La abuela, que nunca podía
quedarse parada, cogió el “fuso” para
seguir hilando. Era majo verla voltear el huso, incansable, traspasándole el
copo blanquísimo de la rueca con los gestos exactos de sus dedos. Los hombres
no hacían nada especial. Si acaso Tomás, el pastor, con su navajica acababa de
pulir una cuchara de madera de boj que había empezado en el monte. Lucera, su
perreta, estaba acurrucada entre sus piernas. .
Las mujeres, en cambio,
siempre encontraban tarea: esrayar o
deshojar panizo, esmolar judías,
hacer calceta, escoscar almendras...
Como las llamas daban luz abundante el tiedero
estaba apagado.
El abuelo liaba un
cigarrico de picadura y los críos nos alegrábamos porque era señal de que iba a
contar cosas. Eso era para nosotros lo mejor de la velada: escuchar al abuelo.
Cuando se encendía el
tiedero su luz era estupenda, mucho mejor que la del candil: era como una
bandeja cuadrada que colgaba de una viga y en ella se colocaban las teas
resinosas de pino. Las mejores eran las de coral o médula de la madera. También alumbraban muy bien las luminetas que eran ramicas de arto o
cambronera, restos de algún incendio y que habían tenido una semi-combustión.
Al encargado de .atender el tiedero, generalmente un niño, se le llamaba el
escolano.
A nosotros nos gustaba
coger un palico prendido por una punta y hacer culebretas en el aire con la
brasa rubricando el espacio. La abuela nos reprendía:
-"Ya tos he dito que no fagáis ixo, que tos picharéis en o leito
(la cama)".
Pero lo que más nos
entusiasmaba era escuchar las aventuras del abuelo:
-"Lolo, cuéntanos lo del rayo y la vaca".
Y él contaba por enésima
vez la tronada que le cogió en el puerto aquel verano en que murió la vaca
roya. Y luego la aventura con la manada de lobos que atacó el rebaño en la
paridera del Altizo y los "mostines" luchaban contra ellos protegidos
con su collar de clavos, pues ya se sabe que el lobo se lanza contra la
garganta de los perros... Y terminaba siempre con la guerra de Cuba, que estuvo
luchando en El Caney y en "El paso de la muerte" con el general Vara
del Rey y aquello le dejó marcado.
Para los pequeños pronto
llegó la hora de la cena. Bajaron las mesas prezosas, que estaban sujetas con una aldaba al respaldo de la
cadiera. Y, enseguida, en cuanto nos tomamos el tazón de leche de cabra con
mojones de pan, nos mandaron a la cama.
A mí no me disgustaba
acostarme temprano; porque sabía que antes de cenar los mayores rezaban el
rosario, que me parecía un latazo. Nos despedimos con besos y tiramos para la
alcoba.
Los mayores todavía se
quedarían un buen rato. Después del rosario cenarían sin salirse del hogar las
sopas de ajo sosteniendo a pulso el plato con una mano, mientras que la otra,
con la cuchara de boj, haría los viajes necesarios hasta la boca. El porrón
pasaría de mano en mano. Luego, la tajada de pan con el tocino frito que
sujetaban con el pulgar izquierdo y la navajeta lo iría troceando sobre la
marcha. Marcha que sólo interrumpiría la ronda del porrón cuando el abuelo decidía.
Y luego las conversaciones.
Ahora que lo pienso me hace gracia oír hablar a
veces del poder de convocación que tiene el televisor en nuestros días. No.
Nunca llegará a tener la fuerza del hogar. Y es que la televisión une
físicamente, al mismo tiempo que aísla a las personas incapacitándolas para
llevar una conversación. Una buena chera
(hoguera) reunía personas y corazones de todas las generaciones y de
todos los estratos sociales.
Allí se contaban
historias, se asaban castañas, se decidían compras, se comentaban novedades, se
acariciaban proyectos, se cortejaba cruzando miradas y
sonrisas, se hacían cuentas, se escribían las "planas" de los deberes
escolares a la luz del candil, se leía la carta del hijo que sentó plaza o de
la hija que servía en Zaragoza.
Las "chiquetas"
aprendían ganchillo o encaje de bolillos, la tiona preparaba la brasada para el
calentador de la cama, el tión viejo se amodorraba y para espabilarse liaba
otro cigarrico que encendía con una brasa cogida con las “estenazas”. Y el abuelo continuaba
recordando y contando, recordando y contando...
Al recordar las veladas
soñamos con volver a aquello. Por eso creo que todo aragonés desterrado en el
asfalto sueña con un pueblo o con un chalet funcional y lleno de comodidades,
pero que tenga su chimenea, sus cadieras con pieles de cordero y su branquilera
y cadieras acogedoras. Sabe que allí será más persona y su familia más familia.
Salir de la cocina era
entrar en el invierno. ¡Qué fría estaba toda la casa! Mamá subió con nosotros
para quitar la tumbilla de la cama y pasar el calentador.
Las camas eran de hierro
con unos adornos dorados, y altísimas; algunas con dos colchones y mamá tenía
que aupar a mi hermanico, que no sabía trepar hasta ellas.
Los colchones actuales no
pueden compararse ni de lejos con los antiguos de artesanía, sobre todo cuando
eran nuevos o estaban recién parados. Parar
un colchón era deshacerlo, mullir su lana y rehacerlo de nuevo. El
oficio de colchonero ya está prácticamente desaparecido. Las tareas que
realizaba eran las siguientes: en primer lugar, la lana, si se compraba en
sucio. Tres arrobas se necesitaban para un colchón de matrimonio; si estaba
limpia la lana, de 18 a
20 kilos.
El lavado se hacía en el
río metiendo una canasta dentro y en ella el manto (la lana de una oveja) y se pisaba como si fueran uvas.
Luego se sacaba, se escurría y se ponía otro manto. Si quedaba paja o cachorros enganchados, se quitaban a
mano. La tarea se hacía a mitades de mayo o en junio, después del esquileo y la
lana, tendida al sol, se secaba en unas horas.
En la casa, generalmente
en el patio, se vareaba la lana. Las varas eran de sabina y se habían curvado
ligeramente de antemano. El gesto preciso era golpear con ambas manos; al
levantar de nuevo la vara se sostenía con la mano derecha mientras se hacía
resbalar la izquierda por toda la vara para desprender la lana que se hubiera
adherido. Se daban cuatro vueltas al montón y esta operación venía a durar
entre media hora y tres cuartos.
Luego se distribuía en la
tela y se cosía con una aguja algo mayor que la lanera de coser sacos. Para
coser "a la inglesa" se hacía con otra más pequeña. Este método era
cuando en los bordes se hacía una especie de choriceta en todas las aristas,
embutiendo dentro un poco de lana. Con una aguja gorda y algo curvada se
pasaban las cintas por todos los ojales preparados al efecto. En poco más de
una hora estaba listo el colchón.
El colchón había que
"pararlo" cada dos años o más a menudo si no se utilizaba, ya que de
lo contrario se apolillaba la lana.
El colchonero iba por los
pueblos y cobraba en los años cuarenta unos diez duros por colchón, además de
las comidas. Muchos colchoneros tuvieron que abandonar el oficio porque el
polvo del bareo era perjudicial para su salud.
Te desnudabas, te ponías
el camisón y te quedabas tiritando. Bien se nos valía de la zumbilla: era un artilugio como un
banquillo sin asiento, sólo la armadura. En el marco de arriba tenía dos
listones cruzados en equis y del centro colgaba un calderillo, como si fuera un
incensario, lleno de brasas, Se colocaba entre las sábanas manteniendo la de
arriba en hueco, una media hora antes de acostarse. Y luego estaba el calentador, especie de brasero o
sartén con tapadera también con fuego dentro. Disponía de largo mango de
madera. Con él se restregaba el calentador por la sábana de abajo. ¡Vaya si se
agradecía al meterte en la cama!
Te quedabas hecho un
ovillo. A mí me encantaba el peso de las mantas -tres o cuatro encima. Se
estaba bien allí. Pero si a mitad de la noche, durante el sueño estirabas la
pierna y tocaba la sábana de lino que ya estaba helado te volvías a encoger
rápidamente.
Debajo de la cama estaba
el orinal que te ahorraba salir de la alcoba y aun del lecho en caso de
emergencias. Encima de la mesilla una palmatoria con una vela de sebo de
fabricación casera y una caja de cerillas. En la pared un cuadro de la Inmaculada rodeada de
angelicos desnudicos y mofletudos. La alcoba se cerraba corriendo un cortinón
con anillas.
Mamá rezaba con nosotros
el "Jesusito de mi vida" y el "Tres angelitos tiene mi
cama" y un avemaría. Nos santiguaba, nos daba un beso y apagaba la vela.
Yo me quedaba allí pensando en el día siguiente que también era de vacación. El
mundo estaba bien hecho.
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