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domingo, 22 de enero de 2012

Día de matacía

No sé, pero en el mes de enero me vienen los recuerdos de mi niñez con bastante claridad. Cuando hoy las matacías están desaparecidas, y los mataderos son los encargados de hacerlas, se perdió una de las tradiciones que significaba el sustento de todo un año para una casa aragonesa.
De mis memorias:
A todo cerdo le llega su San Antón, dice nuestro refrán y también a aquél. Lo recuerdo perfectamente, aunque la matacía no fue el día de ningún santo “capuchón”. Para nuestras gentes los santos capuchones de enero son los que traen el agua y vienen todos seguidos: San Antón, San Babil, San Pablo y San Sebastián. Por el Sobrarbe y La litera, existía la semana “ d’os barbudos” y dentro de ella caen San Mauro, la Conversión de San Pablo y San Antonio Abad y se creía que los niños que nacían en esa semana serían muy peludos.
El tocino era enorme y pesaría sus buenas doce arrobas. Ya se notaba que era de dos agostos. La arroba aragonesa equivalía a algo más de doce kilos y medio. En Huesca, concretamente, 12,636 kg. Al hablar del peso de los cerdos, todavía se sigue pesando en arrobas.
Todo se había hecho como Dios manda desde que lo trajeron a casa. Por supuesto, lo habíamos metido en la pocilga marcha atrás, tapándole la cabeza con un capazo y tirando del rabo, aun sin saber que estábamos cumpliendo con ello un curiosísimo rito de agregación: el tocino tendría que salir bueno. Como era macho, tampoco había preocupación, pues ya se sabe que con una tocina hay que tener mucho más cuidado de si está “berroda”, es decir en celo, o no, porque si se mata en esas condiciones no sale buena, aunque también es verdad que para que dejara de estar en celo bastaba con echarle unos perdigones en la comida.
Desde mucho antes de amanecer, ya había trajín por toda la casa. Las mujeres habían cocido el arroz para el mondongo y estaban calentando el agua para escaldar. Los hombres habían limpiado el “bazión” y comprobaban que todo estaba a punto, la cazoleta, la “garroneta”, los “pozales”… El gancho y los cuchillos ya los traería el matachín que debía estar a punto de llegar. Los críos, como era nuestra obligación, estorbábamos en todas partes, bulliciosos y emocionados. Disputábamos sobre quién se llevaría la vejiga (la “bichiga”) decíamos nosotros en aragonés y, para jugar con ella a modo de pelotón. Ya habíamos convencido a la abuela de que no se la reservara para guardar manteca y como no hacíamos como los de Lanaja que la guardan hinchada hasta Navidad para reventarla en la misa de gallo al alzar a Dios, nos prometíamos disfrutarla de inmediato.
Por fin llegó el tío Anselmo, de casa Cacho, que hacía de matachín. Ahora se matan los cerdos utilizando hasta el hidráulico del tractor para colgar de una pata y cabeza abajo al animal y degollarlo sin más, Con dos hombres basta para matarlo. Entonces, no. Aquel día en casa, además de papá, el abuelo y el matarife, había dos hombres más, que no recuerdo quiénes eran pero que tenían mucha fuerza o al menos a mí me lo parecía.
El abuelo abrió la puerta de la zolle y le enseñaba al cochino una remolacha, mientras que el matachín se escondía detrás y ocultaba el gancho a su espalda. El tocino, que no sé si se sospechaba algo, tardó en asomar. Lo hizo con timidez y volviendo sus ojillos a todas partes.
Cuando tenía medio cuerpo fuera y al levantar la cabeza en busca de la remolacha que el abuelo mantenía en alto, el matarife le clavó en la garganta el gancho y empezó a tirar fuerte de él. En seguida otros dos hombres le agarraron uno de cada oreja y en cuanto hubo salido, los otros dos lo empujaron con fuerza hacia el corral.
A nosotros nos impresionaban los gruñidos lastimeros del bicho y, sobre todo, la sangre. La vacía estaba vuelta hacia abajo y allí arrastraron al cerdo acostándolo encima bien sujeto entre todos. Nosotros, en nuestro afán de ayudar lo cogíamos por el rabo. El matachín le dio un corte certero en la yugular y la sangre comenzó a salir a chorro. Dos mujeres, que habían arrimado los pozales la recogían para hacer el mondongo.
El animal se revolvía inútilmente entre sus verdugos y por fin dejó de garrear: estaba muerto. Inmediatamente dieron vuelta a la vacía, lo capuzaron dentro y le iban echando el agua hirviendo por encima y con las cazoletas le afeitaban todo el cuerpo, llevándose tiras de piel.
Los críos no perdíamos detalle impresionados por la exactitud de los cortes que daba el matarife, que debía saber lo suyo de anatomía. Como estaba previsto, a Chuaquiné, que era la primera vez que veía matar, le gastaron la broma de la sal. Le pidieron que trajese un puñado de sal y la pusiese con cuidado en el culo del cerdo, y cuando lo estaba haciendo, con un empujón en la nuca lo amorraron contra él.
Con la garroneta, un palo de boj, que metieron entre las rajas que abrió el matachín en las patas traseras, junto al tendón de los pies, hicieron como una percha y lo izaron hasta dejado colgado de una viga. Allí lo abrieron en canal y empezaron a troceado.
En cestas cubiertas de trapos blanquísimos iban las mujeres recogiendo todos los tajos y desaparecían con ellos hacia la cocina en la que ardía un hermoso fuego. También en el corral se había encendido una fogata y alguien puso a la brasa la cola y la barrena, los primeros bocados que se comían los hombres ayudados con el porrón.
Las mujeres, por su parte, en la cocina, se comían la mejor pizca del animal, ésa que por la montaña llamamos "marido non beigas" y también ellas se liquidaban el bocado de la "labadera", aunque repartieron para todos un trocico de la pizca de la "moza" y guardaron el resto para longaniza.
El "marido non beigas" para algunos es el solomillo, para otros, una chuletica de junto a la rabadilla. En Monzón le dicen "marido no comas". La "pizca de la moza" está entre los dos lomos y las costillas, junto a la nuca del animal. Lleva fama de ser la mejor. La "labadera" sale entre los intestinos aunque no pertenece a ellos. No es el páncreas, que le decimos "mielsa". No he podido identificada: me dicen que "es blanquecina y se parece a las “garandoletas” o lechecillas", que nosotros llamamos "mollejas". Al intestino cular lo llaman por la Alta Ribagorza "el bispe" (el obispo) así como al delgado le dicen "la casera". En la Sotonera con el intestino cular hacen el "morcillón" y se celebra una pequeña fiesta familiar para comérselo. En la zona que linda con la provincia de Zaragoza lo llaman "morcón".
Acabado de trocear el tocino, y una vez que todos habíamos almorzado, las mujeres comenzaron a mondonguear…

1 comentario:

  1. estupendo relato! El vocabulario aragonés es, sin duda, amplísimo. Pronto me iré a vivir a Aragón, así que más vale que me vaya acostumbrando. Eres muy gráfico y comprensible para los que no somos de allí. Enhorabuena.
    Por cierto, unos amigos extremeños también comen morcón.

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