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lunes, 26 de diciembre de 2011

Navidades en el pueblo

Estos días a los que ya peinamos canas y la mayoría ya ni eso, los recuerdos infantiles se te amontonan en tu cabeza y necesitan salir al exterior. Si vuestra paciencia puede soportar a este viejo al que solo le quedan evocaciones, podréis comparar unos tiempos caducados a los actuales, que nunca sabré si fueron mejores, pero si que para mí, fueron estupendos. Y comenzaré…

Me llegó la carta: “Ista añada seras a nadal en o lugar” (Este año pasaras las navidades en el pueblo).
El corazón me pegó una sacudida. ¡Casi nada! En ocho palabras había nombrado dos cosas para mí maravillosas: las navidades y el pueblo.
Entonces estudiaba en los salesianos de Huesca, y la carta me alegró los días que quedaban.
Todo el mundo sabe lo que son las navidades. El pueblo, para mí, significaba muchas cosas: los abuelos, los amigos, la libertad, las vacaciones... Pero es que este año había empezado a escribir mi diario y ya estaba cansado de poner siempre lo mismo: las clases, el comentario meteorológico y poco más. Aquí en la ciudad nunca pasaba nada.
Un día igual a otro. Monotonía total entre las cuatro paredes del colegio, entre las cuatro calles de mi barrio y los siete amigos de la pandilla, entre las ocho de la mañana y las diez de la noche.
En el pueblo, en cambio, te olvidas del reloj. Y sólo eso ya es estupendo. Es verdad que tienes que ayudar en casa. La abuela, en cuanto te ve parado, te adjudica una tarea...
Para eso tiene una facilidad pasmosa. Dice que el agua estancada se pudre. Hay que ir a la tienda, a buscar yerba para los conejos, a hacer viajes a la fuente con el cántaro hasta que llenas la tinaja de la cocina... Pero son faenas tan divertidas que te lo pasas en grande.
A la fuente se va en pandillas, los chicos con los chicos, las chicas con las chicas, pero chismeándose unos a otros. Las niñas llevan indefectiblemente el cántaro apoyado en la cadera; las mayores ya saben sostenerlo en la cabeza; los chicos, al hombro.
Cerca de la fuente y aprovechando su agua está el abrevadero y los mozos aprovechan a llevar las caballerías a la hora en que las mozas hacen sus viajes de aguadoras y allí se forjan los primeros noviazgos.
El coger hierba para los conejos da mucho más de sí. Aprovechas para buscar nidos, para darles un repaso a las manzanas del tío Chusé, para pegarte un chapuzón en la badina grande... y luego vuelves a casa con el capazo lleno a medias con la excusa de que hay que subir mucho, carretera arriba, para encontrar unos letachines, porque junto al pueblo ya está todo remirado.
Mediano (Huesca) 1948
Claro que ahora en invierno no habrá ni chapuzones ni peras, pero en cambio se podrá parar el arbolico con las varetas de besque (liga), para coger alguna cardelina con reclamo.
Sí… tenía verdaderas ganas de volver al pueblo. No había estado desde el verano y ya eran demasiados meses.
Ahora doy gracias a mi libreta reciclada, que me ayuda a completar los recuerdos de aquella navidad.
Cuando el autobús de línea se detuvo en Lafortunada,  ya nos estaban esperando las mulas del tío Beturian, que además hacía de cartero, para trasladamos al pueblo. Allí cargamos las dos maletas de madera con cantos de hojalata, un roscadero lleno de trastos y la cesta grande de mimbre, de dos tapaderas, y nos acomodamos como pudimos. Las mulas cogieron un trotecillo garboso cuando las animaba el cartero de cuando en cuando, con un chasquido de la lengua junto al colmillo y rara vez utilizaba la vara como si fuera un látigo. El camino estaba con nieve, que menuda nevada había caído. "Buen día para plantar cepos" pensaba yo, porque los pajaricos picarían bien al no encontrar otra cosa.
Cuando rebasamos el dolmen, cubierto por la nieve, entramos en el pueblo. Por la plaza entonces siempre se veía gente. Ahora está vacía casi como el lugar. En aquella época nunca faltaban curiosos que esperaban el correo. Y allí estaban mis amigos y casi toda la familia. La abuela con su pañuelo negro en la cabeza, como siempre la he visto. El abuelo se abrigaba con un tapabocas. En seguida llegaba el tío Urbez para ayudamos con el equipaje.

Todos nos abrazamos. La abuela lloraba no sé por qué. El abuelo me izó con sus brazos nervudos para darme un beso. Siempre me levantaba así y a veces me decía ante de levantarme:
-¿Quieres ver Monte Perdido?
Yo nunca lo veía desde arriba porque me lo hurtaban las casas; el tío Urbez, que disfrutaba haciéndome rabiar, me cogió por su cuenta y me hizo la consabida caricia de pasarme su dedo pulgar fuertemente por la patilla arriba, a contrapelo, que a veces me hacía saltar las lágrimas. La abuela lo reprendía y acudía en mi auxilio, y ya tomamos posesión de la casa. En la cocina ardía un fuego alegre que calentaba el ambiente. Era la única calefacción de la casa quitando el brasero de la mesa camilla.
En los pueblos las noticias se corren como una mancha de aceite en la camisa y pronto sabían todos que había llegado. Por eso estaban llamando ya desde el patio mis amigos.
-Señá Marieta, ¿h´arribato Bastiané?
Era la voz chillona, inconfundible, de Antonié. Contesté yo por la abuela:
- Agora mesmo baxo!
Pero ella -cosa rara- ya me tenía preparada tarea:
-Bueno, pues ya que sales te acercas a la “Tabla” (carnicería) y que te den medio kilo de carne de alcorzadizo para el cocido. Cógete la cañeta que está al lado del tiedero. Y no me vayas aforro que pescarás un catarro.
Eran las recomendaciones de siempre: que si me tapara la boca al salir, que si me pusiera los mitones... Me enfundé el jersey gordo, me enrollé la bufanda al cuello y cogí la cañeta que en realidad era sólo media caña de un par de palmos, cortada por la mitad a lo largo. Su otra mitad la guardaban en la carnicería. Era el sistema de pago en los tiempos en que el dinero apenas corría. El “tablajero” (carnicero) juntaba la media caña mía con la que él guardaba y que llevaba el nombre de la casa y hacía unas muescas -unas "osquetas"- en los dos trozos a la vez según la carne que me llevaba. Al final de mes la abuela pagaría lo adquirido, probablemente con trigo.
Mis amigos, como siempre, me acompañaron a la carnicería y de vuelta a casa.
Siempre íbamos juntos a todos los sitios: ¿Que Antonié tenía que ir al estanco a comprar un cuartelero para su padre? Todos al estanco. ¿Que Francho iba a buscar caracolas para los patos? Todos a por caracolas. ¿Que Dabí tenía que dar un recado a su tía Sabina? Todos con Dabí. Y así.
Aquella mañana no había muchos encargos, así que a las once ya estábamos libres.
Faltaba lo menos una hora para comer. En la ciudad comíamos a la una, como los ricos. Pero en el pueblo los horarios los dicta el sol y las faenas del campo.
Alguien propuso ir a patinar a la balsa de arriba, que seguro que estaba con hielo y allá fuimos todos corriendo. Sí: estaba toda helada. Dabí, que era el más prudente de la pandilla, dijo que había que comprobar su espesor y agarramos unos zaborros grandes que lanzamos con fuerza a la capa de hielo. Al primer bombardeo se agrietó todo y ya vimos que no nos aguantaría nuestro peso con lo que dejamos el patinaje para otra ocasión.
Pero estoy en mi lugar y comenzando la fiesta de Nadal. Que días me esperaban…

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