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jueves, 21 de julio de 2011

Los años cincuenta

Cuando yo era chaval-hace muchísimos años, que uno ya va para Villavieja, la ciudad era al revés: unos edificios -pocos- rodeados de huerta. ¡Entonces sí que teníamos zona verde! Salías del parque y entrabas en las huertas. Salías de casa y ya estabas en las huertas.
No es que uno vaya por la vida añorando el pasado y ni siquiera esté de acuerdo con Jorge Manrique y su “cualquier tiempo pasado fue mejor”. No, no. Lo que pasa es que gusta recordar tiempos viejos.
Dejadme hablar un poquico de ellos. Los de mi edad tal vez lo agradezcan. Los más jóvenes sabrán algo de nuestros tiempos pretéritos. Me han animado para que hable de los años cincuenta, y no puedo desatender la petición.
Entre la chavalería se daba un hecho, hoy desaparecido, que venía de lejos: lo que podríamos llamar conflictos sociales o lucha de clases.
Las diferencias empezaban ya a los diez años: los chicos que iban a estudiar el bachillerato y los que no. Los primeros eran los tiritos y nutrirían las aulas del Instituto y de los colegios privados.
Los otros permanecerían en las escuelas hasta los catorce años, en que se colocarían de aprendices. Lo de aprendices es un decir, ya que no aprendían más que a obedecer. La mayoría -y sólo varones- iban a parar al comercio y se convertían en una especie de criados para todo. Su papel fundamental, escobar la acera por las mañanas, después de regarla, ir a Correos, hacer recados, traer y llevar la paquetería, mantener el interior de la tienda como el oro y poco más. Algunos iban a parar a establecimientos un poco más especializados. Se me ocurre ahora, por ejemplo, las barberías: allí los veías de pie junto al oficial, que afeitaba al cliente, observando atentamente durante semanas o meses. Esto, además de las tareas de limpieza y recados. Al cabo de bastante tiempo, les permitían “remojar” la cara de algún cliente... ¡Sí!, al final aprendían el oficio, con muchas advertencias y coscorrones.
La diferencia entre los tiritos y los aprendices se manifestaba en dos cosas: en la manera de vestir (¡los famosos pantalones bombachos, los estudiantes, y los pantalones largos, los aprendices!). Y otra muy curiosa: aunque oficialmente los tiritos eran los ricos, en la práctica eran los pobres a la hora de la verdad. Los estudiantes nunca teníamos un real.
Los aprendices ganaban dinero y podían disponer de una parte de él.No recuerdo la cantidad de veces que fui al cine invitado por mi amigo Anchel, que era aprendiz y ganaba una peseta al día. Los ricos eran, pues, los trabajadores. Como ahora en muchas profesiones: nunca he aspirado a que una hora de trabajo mía, se me pague como se le paga a un fontanero, por ejemplo.
A Díaz Plaja le preguntaban un día:
-Don Guillermo, ¿los libros dan mucho?
-Sí, mucho, muchísimo..., tanto, que pedirles que además den dinero, ya es demasiado pedir.
A lo que vamos.
En la Huesca de entonces, y retorno a mis recuerdos personales, convivíamos con personajes interesantísimos que no puedo echar en olvido. Yo pondría en primera fila al “Pataticas” y su mujer la “Chaparrones”. Nunca supimos sus nombres aunque todos utilizábamos sus servicios. “Pataticas” era estañador y paragüero.
Ahora, cuando se estropea un paraguas lo tiramos a la basura y compramos otro. Entonces no se tiraba nada. Cuando se jubilaba cualquier cacharro, es que realmente no tenía arreglo. “Pataticas” era, además, giboso, enormemente contrahecho, pero tenía unas manos maravillosas: igual estañaba una cacerola que lañaba un cántaro.
Recuerdo también a “La Perra”, carbonero. El mote le venía al parecer de una deuda de diez céntimos que contrajo con un chavalillo por un recado que le hizo y luego no quiso pagarle. El crío, cada vez que lo veía, le reclamaba a gritos su dinero –“¡la perra!”- y con “La Perra” se quedó para siempre. Él lo llevaba muy a mal y nos encorría a todos. Como carbonero tenía siempre la cara tiznada y unos dientes blanquísimos. Los carboneros eran importantes en aquellos tiempos en que no se conocía otra calefacción. Por las mañanas, en las aceras de la calle, delante de cada tienda, veías el brasero encendiéndose. Le colocaban encima una especie de embudo con una chimenea larga hasta que prendía. Esta era tarea también de los aprendices.
Los chavales íbamos siempre de pantalón corto, mostrando la roña de las rodillas, que escaseaba el jabón. Luego vinieron los bombachos, sobre todo para los estudiantes, los “tiritos” como nos llamaban los aprendices, que a veces nos emprendían a pedradas.
¿Eran años mejores o peores? Bueno, eran diferentes. Para los que peinamos canas o no peinamos nada, fueron felices, con sus limitaciones y sus hambrunas. Tal vez más, vistos desde lejos. Que la vida al fin y al cabo es como un reloj de sol que marca las horas de luz en nuestro recuerdo.
 

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