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sábado, 25 de octubre de 2014

Curanderos aprovechados

En nuestro Aragón, además de tener unos curanderos que lo curaban todo, no han faltado los que han abusado de la credulidad de la gente sencilla y de la esperanza con que todos nos aferramos a cualquier remedio cuando se trata de la salud.
Hace años pasó por Hecho, un hombre que se decía curandero. Lo recuerda todo el pueblo. Hacía cosas rarísimas. Igual le untaba a uno el cuerpo de “chordigas” (ortigas), como a otro le hacía tirarse hacia atrás desde encima de una mesa.
Era un espabilado y les sacó los cuartos. Cuando la gente empezó a sospechar de él, de sus métodos y de sus intenciones, desapareció sin dejar rastro. Nadie sabía su nombre ni de dónde venía.
De otro estilo diferente fue, un curandero que tuvo una enorme clientela en la Puebla de Fantova y de donde salió enriquecido de verdad, aunque oficialmente no cobraba nada.
Todas las enfermedades las curaba con sales de oro, por aquello que la salud es un tesoro, y al hacer el diagnóstico pedía siempre la cantidad necesaria de oro en polvo.
Los enfermos cogían sus medallas, cruces, sortijas o alguna “dobleta” (moneda) vieja que tenían por la casa, la llevaban a moler a Graus y con sus diez o quince gramos de oro volvían al curandero.
El colocaba dos vasos enormes de agua encima de la mesa. En uno de ellos echaba el polvo de oro y, una vez posado, hacía beber de un solo trago al enfermo. Si paraba un momento para respirar, debía terminar y “juagarse” (enjuagarse)  bien la boca con el otro vaso, con lo que conseguía que todo el oro se le quedase en casa.
A continuación, ya, recetaba la hierba adecuada a cada caso. Tampoco cobraba aunque se valía de su buena memoria, recordando cada vez a la persona precisa…
-¿Cuan son las molestias?, le preguntaban.
Nada, nada, la voluntad. ¿De dónde ha dicho que es usted?
-De Benabarre.
-Pues no sé, Fulano de Tal una vez me dejó veinte duros.
El otro para no ser menos, le dejaba cuarenta.
Entre los curanderos “espabilados”,  que siempre han abundado y abundan por nuestra tierra, quizá ninguno tan famoso como “Palomé de Bolea”. Mariano Ruiz Lapargada que cubre la medicina furtiva y popular de casi un siglo; murió en 1931 a los 89 años, según consta en la partida de defunción dando como razón facultativa “a consecuencia de senilidad”, lo que tampoco extraña mucho dado su arte en sanar a los demás.
“Palomé” era distinto. Que por algo era de Bolea. No estoy seguro de que la gente lo tomase en serio como curandero, pero se divertían y la verdad es que tenía una especie de halo de popularidad y tal vez por un “si tuviera razón…” seguían sus consejos.
Bolea (Huesca)
 
Sus recetas muy fáciles: para dislocaciones, hierba de gargallo cocida con manteca. Se aplica y listos. Desviaciones de columna y lesiones semejantes, se batía una clara de huevo con incienso, pez blanca, pez negra, harina y anís. Esta “pilma”  (emplaste) era definitiva tanto para personas como para animales.
La hemiplejia la curaba poniendo en la cabeza del enfermo una paloma blanca –tenía que ser blanca del todo- que se tenía que estar allí hasta “humedecerle” la cabeza.
A veces la receta era fina de verdad. A un enfermo le endilgó un emplasmo de güeñas de buey negro. Esa hizo fama y lo malo es que Palomé al poco tiempo tuvo que ir al médico, una de las pocas veces que le tocó.
-¿Qué tiene, señor Mariano?, le preguntó el médico.
-Pues mié usté, un dolor sobre tal parte…
El médico, con una sonrisa maliciosa le recetó “güeñas de buey negro”… Palomé se puso colorado, protestando que eso no hacía nada.


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