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sábado, 7 de mayo de 2011

Patrimonio perdido en Aragón

Hace muchos años que lo vengo diciendo. Ahora lo dicen muchos. Menos mal. Algo hemos avanzado. No hay derecho a que nos esquilmen nuestro patrimonio artístico ni cultural. No hay derecho a que desvalijen nuestros pueblos, a que nos quiten el agua, nos arramplen nuestra geografía haciendo catalán hasta el Aneto. Nos lo quitan todo, todo.
Estoy pensando ahora que tenemos la misma razón que la Academia Brasileña de Letras cuando sentenciaba: “Somos inmortales, sí: no tenemos dónde caemos muertos”.
Pero tampoco hay derecho, creo sinceramente, a que ni siquiera nosotros sepamos apreciar lo nuestro y hasta nos carguemos nuestras cosas. ¿Tenemos remedio? Cualquier pardillo puede pontificar sobre lo nuestro con una incultura que raya en el ridículo.
Yo, cuando veo el nombre de Echo escrito con hache, se me llevan los diablos. Alguien decidió que el pueblo no era del verbo “echar” sino del verbo “hacer” y ¡hala! Hecho que te pego: ya está hecho.
O cuando compruebo que algún señor ingeniero de Obras Públicas decide (porque lo mando yo) que ese pueblo no puede llamarse Santa Cilia, sino Santa Cecilia, ni aquél Santa Muera, sino Santa Maura.
O un secretario de pueblo, porque le sale de sus reales, convierte la fusión de dos pueblos de nombre tan aragonés como Beranuy y Calbera en Veracruz, con una inteligencia intelectual 0. O simplemente –prefiero pensarlo así, antes que tratarlo de analfabeto, que parece que no está bien en un secretario- por desconocimiento total de nuestra toponimia.
El verano pasado, tuve una decepción más. Con motivo de la restauración del precioso monasterio de San Pedro de Siresa.
Arquitectónicamente, nada que oponer y felicitaciones. Como enamorado de mi Aragón, un verdadero sofocón. Me explico:
No lo había visitado desde los años setenta, antes de su restauración. Siempre tengo la costumbre de ir tomando notas y la memoria se amplía cuando se repasan. Es una suerte poder contar las cosas en primera persona.
Ya se murió el señor José, aquel abuelico que hacía de cicerone si no, con profundos conocimientos de arte e historia, sí al menos con un cariño inmenso por el monasterio y con una sabiduría heredada de una tradición centenaria y aumentada con los comentarios de todo tipo que debió escuchar durante sus explicaciones.
Recuerdo que comenzaba: “¿Dónde han visto ustedes un empedrado como éste?” Si alguno sugería que en el patio de su casa, o en tal o cual calle, él, triunfante, remachaba: “No, no. Esto es completamente diferente”. Y comenzaba las explicaciones.
No se trataba de simples dibujos geométricos. Allí todo tenía un sentido y un simbolismo que por desgracia hoy nos resulta inexplicable.
De entrada, la planta del templo no presenta una cruz, sino dos: la normal, la que se observa a primera vista, formada por la nave principal y el crucero; y otra, disimulada, que dibuja el empedrado y enlosado de la parte posterior. Este hecho puede que sea el único en la arquitectura religiosa. Pero hay más cosas que también son únicas: todo el dibujo está ejecutado por líneas trazadas con cantos rodados y planos, pero colocados verticalmente en forma de espigas, o mejor aún, de peces, porque el pez es el anagrama griego de Cristo, el famoso IJZUS de las primeras cristiandades.
Al acabar la escalinata de entrada, que por cierto no es ascendente sino descendente, comienza el dibujo con una estrella de cinco puntas. Es curioso: no la estrella de David, sino la críptica pentagonal que empalma con los secretos más antiguos de misteriosos pasados.
Si se observa atentamente, la estrella está mal colocada. Descentrada.
Debería orientar su punta delantera hacia el centro del altar, como la flor de lis hacia el norte en los mapas antiguos. Pero no: se ladea hacia la izquierda como indicando otra cosa. ¿Qué y por qué? Esta misma pregunta se la hicieron hace ya muchos siglos (el monasterio es del siglo IX) y siguieron la dirección que apuntaba la estrella. Y en el presbiterio, al lado de la epístola apareció un compartimento secreto en el muro. En él, según nuestro guía, apareció el Santo Grial.
La ruta del Santo Grial por tierras altoaragonesas es, sin duda, de lo más conflictivo a causa de sus “ires y venires” motivados por el alternativo dominio musulmán y los límites continuamente cambiantes. Borao, San Pedro de Tabernas, Santa Cruz de la Serós, San Juan de la Peña, la catedral de Jaca, San Pedro de Siresa serán nombres con los que habrá que contar para la historia del Santo Grial. Y hasta hay quien -con poca fortuna- ha relacionado el nombre de Gratal con el mismo, por razones de su parecido fonético.
Aparte de la estrella de cinco puntas, el empedrado hace unos dibujos geométricos que enmarcan la cruz del suelo de os comento antes, para continuar y finalizar con otro prodigio de la arquitectura medieval aragonesa: el laberinto. ¿Cuántos laberintos hubo en nuestros templos al estilo de los de Chartres o Notre Dame? No sabemos. Y tal vez el único que nos queda en España sea éste de Siresa, reproducido en parte a la entrada de la parroquia de Echo, por desgracia muy deteriorado y casi irreconocible.
Y volemos una vez más al misterio de la Edad Media, cuando el saber y la mitología más antigua, la masonería y la alquimia se entresijan con el Temple y con el cristianismo que se afianza cada vez más sin abandonar del todo lo esotérico de antiquísimas creencias. Contemplando el laberinto nos surge el interrogante más abierto: ¿qué quiere decir? Allí está desafiando al historiador, al brujólogo, al arquitecto y al ocultista, al teólogo y al astrónomo.
Hay quien ha visto en el laberinto el emblema de las retorcidas calles de Jerusalén, idea que traerían los templarios en la época de las cruzadas. Tal vez. Otros opinan que son el símbolo de la vida, con sus vueltas y sus decepciones, que el hombre tiene que recorrer hasta la muerte. Puede ser. Quizá tenga mayor probabilidad la interpretación de un recorrido penitencial...
Amigos, no le deis demasiadas vueltas. Vosotros, no lo podréis comprobar, al menos en Siresa. Y es que, con motivo de la restauración del monasterio, preciosamente hecha, el arquitecto eliminó de un golpe cruz del suelo, estrella de cinco puntas, laberinto y todo lo que le pareció.
Así las cosas, de eso ya, nada de nada en Siresa.
¿Comprendéis mi decepción? Si los señores sabios de las ciencias y las artes se molestasen en tener en cuenta nuestras tradiciones, nuestro pueblo, nuestra etnología, seguro que no continuarían haciendo desastres en nuestra cultura aragonesa, en nuestras raíces, en nuestro modo de ser.

1 comentario:

  1. Maravillosa explicación, amigo. Sirve para querer más todavía a Aragón

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