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sábado, 9 de julio de 2011

El cazador de lobos

Para los amantes de la naturaleza, yo soy uno de ellos, sé que este escrito no les guste demasiado. No sé que podrá decirme mi hija cuando lo lea, pues nunca le hablé de estas cosas. Pero al proponerme contaros cosicas de Aragón, no quiero dejar nada en el tintero y solo pretendo pasaros historias pretéritas de nuestra tierra.
Han pasado ya muchos años pero lo recuerdo como si fuera anteayer. Estábamos jugando en la plaza, cuando sonó la trompetilla del pregonero.
El pregonero era el periódico, la radio, la tele y el boletín oficial en una sola pieza. De esquina en esquina del pueblo iba anunciando con su potente voz cantarina los bandos del señor alcalde, los turnos de riego, la presencia de los vendedores de sardinas o tomates: todo, absolutamente todo.
En aquella ocasión su anuncio fue maravilloso: -“…se hace saber que en plaza baja, el señor Úrbez mostrará las pieles de los dos últimos lobos cazados…”
Ni qué decir tiene que los chiquillos corrimos como una exhalación hacia la plaza baja. Sí, allí estaba el señor Úrbez, sentado en un banco de piedra, acariciando orgulloso su vieja escopeta. A sus pies, las pieles de dos lobos de regular tamaño. Entre sus piernas, acurrucado, un perrico pastor. Y cerca, la burra con las alforjas.
Poco a poco fueron llegando los mayores del pueblo. Siempre era un acontecimiento la llegada del matador de lobos y casi todas las casas que tenían ovejas y corderos acudían a demostrarle su agradecimiento: dos lobos menos en el monte significaban dos motivos de alegría y de seguridad para sus ganados.
Todos lo obsequiaban en la medida de sus posibilidades y generosidad. Uno le traía un almud de trigo; el otro le daba dos reales; una mujer un trozo grande de queso, aquélla cebollas o tocino. Y nunca faltaba quien le llenara la bota de vino.
Con eso se ganaba la vida el señor Úrbez. Cuando mataba un lobo, lo desollaba, cargaba la piel en la burra y ¡hala! a recorrer los pueblos mostrando su trofeo y recibiendo la recompensa correspondiente.
Los chicos no teníamos ojos bastantes para observarlo todo: las pieles de los terribles animales, la escopeta, las manos nervudas como fajuelos del cazador, la canana de cartuchos colgada en bandolera, su mirada serena de hombre aventurero y seguro de sí mismo.
La gente fue desapareciendo después de felicitarlo y sólo nos quedamos nosotros que queríamos apurar al máximo su presencia. Teníamos la boca llena de preguntas y todas salieron atropelladas: ¿cómo se mata un lobo?, ¿es verdad que los lobos van siempre en pandilla?, ¿por qué atacan de noche?, ¿quién puede más, un lobo o un mastín del Pirineo?, ¿por qué se había hecho matador de lobos?

El sonreía. Se quedó un momento con los ojos como mirando a alguna parte del cielo, volvió a sonreír y empezó pausadamente:
-Me gusta esa pregunta, chaval, de por qué me hice matador de lobos:
Pronto harán dieciocho años. Era una noche en el monte. Yo estaba de pastor y había encerrado el rebaño en la paridera. Más de cuatrocientas ovejas y corderos llevaba. Estaba preocupado porque era luna llena y había observado rastros de lobos. Corcel, que es este perrico que me acompaña siempre y es inteligentísimo aunque ya va para viejo también barruntaba algo; yo le veía la pelambre del cuello erizada.
No tardó mucho tiempo en oírse un aullido largo: era el ulular claro de un lobo, al que respondió otro alarido por otra parte y luego otro. La manada nos estaba rodeando. Yo calculaba que no podrían saltar la tapia del corral que rodeaba la paridera, pero como nunca se sabe me fui a por la escopeta y los cartuchos.
Los lobos callaron. Pero se veían brillar sus ojos aquí y allá, y cada vez más cerca. Llamé al mastín que estaba en la caseta para ponerle el collar de clavos por si tenía que soltarlo. Los lobos siempre se tiran a la garganta.
Las ovejas empezaron a balar asustadas lo que enardeció a las fieras que renovaron su algarabía, esta vez muy cerca de la tapia. Yo esperaba, tenso, con la escopeta preparada. No quería disparar hasta estar bien seguro del blanco. Era importante herir al primer tiro porque los otros lobos se lanzarían sobre el herido al olor de la sangre.
Había un animal especialmente atrevido que ya había querido saltar la tapia: no lo había conseguido pero yo estaba seguro de que lo intentaría de nuevo. El sería la primera víctima. No tardó mucho en lanzarse contra nosotros pero su aullido quedó ahogado por el estampido del disparo y lo vi caer hacia atrás rabiando.
Inmediatamente sus compañeros se abalanzaron sobre él. ¡Qué cantidad había! A bulto calculé más de veinte.
El pobre bicho no debió bastar para saciarlos a todos y ya intentaban varios de ellos saltar por la parte de atrás del corral. El perrillo, Corcel, ladraba desafiante; el mastín gruñía con furia y ganas de entrar en la lucha. Lo acaricié y decidí sacrificarlo en bien del rebaño. Lo llevé hasta la puerta y lo solté azuzándolo contra los lobos.
La batalla debía ser terrible. Yo disparaba un poco a ciegas, siempre hacia donde no estaba el mastín que destacaba por su tamaño y su pelaje blanco. Fue casi una hora de angustia hasta que la manada, como si alguien hubiera tocado a retirada, se dispersó como había venido.
Esperé un rato antes de salir afuera. No me apetecía nada encontrarme con algún lobo herido y por otra parte quería ver qué había sido de mi perrazo. Al salir lo encontré tendido delante de la puerta. Tenía heridas por todas partes. Comprendí que no podría curarlo. A su alrededor yacían ocho lobos que eran el precio de su valor. El pobre me miraba moribundo con unos ojos que parecían decirme que había hecho todo lo posible, que había luchado como un león, pero que ahora le tocaba a él la retirada. Las dentelladas le llegaban en algunas partes del cuerpo hasta los huesos. Pero él seguía mirándome lastimeramente, rogándome con la mirada que lo rematara.
Me eché la escopeta a la cara y apunté a través de mis lágrimas a su cabeza...
Allí mismo lo enterré a la mañana siguiente.
Y delante de su tumba me juré a mí mismo que desde entonces ya no sería pastor de ovejas sino cazador de lobos.
¿Qué os parece el cuento? Porque es un cuento repetido constantemente, y casi lo puedo decir de memoria. Nunca entendí la profesión de cazador de lobos, que la hubo, y mucha gente se dedicaba a matarlos y vivir de ello. Y con todos que tuve ocasión de preguntarles, recibía más o menos la misma contestación.
¿Les daba vergüenza su profesión? ¿Necesitaban la escusa convincente para seguir con ella? No lo sé y no quiero pensarlo. Os dejo a vosotros que saquéis vuestras propias conclusiones.

1 comentario:

  1. enorme¡¡¡ que bonito poder leer estas historias.... un abrazo bastian..

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