y Caballeros” había formado auténticos noviazgos. El papel del mozo era rondar a la moza, acompañarla al baile y bailarla y tener deferencias con ella, durante todo el año siguiente.
Mediano (Huesca) 1936
Pero ya había en manos del secretario otra papeleta:
-Dama, Nicolaseta.
Una ovación rubricó el nombramiento. Nocolaseta era una zagaleta quinceañera, rubieta y simpática, aunque algo tímida, y parecía bien para pareja de Chorche. Ella con el rostro encendido, miraba a todas partes y acabo tapándose la cara con las manos. La gente reía. El secretario continuaba:
-El oficio del galán será “barrendero mayor”.
Aquí estalló la juerga. Chorche reía también, haciendo ademanes de escobar pues ya se veía barriendo los domingos la pista del baile.
-La dote de la dama… (Pausa… todos con el aliento contenido) ¡Veinte tortas de anís para la merienda del domingo!
Esta primera elección caldeó el ambiente y la mano regordeta y con sabañones de Ancheler continuó empalmando parejas mientras quedaban papelicos en los pucheros.
Se podía comprobar que, desde luego, la suerte suele ser muy caprichosa.
¡Qué risas si caía una moza de casa grande, de tres pares de mulas, con el repatán que no tenía ni una peseta, o la viuda vieja con un mozo pinturero!
Precisamente, una moza de muy buen ver, quedó emparejada con el recalcitrante tión de casa Castro y al pobre hombre casi le dan de palos los mozos…
Había tres mozas de las más apuestas, que casi siempre iban juntas a todos los sitios y en aquellos momentos, estaban pasando las de Caín, porque ya quedaban muy pocos nombres y ninguna acababa de salir. No hacían más que tragar saliva.
Dos de ellas todavía quedaron tal cual. A una le tocó el pastor de mi casa que se pasaba todo el año fuera, en la montaña, y raro era el domingo que aparecía por el pueblo para “mudarse”. Otra, con un viudo sesentón. Y la tercera, pobrecica, se quedó “empucherada” porque habían agotado los galanes. Casi lloraban. Pero, al final, las tres, muy dignas ellas, aseguraron que no les importaba porque las pretendían tres mozos de Barbastro, nada menos…
Luego empezó la fiesta. Se llenaron los porrones con el poncho y los tragos fueron empujando las magdalenas y crespillos. Después del obligado baile con la pareja que te había tocado, los chicos, como eso era lo más aburrido, nos salimos a la calle con unos mistos de “cazoleta” o “pedorretas”, como llamábamos a esas tiras que llevaban pegados los petardos pequeñicos que se encendían en cadena.
Las chicas, se quedaron dentro y se pusieron a bailar tan convencidas en parejas femeninas.
Cuando ví que mis padres y mis tíos se volvían a casa, que ya eran más de las once de la noche, me fui con ellos pues mis juguetes me seguían esperando hasta que me venciera el sueño.
Y otra tradición perdida. ¿Y cuantas van? Pueblos vacíos y sin tradiciones…

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