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miércoles, 2 de noviembre de 2011

Embarazo

Han pasado los días en que hemos comentado un poco sobre los difuntos y quiero comenzar a contar vivencias sobre el nacimiento en nuestra tierra de nuestros antepasados.
Sé que os sorprenderán muchas de ellas y otras terminaréis por no creerlas, pero puedo deciros que muchas de ellas son experiencias mías y otras muchas las he escuchado a nuestros mayores con el crédito que yo, por supuesto, doy a sus palabras.
Y que mejor que comenzar una nueva vida en un momento crucial en una casa aragonesa como era la matanza del cerdo…

Foto propiedad de turismodezaragoza.es
Todas las mujeres de la casa participaban en una “matazia”, menos una mujer que estuviera embarazada y no podía tocar nada y se limitaba a mirar y remirarlo todo, eso sí, sin parar de hablar.
Las abuelas hubieran preferido que esa mujer, no estuviera en la cocina por si le venía algún antojo, que durante la matacía era peor. Y es que estaba embarazada y cualquier apetito que tuviera, si luego se tocaba la cara o la cabeza o un brazo, luego a su hijo le saldría una mancha en la misma parte del cuerpo.
Hablamos de antojos.
Conocíamos a una mujer que tenía un antojo muy curioso en la cabeza. Era igualico que una fresa. Seguro que su madre deseó ardientemente comer fresas y no las pudo conseguir tal vez porque no era el tiempo de ellas. Lo digo porque cuando una mujer encinta deseaba cualquier cosa, todo el mundo andaba de cabeza para conseguirla. El antojo que comento era de lo más singular porque en la época de las fresas adoptaba un color rojo brillante; sino, tenía un color más bien verdusco y estaba como seca.
Lo corriente era que la madre en tal situación, al tener el apetito, se tocase en alguna parte más escondida del cuerpo, por ejemplo en las nalgas o en los riñones y así el hijo no tendría a la vista la mancha para toda la vida.
Tampoco era una solución no tocarse en ninguna parte, porque entonces el bebé tendría siempre la boquita abierta o no conseguiría su normalidad hasta que no se le aplicase a los labios la cosa que había sido objeto del capricho de su madre y eso no siempre se sabía con seguridad.
Pues bien, los antojos, como se decía, eran especialmente peligrosos durante la matacía porque las manchas solían salir negras después. Lo más temible era la mielsa (el bazo) del cerdo. Bastaba con que la tocase la mujer que estaba embarazada, para que luego repercutiese en el niño. Y por supuesto tampoco podía comerla. No tiene, pues, nada de extrañar, que la abuelas, en cuanto descubrían en una de las cesticas la mielsa la recogiesen rápidamente hurtándolas de la vista de las embarazadas y la guardase ella sabría donde.
Tampoco podían amasar tortetas y morcillas, por la misma razón que no podían amasar el pan, que entonces se hacía en casa: el nene en su vientre se movería demasiado y podía enredársele el cordón umbilical.
También era malo que tocase la sangre del tocino, porque entonces se coagularía. Igualmente si salaba los jamones, se volverían malos.
La idea del antojo o apetito está muy extendida por todo Aragón y fuera de él.
El tabú de las cosas que no puede hacer una mujer embarazada, varía en nuestra geografía:
El de no amasar es de todo Aragón. La prohibición de tocar la mielsa (páncreas) la he detectado en toda la zona de Guara, en la Plana de Huesca y en el Somontano de Barbastro.
La coagulación de la sangre si la toca la mujer encinta, me la contaron en Lupiñén, la de salar el jamón en la Alta Ribagorza y la de no lavar a mano, en Angüés.
Todo aquello de pequeño, me resultaba un mundo nuevo y extraño que venía a complicar las ideas que yo tenía ya no demasiado claras, en tomo al origen de la vida y el nacimiento de los niños. Siempre busqué la ocasión para que mamá o la abuela me aclarasen todo mi barullo mental.
Y la ocasión se presentaba normalmente, a la hora de ir a dormir, pues mamá siempre venía a acostamos.
Yo aguantaba valiente el sueño, sentado allí en la cadiera y un poco aburrido por las conversaciones de los mayores. Además, no me dejaban hacer nada.
Lo que más me gustaba era coger un palico encendido por la punta y hacer culubretas en el aire con él. Salían dibujos preciosos pero el abuelo decía que si jugaba con el fuego me mearía en la cama. Tampoco me permitían acercarme demasiado a la brasada porque me salían cabras en las pantorrillas.
Los chavales de ahora tienen la suerte de no conocer ni siquiera de nombre las cabras, como tampoco conocen los sabañones. Yo no sé que nombre se dará en medicina a las cabras (en mi pueblo decíamos “crabas”) y ni siquiera si estará registrado el fenómeno: las venas de las pantorrillas, por la espinilla, se ponían moradas, casi negras, como si fueran varices y dolían mucho. Se formaban al estar cerca de un fuego muy vivo.
Por aquella época en casa comenzaba la tertulia de la noche, pero a nosotros, los pequeños, nos acostaban antes.
En el verano se practicaba “la fresca” en la puerta de las casas y se nos tenía permitido acostarnos más tarde.
Mientras me acostaba, como andaba obsesionado con los tabús del embarazo le pregunté a mamá qué es lo que podían hacer las embarazadas y qué no.

Me gustaría saber reproducir textualmente las explicaciones de mi madre porque era una gozada la claridad con que respondía siempre a todas mis dudas.
En sustancia se reducían a esto:
Era malo el lavar a mano y el amasar cualquier cosa, hasta preparar el ajoaceite.
El hacer mayonesa o ajolio no era malo para la embarazada, sino para la salsa, porque se cortaba. Esto lo he oído en Naval, Ayerbe, Huesca, Bolea y Sarsamarcuello. En este último también creían que si hacían el mondongo se cortaba la sangre y que unas tortitas parecidas a las magdalenas que llaman "tortas de cucharada" si las amasa una mujer embarazada, la masa "no sube".
Lo del mondongo también lo creen en Echo.
Amasar, no se permitía tampoco en Sena ni Bolea, pero por considerarse un esfuerzo físico duro.
Para los esfuerzos lógicamente había muchas limitaciones en todo Aragón. Como curiosa es la creencia de Echo: no se podían llevar pesos en la cadera, porque se chafaba la cabeza del niño.
 Era muy peligroso que hiciesen calceta o ganchillo. Y todavía más el devanar la lana o el hilo, porque el “cordoner” del “ninón” se le enredaría en el cuello y lo podría matar. Yo me imaginaba que los ninones ya nacían con el escapulario del Carmen puesto, como lo llevaba yo desde siempre y el cordoncico aquél debía ser el que se enredaba. Solamente más tarde supe que se trataba del cordón umbilical.
No debía beber mucha leche. Esto se lo había contado a mi madre una señora de Monzón. Si la madre bebiera mucha leche, al ninón se le engordaría la cabeza y no podría nacer. Esto ya lo entendía yo porque había visto parir a las vacas y debía ser algo así.
En cambio, era bueno que tomasen miel en abundancia para que el ninón tuviese buen carácter. Y, claro, yo a indagar si mi madre había tomado mucha. Parece que sí, aunque no demasiada porque estaba muy cara y nosotros no teníamos colmenas.
Una cosa me impresionó mucho: que la mujer embarazada no podía hacer de partera ni de madrina de bautizo, porque uno de los dos nenes, el que ella llevaba o el otro al que asistía, se moriría.
¡Menos mal, pensaba yo, que todo esto lo sabían muy bien las mujeres!
Ya de mayor le he dado muchas vueltas en la cabeza a todas creencias en torno al embarazo. Habría que encuadrarlas en un contexto de protección a la madre y al niño. La unión tan íntima de madre e hijo durante la gestación nos impulsa a rodear de cariño y atenciones a ambos.
Que la madre sea feliz en esa época importa muchísimo y eso puede conseguirse, sobre todo, satisfaciéndole en sus pequeños y triviales deseos. Por otro lado, la presencia de los antojos, prácticamente en todas las culturas, nos obliga, al menos, a preguntamos qué puede haber de verdad en esa creencia. Por desgracia, el etnólogo no tiene una explicación y ha de limitarse a constatar la creencia.

No cabe duda de que también estamos en presencia de una "magia simpática" que no podemos descartar del pensamiento de las gentes: movimientos como el tricotar o devanar podían influir en el ánimo de nuestros antepasados que relacionaban el cordón umbilical con las hebras de lana, por semejanza. A eso llamamos magia simpática.
En aquellos tiempos, una ginecología muy en mantillas no podía fácilmente evitar las complicaciones que traería consigo el cordón a la hora del parto. Un porcentaje elevado de muertes infantiles en el momento del nacimiento parece relacionarse con este problema.
Aunque la medicina y la genética moderna quieren explicarlo todo, lo cierto es que la vida sigue siendo un misterio. El hombre de todos los tiempos, ante lo misterioso ha reaccionado de dos maneras: con la religión y la magia. Evidentemente no pueden confundirse.
Pero seguiremos en otro momento pues quiero pasaros la vida y costumbres, así como tradiciones de nuestros antepasados aragoneses…

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