Datos personales

Mi foto
ZARAGOZA, ARAGÓN, Spain
Creigo en Aragón ye Nazión

viernes, 1 de julio de 2011

Antiguas vacaciones

Mi gran amiga Charo Gimenez, a la que aprecio un montón, me pedía que escribiera sobre las vacaciones de mis tiempos. Su juventud quiere saber como éramos sus mayores y yo a cumplir. Me pongo a recordar y mis pensamientos y mi libreta donde siempre desde my pequeño metía mis apuntes, me llevan a mi infancia.
Y marcaré la fecha de 1952 cuando termino un curso en el colegio Salesianos de Huesca y un tío mío me lleva “de vacaciones” a tierras de Monegros.
La primera visión que tuve de los Monegros me entusiasmó.
Acostumbrado a las montañas y a las sierras, nunca había visto tanto espacio abierto, tanto trozo de cielo, por supuesto, sin nubes, ni llanura tan grande de campos grises y amarillentos. Fue como un despertar en una nueva tierra. Allí se palpaba lo infinito.
Comprendí la influencia tan definitiva del paisaje sobre el hombre.
Aquí la gente tenía que ser abierta y soñadora por fuerza. Claro, en el llano el hombre camina por encima del paisaje, despegado de él; en la montaña, en cambio, la gente camina y vive dentro del paisaje, rodeada de montañas, formando parte de él, volcada hacia su interior, replegada sobre sí misma y a la defensiva de las agresiones de una naturaleza avasalladora.
A muchos no les gustan los Monegros. A mí me encantaron. Tierra áspera, sin concesiones; soledad, aridez de una tierra descarnada, con sus puertas abiertas de par en par al cierzo y al sol que se clava inmisericorde en los campos y lo quema todo: piedras, barrancos, piel, hierbas, todo.
Sequedad en el aire, polvo en la tierra. Matas de aliagas secas, arrancadas sin compasión, arrebujadas y convertidas en juguetes del viento que las arrastra de aquí para allá. “Capitanas” las llamaba mi tío Mateu, no sé si con respeto o con sorna.
Las mieses maduras, en mares ondulantes, esperaban impacientes el filo de la hoz o la guadaña y, mientras tanto, cubrían de oro la tierra seca. De cuando en cuando se levantaba del suelo una columna de polvo y paja que giraba vertiginosa como un tifón. El gris y amarillo del suelo dejaba destacar la pincelada obscura, casi negra, de una sabina desafiante a todo: al sol, al amarillo, al ventarrón.
Cosechadora a caballos
Y, allá en una hondonada, una aldea: un par de edificios cuadradotes, con un corral de tapia baja y, cerquita, una diminuta balsa que recogía el agua -con frecuencia salobre- no se sabe de dónde.
-¿Allí vamos a vivir, tío?
-No. Ésa es la aldea de Lanica. Nosotros vamos más arriba de Peñalbeta, que casi parece un pueblo porque tiene nada menos que quince aldeas juntas. En esa de Lanica fue donde mataron a Cucaracha.
Todos los Monegros, ya me fui dando cuenta, estaban impregnados de la presencia de Cucaracha. Yo pensaba que con la caravana que traíamos nosotros hubiera hecho fortuna el bandolero, porque llevábamos el carro y la galera llenos de cosas: cacharros de cocina, aceite, harina, judías, panes, carne en adobo, mantas, gallinas vivas, un par de patos, el tocino, dos cabras... Era como si nos cambiáramos de casa.
Por fin llegamos a nuestra aldea, una de las ochenta que se extienden por el monte de Lanaja hasta la sierra de Alcubierre, que parte los Monegros en dos. Era un caserón grande y cuadradote con las paredes de piedra caliza y clarezconas de mampostería y tenía dos plantas con el tejado a dos vertientes. Pegado a ella se veía el corral con entrada independiente y por su portalón entramos con los carros para descargar las cosas. Mi tía iba organizándolo todo:
-Los mandiles y las mantas, subidlos a la falsa. La sartén, la olla y los cacharros, a la cocina. Los botijos, a la cantarera, el puchero de adobo y los huevos, en la fresquera...
Soltaron los animales en el corral. Las gallinas salían asustadas de sus cestos cubiertos con tela de saco. El tocino quedó instalado en su zolle. Los petates quedaron acomodados y plegados en el cuarto de arriba y mi tío colgó de la viga de madera unas mantas para separar el granero del dormitorio.
Yo aproveché para hacer una inspección de toda la casa. Las paredes maestras tenían como medio metro de espesor y por dentro estaban revocadas muy irregularmente con argamasa de yeso. Junto a la puerta y escrita con un clavo en el yeso tierno se leía: “La hizo Agustín Lasierra el año 1873”.
La planta baja estaba ocupada por el hogar con su chimenea de campana, rodeada por bancos de obra sobre los que colocaban unas pieles de oveja. Junto al hogar, la fregadera, y en el centro, una mesa.
Estaba claro que la vida se hacía en la cocina. La estancia de unos cien metros cuadrados estaba trestajada en la mitad aunque el tabique no llegaba hasta el techo. Al otro lado se encontraba la cuadra con pesebreras como para alojar siete u ocho caballerías. El piso era, sin más, de tierra batida, pero muy limpio.
Una escalera trepaba hasta la segunda planta. Esta tenía el suelo de yeso y, en medio, se veía una robusta columna que venía desde abajo y en ella se apoyaban las vigas de sabina que sostenían el tejado. Entre ellas, la cubierta hecha con cañas y madera de pino rollizo sin desbastar. Los catres quedaban plegados todo el día y se extendían por la noche. De la viga central era de donde colgaban las mantas que separaban el granero del dormitorio. En la pared del granero se veían rayas largas trazadas con lapicero y, cruzándolas, muchas rayicas cortas verticales que yo calculé que eran el resultado de contar los sacos de trigo que iban descargando.Ése iba a ser mi hogar durante un par de semanas o más, aunque la mayor parte del tiempo lo pasaríamos trillando en la era o correteando por el campo con mis primos.
Los chavales teníamos la encomienda de abrevar las caballerías, apacentar las dos cabras, coger yerba para los conejos, dar de comer a las gallinas y los patos... Recuerdo que a éstos los alimentábamos a base de caracolas blancas que se arracimaban en los matojos del corral. A los paticos más pequeños había que machacarles las caracolas y se las embutíamos dentro de la boca con un embudo.
Además teníamos que mantener siempre llenos los cántaros. El agua la cogíamos de los balsetes, que eran como pozos o aljibes de piedra con dos remansos para que se posase el agua. Estaban en un tozal y disponían de unas escaleretas para llegar a ellos. Del primer al segundo balsete iba un canalillo cubierto con losas de piedra y lo llamábamos el aguatiello. Los aljibes se solían llenar en la mengua de enero. Nosotros no teníamos pozo de hielo como había en otras aldeas.
Yo me acordaba de la jota que cantaban los hombres camino de la aldea:
Ya se van los segadores
caminico del secano,
a beber agua de balsa
toda llena de gusanos.
Otra faena suplementaria era intentar cazar algo para reforzar y variar el menú, que casi siempre era el mismo: judías con tocino para comer y cenar. Las judías se cocían a fuego lento de paja sin llama.
Estaban así toda la noche.
Por la mañana al levantarnos ya habían ordeñado las cabras y la tía había preparado el desayuno. Alguna vez el tío nos hacía migas para almorzar. Las había cortado la noche anterior, finas como un papel de fumar. Ése era el secreto, según él, de unas buenas migas. La verdad es que estaban deliciosas, sobre todo cuando les añadía algún tropezón de longaniza. Las cocinaba con sebo y les añadía un poco de patata para que fueran más suaves. Luego ya marchábamos a la era.
Para esa hora los hombres ya habían traído la garba del campo en aquella galera inmensa peraltada con los “pugones” para triplicar la carga.
Ya habían descargado los fajos de mies, los habían desatado y al llegar nosotros ya estaban los machos pisoteándolos para deshacer las gavillas.
Un hombre, en el centro de la parva, los sujetaba con ramales y les hacía dar vueltas y vueltas.
Luego ya entraba el primer trillo, que le decíamos “trillo de arrastro”. En mi pueblo lo llamaban de pedreña, o sea, pedernal. Era una tabla de un metro por dos, más o menos, y en la cara de abajo estaban incrustadas en ringleras las piedretas afiladas como cuchillos. A veces se desdentaban un poco, pero se les volvía a encajar las “muelas” a golpe de martillo. El trillo de pedreña desmenuzaba la paja mejor que el de ruedas que entraba después. Nosotros nos montábamos encima para hacer peso y las primeras vueltas nos daban la impresión de andar en un tiovivo. Luego, ya entre los dos trillos, seguía toda la tarea.
Es curioso que las vueltas se daban siempre hacia la izquierda, en sentido contrario a las agujas del reloj.
Cuando se llevaba una horica trillando se daba vuelta a la garba con las horcas. La labor se llamaba recantillar o cantornar y se venían a hacer tres o cuatro cantornaduras en el día, con su paradica a echar trago de agua fresca del rallico o vino de la bota y secarse el sudor que bajaba cara abajo hasta empapar el pañuelo anudado al cuello. La de antes de comer era muy importante, porque dejaba la mies esponjosa y el sol del mediodía la turraba bien y luego se cortaba mejor.
Mi tío, que sabía lo suyo de jotas, cantaba sin parar. Recuerdo una copla alusiva:
El que quiera trillar bien,
que trille aprisa y corriendo
por los altos y los bajos,
por las orillas y en medio.
Los hombres llevaban sombrero de paja. Nosotros no teníamos y nos defendíamos del sol con un pañuelo en el que hacíamos cuatro nudos en las puntas y nos encasquetábamos en la cabeza.
La tía se empeñaba en que durmiéramos la siesta como todo el mundo, pero nos resistíamos como podíamos. Nos parecía un tiempo malgastado. Como no había manera de amodorrarnos, nos poníamos a hablar a escuchetes y al final nos despachaban, que era lo que queríamos.
Después de la siesta, entre vueltas y jotas y vueltas, terminaba la trilla hacia las cuatro o cinco de la tarde, cuando se levantaba una ligera brisa que resultaba preciosa para aventar o echar al viento la paja y el grano para que el viento fuera separando la una del otro.
Se pasaba primero la replegadera de ganchos, que se llevaba la paja en montón, lista para aventar. Luego, la replegadera llana o retabillo recogía las menudencias que era lo que daba más trigo, mezclado con el tamo o polvillo. Las horcas, primero, las palas de madera, después, jugando con la brisa limpiaban el grano que aún había que cribar antes de envasarlo para llevarlo al granero.
Como la operación de aventar era la más dura, fue la primera que vio llegar las máquinas: aquellas aventadoras pequeñetas que iban con manivela. Como también eso era duro, se inventó el malacate de tracción animal que movía dos rodillos, uno grande y otro pequeño, y que recordaba al burro dando vueltas a la noria.
Poco a poco también al campo llegó la Revolución Industrial, más tardana que la inglesa. Primero, con aquellas trilladoras inmensas, la Ruston y la Ajuria, que además aventaban la paja por una tubería larguísima...
Y entonces se tuvo que colgar definitivamente el trillo.
---
Mi generación ha recorrido en cincuenta años tres mil de historia: desde el apero de labrar -igual que el que nos describen Ovidio y Virgilio- a la cosechadora auto propulsada; desde el candil de aceite o carburo a la televisión en color; desde la tartana con su jaca trotera hasta el avión supersónico y los cohetes espaciales...
Y con la máquina sobró la caballería. Y el hombre. La casa de ocho pares de mulas y doce criados, los cambió por un tractor. Se perdió la poesía del campo, se llevaron los trastes al museo etnológico y el labrador se fue de peón a la ciudad. Cuando colgamos el trillo de pedreña en la pared del cobertizo, entramos en la civilización y Aragón se despobló.
---
En el rato del mediodía hacíamos con los primos excursiones por los alrededores. En la balsa organizábamos campeonatos de cucharetas.
En Aragón la cuchareta es el cabezudo o renacuajo sin branquias ni patas y, para nosotros, el salto que da una piedra plana y delgada lanzada con fuerza y habilidad al tocar el agua remansada o con poca corriente. El juego consistía en ver quién hacía más cucharetas con una piedra.O nos íbamos a trepar por las sabinas en busca de nidos.
Teníamos localizado uno de “petretes” con huevos y todo y casi todos los días íbamos a verlos cuando no estaban empollándolos. Claro que ya sabíamos que no se podían tocar porque entonces la madre los aborrecería.
También íbamos a “parar” lazos para cazar conejos por donde veíamos las señales de que habían pasado. Eran unos lazos de alambre muy fino en los que hacíamos un nudo corredizo y sujetábamos fuerte a una piedra.
La caza propiamente la hacíamos al atardecer. Todo era bienvenido a casa y todo se aprovechaba en la cocina. Mi tío decía que todo lo que vuela, corre o se arrastra es bueno para comer. Yo tenía mis dudas.
Nunca había comido carne de lagarto y la encontré, no exquisita, como dicen algunos, sino sencillamente pasable. Cazábamos conejos, liebres, lagartos, rabosas, perdices, avutardas, engañapastores, tordos...
Pero un día que íbamos con el tío Mateu vimos una culebra que a nuestro paso se escabulló y se metió por debajo de una piedra. Sin embargo, su refugio debió resultarle pequeño porque dejó un trozo de cola afuera. Y mi tío:
-Hala, Bastiané, a ver si sabes coger la culebra.
Yo no quería intentarlo; siempre me habían dado repelús esos animales; además ¿para qué la queríamos? ¿No íbamos a comer culebra? Así se lo dije a mi tío, pero él me dijo que naturalmente que la comeríamos.
Que la cogiera. Con bastante repugnancia alargué la mano para sacar al bicho, pero se me resbalaba siempre y no podía sujetarla. Mis primos y mi tío se reían de mi torpeza.
-Anda, Toné, enséñale a Bastiané cómo se coge.
Mi primo me dijo que era muy fácil si se hacía con la mano izquierda, ya que con la derecha nunca se conseguía. Y así lo hizo él y sacó la serpiente del agujero. El animal se revolvía pero no tenía nada que hacer. Era larga de casi un metro y él la mantenía en alto por la cola.
Cuando la culebra se agotó de hacer aspavientos para escapar, Toné le estrelló la cabeza contra una piedra y se la colgó triunfante del hombro.
Más tarde mi tía la cocinó. Recuerdo que le dio dos hervores y luego la frió en la sartén. Yo me negué a comer de ella y no fui el único, pues mis primos prefirieron también la tortilla de patata.
Los días de vacación pasan siempre muy deprisa. Iba avanzando agosto y yo ya pensaba en las fiestas de San Roque de mi pueblo, aunque me lo estaba pasando muy bien en la aldea. Los tíos me dijeron:
-El miércoles tenemos que bajar a Lanaja para fornear pan (lo hacían cada quince días) y te llevaremos para que te vuelvas a Huesca con el coche de línea. En eso quedamos con tus padres.
Yo dije que bueno.
Mis primos quisieron acompañarme al pueblo para despedirme y eso me hizo ilusión. La tía preparó mis cosas en el pañuelo paquetero y aún me puso una docena de huevos para casa, bien colocados con paja en una caja de zapatos. Al decirme adiós, me insistió:
-¡A ver si vienes para la vendimia, que te lo pasarás muy bien!
Montamos en la galera en que cargaron también sacos de trigo y deshicimos el camino hasta Lanaja.
El coche de línea estaba lleno y el chófer me permitió viajar con tres o cuatro hombres en la baca, entre sacos, cestas y maletas. Me sentí orgulloso, porque significaba que me consideraban ya mayor.
Yo miraba el paisaje. También mis brazos y piernas, que estaban tostados como si fuera un senegalés. Me imaginaba que la cara estaría igual, ya que en la aldea no teníamos espejos, aunque me temía que el color moreno desteñiría algo con una buena jabonada.
En menos de dos horas cubrió el autobús los cuarenta kilómetros de carretera sin asfaltar que nos separaban de Huesca, y en la parada ya me esperaban todos los de casa.

1 comentario:

  1. Que preciosidad de relato. No eran vacaciones eran el inicio a la edad laboral adulta ¿no?. Duras condiciones de vida , madre mía. No me voy a quejar mas de cansancio por madrugar. Una cosa veo en el relato , la despoblación no fué por falta de agua para regar en los Monegros, supongo q no habia mucho regadio entonces, fué por la tecnificación de las labores que como bien dices lleno de labradores la ciudad. Mi padre, de Leciñena , fué uno de ellos.

    ResponderEliminar