Han pasado los días en que
hemos comentado un poco sobre los difuntos y quiero comenzar a contar vivencias
sobre el nacimiento en nuestra tierra de nuestros antepasados.
Sé que os sorprenderán
muchas de ellas y otras terminaréis por no creerlas, pero puedo deciros que
muchas de ellas son experiencias mías y otras muchas las he escuchado a
nuestros mayores con el crédito que yo, por supuesto, doy a sus palabras.
Y que mejor que comenzar
una nueva vida en un momento crucial en una casa aragonesa como era la matanza
del cerdo…
Todas las mujeres de la
casa participaban en una “matazia”, menos una mujer que estuviera embarazada y
no podía tocar nada y se limitaba a mirar y remirarlo todo, eso sí, sin parar
de hablar.
Las abuelas hubieran
preferido que esa mujer, no estuviera en la cocina por si le venía algún
antojo, que durante la matacía era peor. Y es que estaba embarazada y cualquier
apetito que tuviera, si luego se tocaba la cara o la cabeza o un brazo, luego a
su hijo le saldría una mancha en la misma parte del cuerpo.
Hablamos de antojos.
Conocíamos a una mujer que
tenía un antojo muy curioso en la cabeza. Era igualico que una fresa. Seguro
que su madre deseó ardientemente comer fresas y no las pudo conseguir tal vez
porque no era el tiempo de ellas. Lo digo porque cuando una mujer encinta
deseaba cualquier cosa, todo el mundo andaba de cabeza para conseguirla. El
antojo que comento era de lo más singular porque en la época de las fresas
adoptaba un color rojo brillante; sino, tenía un color más bien verdusco y
estaba como seca.
Lo corriente era que la
madre en tal situación, al tener el apetito, se tocase en alguna parte más
escondida del cuerpo, por ejemplo en las nalgas o en los riñones y así el hijo
no tendría a la vista la mancha para toda la vida.
Tampoco era una solución
no tocarse en ninguna parte, porque entonces el bebé tendría siempre la boquita
abierta o no conseguiría su normalidad hasta que no se le aplicase a los labios
la cosa que había sido objeto del capricho de su madre y eso no siempre se
sabía con seguridad.
Pues bien, los antojos,
como se decía, eran especialmente peligrosos durante la matacía porque las
manchas solían salir negras después. Lo más temible era la mielsa (el bazo) del
cerdo. Bastaba con que la tocase la mujer que estaba embarazada, para que luego
repercutiese en el niño. Y por supuesto tampoco podía comerla. No tiene, pues,
nada de extrañar, que la abuelas, en cuanto descubrían en una de las cesticas
la mielsa la recogiesen rápidamente hurtándolas de la vista de las embarazadas
y la guardase ella sabría donde.
Tampoco podían amasar
tortetas y morcillas, por la misma razón que no podían amasar el pan, que
entonces se hacía en casa: el nene en su vientre se movería demasiado y podía
enredársele el cordón umbilical.
También era malo que
tocase la sangre del tocino, porque entonces se coagularía. Igualmente si
salaba los jamones, se volverían malos.
La idea del antojo o
apetito está muy extendida por todo Aragón y fuera de él.
El tabú de las cosas que
no puede hacer una mujer embarazada, varía en nuestra geografía:
El de no amasar es de todo
Aragón. La prohibición de tocar la mielsa (páncreas) la he detectado en toda la
zona de Guara, en la Plana de Huesca y en el Somontano de Barbastro.
La coagulación de la
sangre si la toca la mujer encinta, me la contaron en Lupiñén, la de salar el
jamón en la Alta
Ribagorza y la de no lavar a mano, en Angüés.
Todo aquello de pequeño,
me resultaba un mundo nuevo y extraño que venía a complicar las ideas que yo
tenía ya no demasiado claras, en tomo al origen de la vida y el nacimiento de
los niños. Siempre busqué la ocasión para que mamá o la abuela me aclarasen
todo mi barullo mental.
Y la ocasión se presentaba
normalmente, a la hora de ir a dormir, pues mamá siempre venía a acostamos.
Yo aguantaba valiente el
sueño, sentado allí en la cadiera y un poco aburrido por las conversaciones de
los mayores. Además, no me dejaban hacer nada.
Lo que más me gustaba era
coger un palico encendido por la punta y hacer culubretas en el aire con él.
Salían dibujos preciosos pero el abuelo decía que si jugaba con el fuego me
mearía en la cama. Tampoco me permitían acercarme demasiado a la brasada porque
me salían cabras en las pantorrillas.
Los chavales de ahora
tienen la suerte de no conocer ni siquiera de nombre las cabras, como tampoco
conocen los sabañones. Yo no sé que nombre se dará en medicina a las cabras (en
mi pueblo decíamos “crabas”) y ni siquiera si estará registrado el fenómeno:
las venas de las pantorrillas, por la espinilla, se ponían moradas, casi
negras, como si fueran varices y dolían mucho. Se formaban al estar cerca de un
fuego muy vivo.
Por aquella época en casa
comenzaba la tertulia de la noche, pero a nosotros, los pequeños, nos acostaban
antes.
En el verano se practicaba
“la fresca” en la puerta de las casas y se nos tenía permitido acostarnos más
tarde.
Mientras me acostaba, como
andaba obsesionado con los tabús del embarazo le pregunté a mamá qué es lo que
podían hacer las embarazadas y qué no.
Me gustaría saber
reproducir textualmente las explicaciones de mi madre porque era una gozada la
claridad con que respondía siempre a todas mis dudas.
En sustancia se reducían a
esto:
Era malo el lavar a mano y
el amasar cualquier cosa, hasta preparar el ajoaceite.
El hacer mayonesa o ajolio
no era malo para la embarazada, sino para la salsa, porque se cortaba. Esto lo
he oído en Naval, Ayerbe, Huesca, Bolea y Sarsamarcuello. En este último
también creían que si hacían el mondongo se cortaba la sangre y que unas
tortitas parecidas a las magdalenas que llaman "tortas de cucharada"
si las amasa una mujer embarazada, la masa "no sube".
Lo del mondongo también lo
creen en Echo.
Amasar, no se permitía
tampoco en Sena ni Bolea, pero por considerarse un esfuerzo físico duro.
Para los esfuerzos lógicamente
había muchas limitaciones en todo Aragón. Como curiosa es la creencia de Echo:
no se podían llevar pesos en la cadera, porque se chafaba la cabeza del niño.
Era muy peligroso que hiciesen calceta o
ganchillo. Y todavía más el devanar la lana o el hilo, porque el “cordoner” del
“ninón” se le enredaría en el cuello y lo podría matar. Yo me imaginaba que los
ninones ya nacían con el escapulario del Carmen puesto, como lo llevaba yo
desde siempre y el cordoncico aquél debía ser el que se enredaba. Solamente más
tarde supe que se trataba del cordón umbilical.
No debía beber mucha
leche. Esto se lo había contado a mi madre una señora de Monzón. Si la madre
bebiera mucha leche, al ninón se le engordaría la cabeza y no podría nacer.
Esto ya lo entendía yo porque había visto parir a las vacas y debía ser algo
así.
En cambio, era bueno que
tomasen miel en abundancia para que el ninón tuviese buen carácter. Y, claro,
yo a indagar si mi madre había tomado mucha. Parece que sí, aunque no demasiada
porque estaba muy cara y nosotros no teníamos colmenas.
Una cosa me impresionó
mucho: que la mujer embarazada no podía hacer de partera ni de madrina de
bautizo, porque uno de los dos nenes, el que ella llevaba o el otro al que
asistía, se moriría.
¡Menos mal, pensaba yo,
que todo esto lo sabían muy bien las mujeres!
Ya de mayor le he dado
muchas vueltas en la cabeza a todas creencias en torno al embarazo. Habría que
encuadrarlas en un contexto de protección a la madre y al niño. La unión tan
íntima de madre e hijo durante la gestación nos impulsa a rodear de cariño y
atenciones a ambos.
Que la madre sea feliz en
esa época importa muchísimo y eso puede conseguirse, sobre todo,
satisfaciéndole en sus pequeños y triviales deseos. Por otro lado, la presencia
de los antojos, prácticamente en todas las culturas, nos obliga, al menos, a
preguntamos qué puede haber de verdad en esa creencia. Por desgracia, el
etnólogo no tiene una explicación y ha de limitarse a constatar la creencia.
No cabe duda de que
también estamos en presencia de una "magia simpática" que no podemos
descartar del pensamiento de las gentes: movimientos como el tricotar o devanar
podían influir en el ánimo de nuestros antepasados que relacionaban el cordón
umbilical con las hebras de lana, por semejanza. A eso llamamos magia
simpática.
En aquellos tiempos, una
ginecología muy en mantillas no podía fácilmente evitar las complicaciones que
traería consigo el cordón a la hora del parto. Un porcentaje elevado de muertes
infantiles en el momento del nacimiento parece relacionarse con este problema.
Aunque la medicina y la
genética moderna quieren explicarlo todo, lo cierto es que la vida sigue siendo
un misterio. El hombre de todos los tiempos, ante lo misterioso ha reaccionado
de dos maneras: con la religión y la magia. Evidentemente no pueden
confundirse.
Pero seguiremos en otro
momento pues quiero pasaros la vida y costumbres, así como tradiciones de
nuestros antepasados aragoneses…
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