Estos
días a los que ya peinamos canas y la mayoría ya ni eso, los recuerdos
infantiles se te amontonan en tu cabeza y necesitan salir al exterior. Si
vuestra paciencia puede soportar a este viejo al que solo le quedan evocaciones,
podréis comparar unos tiempos caducados a los actuales, que nunca sabré si
fueron mejores, pero si que para mí, fueron estupendos. Y comenzaré…
Me llegó la carta: “Ista
añada seras a nadal en o lugar” (Este año pasaras las navidades en el pueblo).
El corazón me pegó una
sacudida. ¡Casi nada! En ocho palabras había nombrado dos cosas para mí
maravillosas: las navidades y el pueblo.
Entonces estudiaba en los
salesianos de Huesca, y la carta me alegró los días que quedaban.
Todo el mundo sabe lo que
son las navidades. El pueblo, para mí, significaba muchas cosas: los abuelos,
los amigos, la libertad, las vacaciones... Pero es que este año había empezado
a escribir mi diario y ya estaba cansado de poner siempre lo mismo: las clases,
el comentario meteorológico y poco más. Aquí en la ciudad nunca pasaba nada.
Un día igual a otro.
Monotonía total entre las cuatro paredes del colegio, entre las cuatro calles
de mi barrio y los siete amigos de la pandilla, entre las ocho de la mañana y
las diez de la noche.
En el pueblo, en cambio,
te olvidas del reloj. Y sólo eso ya es estupendo. Es verdad que tienes que
ayudar en casa. La abuela, en cuanto te ve parado, te adjudica una tarea...
Para eso tiene una
facilidad pasmosa. Dice que el agua estancada se pudre. Hay que ir a la tienda,
a buscar yerba para los conejos, a hacer viajes a la fuente con el cántaro
hasta que llenas la tinaja de la cocina... Pero son faenas tan divertidas que
te lo pasas en grande.
A la fuente se va en
pandillas, los chicos con los chicos, las chicas con las chicas, pero chismeándose
unos a otros. Las niñas llevan indefectiblemente el cántaro apoyado en la
cadera; las mayores ya saben sostenerlo en la cabeza; los chicos, al hombro.
Cerca de la fuente y
aprovechando su agua está el abrevadero y los mozos aprovechan a llevar las
caballerías a la hora en que las mozas hacen sus viajes de aguadoras y allí se
forjan los primeros noviazgos.
El coger hierba para los
conejos da mucho más de sí. Aprovechas para buscar nidos, para darles un repaso
a las manzanas del tío Chusé, para pegarte un chapuzón en la badina grande... y
luego vuelves a casa con el capazo lleno a medias con la excusa de que hay que
subir mucho, carretera arriba, para encontrar unos letachines, porque junto al pueblo
ya está todo remirado.
Claro que ahora en
invierno no habrá ni chapuzones ni peras, pero en cambio se podrá parar el
arbolico con las varetas de besque (liga), para coger alguna cardelina con reclamo.
Sí… tenía verdaderas ganas
de volver al pueblo. No había estado desde el verano y ya eran demasiados
meses.
Ahora doy gracias a mi
libreta reciclada, que me ayuda a completar los recuerdos de aquella navidad.
Cuando el autobús de línea
se detuvo en Lafortunada, ya nos estaban
esperando las mulas del tío Beturian, que además hacía de cartero, para
trasladamos al pueblo. Allí cargamos las dos maletas de madera con cantos de
hojalata, un roscadero lleno de trastos y la cesta grande de mimbre, de dos
tapaderas, y nos acomodamos como pudimos. Las mulas cogieron un trotecillo
garboso cuando las animaba el cartero de cuando en cuando, con un chasquido de
la lengua junto al colmillo y rara vez utilizaba la vara como si fuera un
látigo. El camino estaba con nieve, que menuda nevada había caído. "Buen
día para plantar cepos" pensaba yo, porque los pajaricos picarían bien al
no encontrar otra cosa.
Cuando rebasamos el
dolmen, cubierto por la nieve, entramos en el pueblo. Por la plaza entonces
siempre se veía gente. Ahora está vacía casi como el lugar. En aquella época
nunca faltaban curiosos que esperaban el correo. Y allí estaban mis amigos y
casi toda la familia. La abuela con su pañuelo negro en la cabeza, como siempre
la he visto. El abuelo se abrigaba con un tapabocas. En seguida llegaba el tío
Urbez para ayudamos con el equipaje.
Todos nos abrazamos. La
abuela lloraba no sé por qué. El abuelo me izó con sus brazos nervudos para
darme un beso. Siempre me levantaba así y a veces me decía ante de levantarme:
-¿Quieres
ver Monte Perdido?
Yo nunca lo veía desde
arriba porque me lo hurtaban las casas; el tío Urbez, que disfrutaba haciéndome
rabiar, me cogió por su cuenta y me hizo la consabida caricia de pasarme su
dedo pulgar fuertemente por la patilla arriba, a contrapelo, que a veces me hacía
saltar las lágrimas. La abuela lo reprendía y acudía en mi auxilio, y ya
tomamos posesión de la casa. En la cocina ardía un fuego alegre que calentaba
el ambiente. Era la única calefacción de la casa quitando el brasero de la mesa
camilla.
En los pueblos las
noticias se corren como una mancha de aceite en la camisa y pronto sabían todos
que había llegado. Por eso estaban llamando ya desde el patio mis amigos.
-Señá
Marieta, ¿h´arribato Bastiané?
Era la voz chillona,
inconfundible, de Antonié. Contesté yo por la abuela:
- Agora mesmo baxo!
Pero ella -cosa rara- ya
me tenía preparada tarea:
-Bueno,
pues ya que sales te acercas a la “Tabla” (carnicería) y que te den medio kilo
de carne de alcorzadizo para el cocido. Cógete la cañeta que está al lado del
tiedero. Y no me vayas aforro que pescarás un catarro.
Eran las recomendaciones
de siempre: que si me tapara la boca al salir, que si me pusiera los mitones...
Me enfundé el jersey gordo, me enrollé la bufanda al cuello y cogí la cañeta que en realidad era sólo media
caña de un par de palmos, cortada por la mitad a lo largo. Su otra mitad la
guardaban en la carnicería. Era el sistema de pago en los tiempos en que el
dinero apenas corría. El “tablajero” (carnicero) juntaba la media caña mía con
la que él guardaba y que llevaba el nombre de la casa y hacía unas muescas -unas
"osquetas"- en los dos trozos a la vez según la carne que me llevaba.
Al final de mes la abuela pagaría lo adquirido, probablemente con trigo.
Mis amigos, como siempre,
me acompañaron a la carnicería y de vuelta a casa.
Siempre íbamos juntos a
todos los sitios: ¿Que Antonié tenía que ir al estanco a comprar un cuartelero
para su padre? Todos al estanco. ¿Que Francho iba a buscar caracolas para los
patos? Todos a por caracolas. ¿Que Dabí tenía que dar un recado a su tía
Sabina? Todos con Dabí. Y así.
Aquella mañana no había
muchos encargos, así que a las once ya estábamos libres.
Faltaba lo menos una hora
para comer. En la ciudad comíamos a la una, como los ricos. Pero en el pueblo
los horarios los dicta el sol y las faenas del campo.
Alguien propuso ir a
patinar a la balsa de arriba, que seguro que estaba con hielo y allá fuimos
todos corriendo. Sí: estaba toda helada. Dabí, que era el más prudente de la
pandilla, dijo que había que comprobar su espesor y agarramos unos zaborros
grandes que lanzamos con fuerza a la capa de hielo. Al primer bombardeo se
agrietó todo y ya vimos que no nos aguantaría nuestro peso con lo que dejamos
el patinaje para otra ocasión.
Pero estoy en mi lugar y
comenzando la fiesta de Nadal. Que días me esperaban…
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