No sé, pero en el mes de enero me vienen los recuerdos de mi niñez
con bastante claridad. Cuando hoy las matacías están desaparecidas, y los
mataderos son los encargados de hacerlas, se perdió una de las tradiciones que
significaba el sustento de todo un año para una casa aragonesa.
De mis memorias:
A todo cerdo le llega su
San Antón, dice nuestro refrán y también a aquél. Lo recuerdo perfectamente,
aunque la matacía no fue el día de ningún santo “capuchón”. Para nuestras
gentes los santos capuchones de enero son los que traen el agua y vienen todos
seguidos: San Antón, San Babil, San Pablo y San Sebastián. Por el Sobrarbe y La
litera, existía la semana “ d’os barbudos” y dentro de ella caen San Mauro, la
Conversión de San Pablo y San Antonio Abad y se creía que los niños que nacían
en esa semana serían muy peludos.
El tocino era enorme y
pesaría sus buenas doce arrobas. Ya se notaba que era de dos agostos. La arroba
aragonesa equivalía a algo más de doce kilos y medio. En Huesca, concretamente,
12,636 kg. Al hablar del peso de los cerdos, todavía se sigue pesando en
arrobas.
Todo se había hecho como
Dios manda desde que lo trajeron a casa. Por supuesto, lo habíamos metido en la
pocilga marcha atrás, tapándole la cabeza con un capazo y tirando del rabo, aun
sin saber que estábamos cumpliendo con ello un curiosísimo rito de agregación:
el tocino tendría que salir bueno. Como era macho, tampoco había preocupación,
pues ya se sabe que con una tocina hay que tener mucho más cuidado de si está
“berroda”, es decir en celo, o no, porque si se mata en esas condiciones no
sale buena, aunque también es verdad que para que dejara de estar en celo
bastaba con echarle unos perdigones en la comida.
Desde mucho antes de
amanecer, ya había trajín por toda la casa. Las mujeres habían cocido el arroz
para el mondongo y estaban calentando el agua para escaldar. Los hombres habían
limpiado el “bazión” y comprobaban que todo estaba a punto, la cazoleta, la
“garroneta”, los “pozales”… El gancho y los cuchillos ya los traería el
matachín que debía estar a punto de llegar. Los críos, como era nuestra
obligación, estorbábamos en todas partes, bulliciosos y emocionados.
Disputábamos sobre quién se llevaría la vejiga (la “bichiga”) decíamos nosotros
en aragonés y, para jugar con ella a modo de pelotón. Ya habíamos convencido a
la abuela de que no se la reservara para guardar manteca y como no hacíamos
como los de Lanaja que la guardan hinchada hasta Navidad para reventarla en la
misa de gallo al alzar a Dios, nos prometíamos disfrutarla de inmediato.
El abuelo abrió la puerta
de la zolle y le enseñaba al cochino una remolacha, mientras que el matachín se
escondía detrás y ocultaba el gancho a su espalda. El tocino, que no sé si se
sospechaba algo, tardó en asomar. Lo hizo con timidez y volviendo sus ojillos a
todas partes.
Cuando tenía medio cuerpo
fuera y al levantar la cabeza en busca de la remolacha que el abuelo mantenía
en alto, el matarife le clavó en la garganta el gancho y empezó a tirar fuerte
de él. En seguida otros dos hombres le agarraron uno de cada oreja y en cuanto
hubo salido, los otros dos lo empujaron con fuerza hacia el corral.
A nosotros nos
impresionaban los gruñidos lastimeros del bicho y, sobre todo, la sangre. La
vacía estaba vuelta hacia abajo y allí arrastraron al cerdo acostándolo encima
bien sujeto entre todos. Nosotros, en nuestro afán de ayudar lo cogíamos por el
rabo. El matachín le dio un corte certero en la yugular y la sangre comenzó a
salir a chorro. Dos mujeres, que habían arrimado los pozales la recogían para
hacer el mondongo.
El animal se revolvía
inútilmente entre sus verdugos y por fin dejó de garrear: estaba muerto.
Inmediatamente dieron vuelta a la vacía, lo capuzaron dentro y le iban echando
el agua hirviendo por encima y con las cazoletas le afeitaban todo el cuerpo,
llevándose tiras de piel.
Los críos no perdíamos detalle
impresionados por la exactitud de los cortes que daba el matarife, que debía
saber lo suyo de anatomía. Como estaba previsto, a Chuaquiné, que era la
primera vez que veía matar, le gastaron la broma de la sal. Le pidieron que
trajese un puñado de sal y la pusiese con cuidado en el culo del cerdo, y
cuando lo estaba haciendo, con un empujón en la nuca lo amorraron contra él.
Con la garroneta, un palo
de boj, que metieron entre las rajas que abrió el matachín en las patas
traseras, junto al tendón de los pies, hicieron como una percha y lo izaron
hasta dejado colgado de una viga. Allí lo abrieron en canal y empezaron a
troceado.
Las mujeres, por su
parte, en la cocina, se comían la mejor pizca del animal, ésa que por la
montaña llamamos "marido non beigas" y también ellas se liquidaban el
bocado de la "labadera", aunque repartieron para todos un trocico de
la pizca de la "moza" y guardaron el resto para longaniza.
El "marido non beigas"
para algunos es el solomillo, para otros, una chuletica de junto a la
rabadilla. En Monzón le dicen "marido no comas". La "pizca de la
moza" está entre los dos lomos y las costillas, junto a la nuca del
animal. Lleva fama de ser la mejor. La "labadera" sale entre los
intestinos aunque no pertenece a ellos. No es el páncreas, que le decimos
"mielsa". No he podido identificada: me dicen que "es
blanquecina y se parece a las “garandoletas” o lechecillas", que nosotros
llamamos "mollejas". Al intestino cular lo llaman por la Alta
Ribagorza "el bispe" (el obispo) así como al delgado le dicen
"la casera". En la Sotonera con el intestino cular hacen el
"morcillón" y se celebra una pequeña fiesta familiar para comérselo.
En la zona que linda con la provincia de Zaragoza lo llaman "morcón".
Acabado de trocear el
tocino, y una vez que todos habíamos almorzado, las mujeres comenzaron a
mondonguear…
estupendo relato! El vocabulario aragonés es, sin duda, amplísimo. Pronto me iré a vivir a Aragón, así que más vale que me vaya acostumbrando. Eres muy gráfico y comprensible para los que no somos de allí. Enhorabuena.
ResponderEliminarPor cierto, unos amigos extremeños también comen morcón.