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jueves, 12 de mayo de 2011

Nuestras antiguas escuelas

Cuando te sientas delante del ordenador, y con todos los avances de hoy día, recuerdas con cariño esos primeros años en que nada tenías claro más que jugar, pasar el rato y en la escuela tu única preocupación era esperar a salir.
Lo normal era ir poco a la escuela. A los ocho años ya te sacaban para ayudar en las labores del campo. En un curso era normal faltar a el un par de meses. La verdad es que gastabas pocos pizarrines.
¿Qué eran pizarrines? El papel era caro y los críos llevábamos en la cartera una pizarrica pequeña de piedra, enmarcada en madera. En ella escribíamos con el clarión que era como un lapicero, también de pizarra pero más blanda y color blanco. Una especie de yeso. Cuando querías borrar echabas el aliento y limpiabas con un trapico.
Estas pizarras se rompían mucho. Había unas que eran de hojalata pintada en negro, en vez de piedra, que nunca se rompían, pero se escribía peor.
Las escuelas eran todas muy parecidas. Una sala grande, con un estrado (tarima) para el maestro. Detrás de él, en la pared una pizarra grande y un mapa de España que servía para sacarnos fotos cuando venía el retratista.
Los recuerdo bien: Los retratistas, entonces llevaban un armatoste enorme con un trípode, metían la cabeza dentro de un trapo negro y disparaban la cámara al mismo tiempo que encendían un fogonazo de magnesio.

Antigua escuela de Ansó

Las paredes tenían un zócalo verde oscuro de metro y medio de altura, por toda la clase y que servía de pizarra cuando teníamos que escribir todos a la vez.
Se utilizaba poco porque el “clarión” – tiza que se dice ahora - escaseaba. Nos apañábamos muchas veces con trozos de yeso.
El suelo era de madera vieja y ratonada y me acuerdo que tenía dibujado con tinta un mapa mudo de España con las provincias.
A veces, cuando nos tocaba geografía, retiraban los pupitres y salíamos por turno a nombrar todas las regiones y provincias, pisando en cada una de ellas, mientras cantábamos: “Asturias con una, que es Oviedo; León con cinco: León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia; Castilla la Vieja con seis: Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Ávila... “. Me las sabía todas.
Ahora se dice: Cantabria, La Rioja, Castilla-León... cambian los tiempos…
Las mesas eran pupitres para dos chicos. Los chicos estábamos en una escuela y las chicas en otra, aunque juntas. El tablero estaba un poco inclinado hacia ti y arriba había una repisa con agujericos para colocar los tinteros.
Escribíamos con tinta, malica, pero tinta. La hacía el maestro y de una botella iba echando en los tinteros que eran vasicos de cerámica que encajaban en los agujeros del pupitre. Se utilizaba para la caligrafía.
Entonces no se conocían los bolígrafos, estos vinieron más tarde. O se escribía con lápices o con las plumas, un palo con una boquilla en la punta, en la que se metía la plumilla o plumín que también se llamaba. Cuando estrenabas una plumilla había que chuparla antes. Decíamos que era para que escribiéramos mejor. A mí no me gustaba la caligrafía por que tintaba demasiado y me caían borrones. Y cada borrón equivalía a un  cachete del maestro. Además era muy aburrido eso de llenar “planas” con palotes, luego ganchos y después la muestra.
Hoy los maestros no pegan. Pero os digo, los cachetes no dolían. Peor era cuando empleaba la regla y te arreaba un reglazo en la palma de la mano que tenías dolor un rato. Y para casos graves tenía la correa, por ejemplo cuando hacías “picala” (pirola), y te ibas por allí a coger nidos. Entonces venía la correa. Cuando nos la veíamos venir, algunos nos untábamos las manos con ajo y así picaba menos, pero si lo olía el maestro, entonces acababa en bofetones. En aquélla época se decía que “la letra con sangre entra”. Otras veces el castigo era ponerte de rodillas en un rincón y con los brazos en cruz.
Eso era una escuela antigua. Y conste que recuerdo con mucho cariño a Don José y nunca me entró una depresión como se dice ahora. Al maestro le teníamos un respeto muy grande. Lo recuerdo muy bien, era de Segovia, maestros republicanos que la dictadura exilió a nuestros pueblos de montaña.
El escucharnos a nosotros hablar aragonés, inconscientemente en su vocabulario, empleaba muchas palabras de nuestra lengua.
Nunca decía tiza sino “clarión”, ni lápices de color sino “pintes”, “pozal” en vez de cubo, “tochez” en lugar de palicos y así todo.
Lo mejor de la escuela era, por supuesto, el recreo. Teníamos uno por la mañana y otro por la tarde. Salíamos al patio y a correr. Conocíamos muchos juegos de perseguirnos y saltar; las cuatro esquinas, el borrico falso, la mirabá, el marro, ladrones contra ministros… qué se yo. Las chicas, que tenían el patio separado del nuestro por una verja saltaban a la comba o jugaban al descanso. Nuestros juegos eran más violentos, pero los encontrábamos mas divertidos.
Yo os reconozco, que era muy mal estudiante. Cuando hacíamos repaso, nos poníamos en “ringlera” (fila) y comenzaba a preguntar por el primero, si no sabías la respuesta ibas al final de la cola, y recuerdo que siempre me decía el maestro: -¡Bastiané! Usted como los cangrejos, ¡siempre andando pa tras!
Me hubiera gustado aprender más. Pero sí hay una cosa que siempre he hecho: leer. Entonces no había televisión y el libro era un buen amigo que te esperaba siempre y te contaba cosas. Luego el vivir en un pueblo, la naturaleza te enseñaba cosas. Además siempre me ha gustado observar. Te enseñan las plantas, los animales,  toda la naturaleza si la miras con cariño y piensas, piensas mucho…

1 comentario:

  1. Eso de los pizarrines todavía lo usan, Sr. Marqués, sólo que ahora les llaman "tablets".

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