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viernes, 26 de agosto de 2011

De botigas... (farmacias)

El golpetazo fue algo más que un coscorrón. Lo digo por el aparato que se armó. Porque, generalmente, cuando nos hacían un bollo en la cabeza íbamos llorando a casa; la abuela nos ponía una corteza de calabaza en el bollo, nos limpiaba los mocos con la puntica del del'ántal, nos enjugaba las lágrimas, nos daba un beso..., y a por otro.
Pero aquel día, no. Mi primo Buturian llegó lívido a casa. Y hasta la abuela se asustó, y para que se asustara ella...
-Bastiané, vete a la botiga y que te den árnica, que en casa no nos queda. Que nos vais a matar a disgustos... Sí, Y tú, más malo que rematau, que pareces el bandido Cucaracha.
Lo dijo todo de un tirón y yo salí corriendo, no sé si por la preocupación del mal de mi primo o por escapar del sermón de mi abuela, precisamente a mí, que no había tenido nada que ver con el asunto.
“Más malo que Cucaracha”, me había dicho. Y Cucaracha debía de ser muy malo, aunque con ribetes de bueno, ya que era el bandolero “que robaba a los ricos para dar a los pobres”. Yo había oído hablar mucho de él, sobre todo, al pastor, que en los veranos llegaba al pueblo, y que era de Lanaja, el pueblo de Cucaracha. Bueno, su pueblo, no, porque había nacido en Alcubierre, pero andaba mucho por la Sierra de Lanaja y allí precisamente, en la aldea de Lanica, es donde lo mató la Guardia Civil, después de haberle envenenado el vino.
Yo me estremecía cuando Antonier me contaba aquella salvajada de quemar vivos a un matrimonio de abuelicos porque le habían traicionado o él lo creía asÍ. Pero también me emocionaba con lo del molino, cuando se le apareció al chavalico que iba a moler con aquella burra cargada de trigo y le pidió dinero. Se conoce que el chico le dijo:
-No, siñor, no llevo dinero; mi padre no me ha dado porque somos pobres y si me sale Cucaracha y me lo quita...
El bandido se echó a reír, sacó un duro de su faltriquera y se lo dio al muchacho diciéndole:
-Pues toma esto, y le dices a tu padre que Cucaracha no roba a los pobres: roba a los ricos para dar a los pobres.
Como digo, esta historia me emocionaba y hasta me hacía pensar en hacerme yo bandolero también”.
Esta historia del chaval camino del molino la cuentan también en Lanaja, en Pallaruelo, en casi todos los pueblos de los Monegros. Y de otros bandoleros en otros pueblos, porque aquí han abundado. No se vaya a creer que los bandidos eran sólo de Despeñaperros para abajo, con Diego Corrientes, El Tempranillo, Luis Candelas y demás. Lo que pasa es que no se ha estudiado nuestra tierra.
La Gran Enciclopedia Aragonesa, en su entrada “bandolerismo”, se limita a épocas muy lejanas y desconoce los tiempos modernos. Es cierto que en el siglo XVI proliferaron los bandoleros, especialmente en el Campo de Jaca, camino de Francia y en los Monegros, vía de Zaragoza a Barcelona. Fueron utilizados para apoyar las luchas entre Felipe II y el Conde de Ribagorza. Por el monarca, lucharon los forajidos el Miñón y los Valls catalanes. Por el conde, los bandidos Cosculluela, Roy, Barber, los Pistoles, Perandreu y, sobre todo, Lupercio Latrás.
Otra época de “esplendor” del bandolerismo se da en la segunda mitad del siglo XVII, con Felipe Bardaxí, bandido, además de contrabandista de caballos, Lorenzo Juan y Martón. Y los tres estuvieron involucrados en la terrible matanza de moriscos de Codo y Pina.
Pero también durante las guerras carlistas proliferan. Los más famosos fueron Mariano Gavín, alias Cucaracha, de los Monegros, y Pascual Andreu, alias El Floro, en el Maestrazgo.
Todo esto iba pensando cuando llegué a la farmacia, la botiga que decíamos. Era pequeñica pero preciosa. Había un mostrador de madera oscura, tallado con molduras. Sobre él una minúscula balanza y, al Iado, su juego de pesas; en otra esquina de la mesa se veía un pisapapeles que sujetaba un par de recetas con la letra inconfundible del médico don José María y que suponía yo que las guardaba para estudiadas despacio, a ver si era capaz de descifrarlas, lo que, sin duda, tenía su mérito. Yo creo que hacía falta saber solfeo.
Las pesas eran curiosas, diminutas; tenían la forma de un tronco de cono y eran huecas, para poder introducidas una dentro de otra. Yo las había visto utilizar, aunque también a manera de pesas, el farmacéutico usaba unas monedas de cinco céntimos y otra de un chavo o de dos chavos.
Colgada en la pared, cerca de la balanza, se veía también una romana de las que llamaban “granitorios”, que pesaban los “granos” la medida más pequeña del sistema médico, pero que debía estar en desuso, pues yo siempre la había visto colgada.
La pared del fondo de la farmacia la ocupaba una estantería de madera que hacía juego con el mostrador y la puerta, que se veía a la izquierda y que daba paso a la rebotica.
La estantería me entusiasmaba. Estaba repleta de tarros perfectamente alineados en sus anaqueles. Eran de cerámica, blancos, con sus tapaderas, que terminaban en una bolica y sus inscripciones azules: todos los tarros mostraban, entre las florituras azules, el nombre de la sustancia que contenían. Yo intentaba leer los rótulos de letra inglesa, elegante y clara, pero con palabras que me resultaban misteriosas.
Todavía recuerdo algunas: “Extradigital purp”, “Extr: Genciana”, “Polvo alumínico”, “Ol. Papaver”,”Crema tartárica”, “Óxido plomo”, “Opio bruto”.
Lo del “opio bruto” no sé por qué me impresionaba; y recuerdo, sobre todo, dos que decían: “Triaca magna” y “Triaca pauperibus”, porque un día le pregunté al mosen qué querían decir y me explicó que las triacas eran mezclas de muchos productos que provenían de la medicina medieval de los judíos. Había muchas combinaciones curiosísimas que hoy nos harían sonreír, porque entre los ingredientes hasta se incluían “orines de un niño de nueve años”.
Por lo visto, el boticario tenía, o había tenido, triaca para ricos y para pobres.
Al cabo de un rato salió el boticario de la rebotica, con su bata blanca y machacando algo en un mortero. Siempre aparecía así. La puerta de la calle, al abrirse, golpeaba ligeramente una campanilla colocada en el dintel, que le avisaba la presencia de algún cliente.
Yo, al entrar, enseguida distinguí las voces de la gente en la rebotica: eran las “fuerzas intelectuales” del pueblo, el secretario, el cura, el maestro y el médico, que se reunían allí de tertulia.
Pero el farmacéutico, indefectiblemente, salía de la rebotica con el mortero, tal vez para dar la impresión de estar siempre trabajando. Por cierto, que me chocaba que siempre revolvía la masa del mortero dando vueltas en dirección contraria a como lo hacían las mujeres al preparar el ajolio, es decir, en dirección a las agujas del reloj. Un día me había atrevido a preguntarle el porqué y él se sonrió y me aclaró que todos los boticarios lo hacían así, y que era más lógico, porque de esa forma veían la pasta al revolverla, mientras que las mujeres la tapaban con su propia mano al revolver.
Eran famosas las reboticas de entonces. En la ciudad, había bastantes, con tertulias en esas habitaciones contiguas a las tiendas y que normalmente hacían de comedor y aun de cuarto de estar. Eran el mentidero, y las reuniones iban por gustos afines en las confiterías, comercios, ultramarinos y farmacias. En una se juntaba la peña taurina, en otra, los políticos republicanos; en la de más allá, las fuerzas de derecha, con canónigo incluido... Las mujeres de los contertulios se solían reunir arriba, en el piso, y allí tomaban el chocolate o jugaban a la canasta, mientras sus maridos arreglaban el mundo.
En el pueblo, la única rebotica era la del farmacéutico.
Por entonces, apenas se vendían medicamentos envasados. Los solía preparar el boticario según las recetas que el médico le daba al paciente.
Envolvían cuidadosamente las dosis en unos papelitos de diferentes colores:
-Que no se te olvide, el amarillo, para la cena, el azul, para la comida.
Lo Único que el boticario no preparaba eran las inyecciones. Ésas venían ya en ampollas. El practicante iba a domicilio y las administraba.
Antes de pinchar desinfectaba la aguja y la jeringuilla, porque tenía una sola para todos, hirviéndola en un recipiente metálico que calentaba en su hornillo de alcohol. Cuando en el pueblo no había practicante, el barbero asumía ese papel. Yo ya no conocí las sangrías que hacía el mismo señor para rebajar la fiebre, pero sí las sanguijuelas, que se vendían hasta bien entrado el año cincuenta por la montaña .
Se vendían muy caras, a tres un real, y, por eso, algunos las iban a buscar directamente a la charca de Zelipón; era muy fácil: te zambullías y bastaba con un chapuzón, nadabas un poco y salías con cuatro o cinco sanguijuelas pegadas a las piernas. Las soltabas echando un poquico de aceite que te habías llevado en un pomo y las guardabas en un trasco: ya tenías sanguijuelas gratis.
No recuerdo que tuviéramos en casa. Lo que sí teníamos, como en otras muchas, era el “librico de remedios”. Así llamaba mi abuela a una libreta gorda, de tapas de hule, en la que se habían recogido durante generaciones las recetas caseras para males y enfermedades y otras muchas formulas para cosas muy diversas. Estaban sin orden alguno, según las habían ido recopilando. Sus hojas estaban ya muy sobadas de tanto manejarla.
Las grafias eran de manos muy diversas. Algunas muy antiguas, que hacían las erres como si fueran equis y las eses parecidas a efes. La tinta, casi siempre morada, a veces muy desvaída, y de fabricación doméstica.
El librico era muy divertido y yo a veces me entretenía leyendo, porque aquello, entre otras cosas, era todo un tratado de medicina y veterinaria.
Recuerdo algunas recetas curiosas:
-Para rebajar la fiebre, sinapismos con farina, mejor aún si está fermentada. Se amasa con simiente de col y vinagre y se coloca en la planta del pie.
-Bronquitis: flor de malva tostada puesta en cataplasma o hervida corno si fuera camamila y tornada con anís.
-Dolor de estómago. Se pone encima una cataplasma de alfalce frito con manteca de cerdo. Para eso se pica el alfalz, se pone en una sartén y se fríe con la manteca.
-Colocando una rama de sabina en el bebedero de las gallinas no enfermarán porque se rebaja la hiel y se protege el hígado.
-Hierba troca. Se echa al río. Se hace una pasta con esa hierba con cardenillo y vinagre y la pasta se unta a los gusanos que se echan al río. Los peces se emborrachan y se pueden coger con la mano.
-La que no tiene una cala en casa no se casa.
-Heridas de animales. Aceite de enebro o aceite que resulta de macerar durante meses en aceite de oliva hojas de chinibro o cascos de cebolla hervida, con aceite y jabón.
-No se pueden cortar las uñas en martes porque salen uñeros. Si se cortan en lunes no duele la cabeza esa semana.
-Cuando uno está cansado o sudando, antes de beber agua de una fuente hay que mojarse los pulsos.
-Tuberculosis. Para curar un tuberculoso, se le da caldo de perros recién nacidos, pero sin que él lo sepa.
-La mancha de la mora, con otra mora se quita.
-Sentencias que hay que saber:
Dice el Papa: yo soy cabeza de todos.
Dice el Rey: yo obedezco al Papa.
Dice el caballero: yo sirvo a ellos dos.
Dice el mercader: yo engaño a estos tres.
Dice el letrado: yo revuelvo a estos cuatro.
Dice el labrador: yo sustento a estos cinco.
Dice el médico: yo mato a estos seis.
Dice el confesor: yo absuelvo a estos siete.
Dice Cristo: yo sufro a estos ocho.
Dice la muerte: yo me llevo a todos ellos.
-El gato nuevo, para que no se vaya de casa, se le untan las uñas con aceite y se las restriegan por el cremallo diciendo: “Gato, gato, en casa estás; de casa te irás y a casa volverás”.
-Cuando el gato se enfurisma es que se trata de una bruja mala. Traer ruda y ponerla en la cocina.
-A la oveja que se le pone el ojo blanco y pierde la vista, para curarla, con una aguja lanera de coser colchones y con lana negra coserle el bulbo de la oreja con un solo agujero y dejar la lana cosida colgando. Para que sea más efectivo el remedio, con otra aguja o con la misma, después de colgada la lana, pinchar la misma oreja y dejar salir unas gotas de sangre dentro del ojo, torciendo la oreja. Repetir/o todos los días hasta que se cure. Se hace en la oreja derecha.
-Para que los conejos no cojan la peste, tiene que haber palomos en el mismo corral y, de esta forma, no cogen la peste.
¿A que era divertido el librico? Yo me pasaba ratos y ratos ojeándolo...

2 comentarios:

  1. Lo que daría yo por encontrar un libro de esos en casa de mis padres o de mis suegros. Por cierto, lo de mojarse los pulsos, a mí también me lo decían. Lo de "fuerzas intelectuales" todo un punto, sí señor jaja!!

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  2. tan elegantes farmacias , ademas de en los museos ¿donde podriamos ver una?, que gusto haberlas conocido.
    (aunque lo de las sanguijuelas uff, que grima)

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