La
celebración de los Reyes magos, era una ceremonia rural que consistía en un
rito muy arraigado en nuestra sociedad aragonesa. La vida ha comenzado a
despertar el 25 de diciembre y llega el momento en que la naturaleza tiene que
comenzar a procrear. Las tribus primitivas de nuestras montañas, el día de la
Epifanía, establecían matrimonios entre individuos de ambos sexos que tenían un
marcado carácter ritual. Escogían a la mujer y hombre más vigorosos y sanos de
la comunidad que copulaban públicamente. Con esta ceremonia pensaban que se
establecía una conexión mágica con las fuerzas procreativas de la naturaleza.
Se pensaba que de esa manera se auspiciaba el desarrollo de los cultivos, el
nacimiento de los ganados y animales domésticos y la prosperidad del grupo
comunal. En ningún momento se consideraba un acto lascivo sino una ceremonia
muy seria que aseguraba la pervivencia del lugar.
De
estos rituales primitivos quedaros recuerdos en el pueblo aragonés, que a pesar
de que la iglesia con la colocación de festividades cristianas trato de enmudecer las tradiciones paganas, no
consiguió del todo su propósito, pues hasta que se produce la despoblación de
muchos lugares con la emigración (años sesenta), se continúan haciendo con la
denominación de “Sacar damas y caballeros”.
La
fiesta de “Damas y caballeros” se hacía la víspera de Reyes en algunos lugares,
o el mismo día por la tarde como en el mío, todos los años con toda seriedad,
pero que daba lugar a una celebración de lo más alegre y festiva.
Esta
fiesta baile, se hacía en mi casa, en lo que todo el pueblo llamaba “el salón”.
Era
una dependencia espaciosa de la planta baja. Tenía entrada por el exterior, y
nada tenía que ver con el interior de ella. El salón hacía de baile en invierno
o los días de lluvia cuando no se podía hacer en la plaza. También era el sitio
de reuniones de vecinos para cualquier asunto y en general la única pieza del
lugar suficientemente grande, para acoger a toda la gente en cualquier
acontecimiento.
En
un rinconcico estaba el gramófono sobre una mesica. Un mozo estaba encargado de
él, para darle cuerda con la manivela, cambiar las placas, y renovar las agujas
cada cinco o seis piezas, para que no se rayasen.
Ardían
cuatro quinqués de acetileno que esparcían una luz blanca azulada, que parecía
que lucía el sol.
En
el centro del salón, una mesa grande con cuatro pucheros que, sin duda,
contenían los papelicos del sorteo que ya habían preparado los mozos, aquella
misma mañana.
Poco
a poco iba llegando la gente. Las mozas venían en pandillas y cogidas del
brazo, igual que solían pasear por las carreras del pueblo. Los mozos dando
vozarrones que pretendían afirmar su virilidad. No faltaba nadie del pueblo. Si
acaso algún viejecico al que ya no le llevaban los remos a ningún sitio.
El
“mayoral de fiestas” pidió silencio agitando la campanilla que para la ocasión
le había prestado el mosen, y se hizo un silencio relativo. El carraspeo, y
aclaró lo que ya todos sabían:
-En
este puchero están los nombres de los solteros –los galanes- grandes y chicos.
No falta nadie. Ni siquiera el tión de casa Castro.
Le
interrumpieron con grandes risas. El tal tión, solterón empedernido, ya pasaba
de los cincuenta años y además bizqueaba como si mirase constantemente contra
el gobierno.
-En
este otro, -siguió el mayoral, una vez aplacadas las risas- están las
agraciadas mozas –las damas-, y como sabéis, en número igual al de mozos, más
una. La suerte decidirá quien queda desparejada este año.
Las
chicas reían nerviosas, cuchicheaban y se daban golpecicos con el codo de unas
a otras.
En
el tercero el oficio que asumirá el galán para las fiestas y, en el cuarto, la
dote que aportará la dama. La mano inocente que sacará las papeletas será la de
Anchelér.
La
concurrencia aplaudió a un chiquer de media docena de años mal contados, que se
sorbió los moquicos que le colgaban de su nariz respingona y terminó de
limpiarse con la manga al adelantarse hacia la mesa. Se hizo un silencio total.
Anchelér
metió la mano en el primer puchero, revolvió los papelicos y extrajo uno que
dio al mayoral. Este lo pasó a Luisón que hacía de secretario y que leyó con
empaque:
-Primera
pareja: Galán, Chorche de casa Briz.
Entre
las mozas, un desazonado rumor nervioso. Chorche era un mozetón guallardo y de
buena casa. Lo que se dice “un buen partido” y más de una zagala suspiraba
pensando en él. Y os debo aclarar que, aunque era un divertido juego, en varias
ocasiones la suerte de “Damas y Caballeros” había formado auténticos noviazgos.
El papel del mozo era rondar a la moza, acompañarla al baile y bailarla y tener
deferencias con ella, durante todo el año siguiente.
-Dama,
Nicolaseta.
Una
ovación rubricó el nombramiento. Nocolaseta era una zagaleta quinceañera,
rubieta y simpática, aunque algo tímida, y parecía bien para pareja de Chorche.
Ella con el rostro encendido, miraba a todas partes y acabo tapándose la cara
con las manos. La gente reía. El secretario continuaba:
-El
oficio del galán será “barrendero mayor”.
Aquí
estalló la juerga. Chorche reía también, haciendo ademanes de escobar pues ya
se veía barriendo los domingos la pista del baile.
-La
dote de la dama… (Pausa… todos con el aliento contenido) ¡Veinte tortas de anís
para la merienda del domingo!
Esta
primera elección caldeó el ambiente y la mano regordeta y con sabañones de
Ancheler continuó empalmando parejas mientras quedaban papelicos en los
pucheros.
Se
podía comprobar que, desde luego, la suerte suele ser muy caprichosa.
¡Qué
risas si caía una moza de casa grande, de tres pares de mulas, con el repatán
que no tenía ni una peseta, o la viuda vieja con un mozo pinturero!
Precisamente,
una moza de muy buen ver, quedó emparejada con el recalcitrante tión de casa
Castro y al pobre hombre casi le dan de palos los mozos…
Había
tres mozas de las más apuestas, que casi siempre iban juntas a todos los sitios
y en aquellos momentos, estaban pasando las de Caín, porque ya quedaban muy
pocos nombres y ninguna acababa de salir. No hacían más que tragar saliva.
Dos
de ellas todavía quedaron tal cual. A una le tocó el pastor de mi casa que se
pasaba todo el año fuera, en la montaña, y raro era el domingo que aparecía por
el pueblo para “mudarse”. Otra, con un viudo sesentón. Y la tercera, pobrecica,
se quedó “empucherada” porque habían agotado los galanes. Casi lloraban. Pero,
al final, las tres, muy dignas ellas, aseguraron que no les importaba porque
las pretendían tres mozos de Barbastro, nada menos…
Luego
empezó la fiesta. Se llenaron los porrones con el poncho y los tragos fueron empujando
las magdalenas y crespillos. Después del obligado baile con la pareja que te
había tocado, los chicos, como eso era lo más aburrido, nos salimos a la calle
con unos mistos de “cazoleta” o “pedorretas”, como llamábamos a esas tiras que
llevaban pegados los petardos pequeñicos que se encendían en cadena.
Las
chicas, se quedaron dentro y se pusieron a bailar tan convencidas en parejas
femeninas.
Cuando
ví que mis padres y mis tíos se volvían a casa, que ya eran más de las once de
la noche, me fui con ellos pues mis juguetes me seguían esperando hasta que me
venciera el sueño.
Y
otra tradición perdida. ¿Y cuantas van? Pueblos vacíos y sin tradiciones…
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