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viernes, 1 de noviembre de 2013

Noche de difuntos. El cementerio

Este año he vuelto al cementerio de mi pueblo. Llevo unas flores para mis abuelos y otros familiares.
Llevo también la nostalgia de tiempos ya muy lejanos ahítos de recuerdos. La visita de cualquier camposanto es un revulsivo, un aldabonazo a lo más profundo de nuestros sentimientos y nuestra conciencia. Pero éste, el de mi pueblo, es especial para mí, porque en él tuve mi primer encuentro con la muerte.
Desde la salida del pueblo ya se le ve allá abajo, con sus tres cipreses apuntando sus saetas al cielo en este atardecer de otoño, por encima de su tosco tapial de piedra de poco más de dos metros de altura. Es pequeño. Cuando yo era crío era mucho más grande. O así me lo parece. Pero me pasa siempre lo mismo con la plaza, la iglesia, la escuela… Abro la cancela de hierro sujeta con un trozo de cuerda anudado a su cerradura cuya llave sin duda se perdió y entro. Está bien cuidado en conjunto, aunque muchas de sus cruces perdieron su verticalidad y parecen querer acostarse igual que los muertos que cobijan. Aquí y allá ramos de flores que algunos han adelantado para el día de Todos los Santos.
Las tumbas están todas orientadas al norte, hacia Monte Perdido.
Como el pueblo cae al suroeste le están dando la espalda para que no les apetezca volver a él y molestar a los vivos.
Camino despacio entre las cruces, leyendo las inscripciones, muchas de ellas con la fotografía sepia del difunto. Los apellidos se repiten una y otra vez como corresponde a un pueblo pequeño, encerrado en la endogamia y en el que tarde o temprano todos acaban siendo parientes de todos.
Enfrente a la entrada, una casucha destartalada y sucia, sin puertas, medio en ruinas, en donde debió estar “la piedra”, el lugar de espera de los cadáveres que por alguna razón no se podían enterrar todavía. Aún guarda la caseta unas desvencijadas parihuelas de entierros muy remotos.
Casi juntos, los tres cipreses. Serios. Austeros. ¿Por qué tres? En todos los cementerios de esta comarca son siempre tres. La magia del número. Están repletos de frutos, piñas orriones. Dicen que los cipreses producen tantas bolitas como muertos tienen enterrados a sus píes.
Entre las cruces encuentro la de mi abuelo. Es de hierro y ostenta una placa metálica aporcelanada, sin fotografía. El nombre escueto, la edad y la fecha del fallecimiento.
Y allí, ante la tumba del abuelo, la imaginación vuela a aquella mañana del entierro. El paso cansino de los hombres que llevan el féretro. Los familiares detrás, con los ojos ya secos y resignados. Con el cierzo de frente (“El cierzo y la contribución, la perdición de Aragón”). Detrás, los amigos en silencio. Más atrás “la gente”, que comenta el estado del campo o las fiestas del pueblo vecino. O la comida de entierro que dará la familia. Cumplen a desgana un deber cívico que impone la tradición, y acompañan al difunto y su familia.
En muchos lugares todo el pueblo iba al cementerio acompañando el cadáver (Aineto, Sallent, Angüés, Saravillo, Burgasé, Salas Altas)…
Los que querían (y dependía de muchas circunstancias) (Chimillas, Bolea, Montoro, Calaceite)…
Los familiares y las amistades (Ansó, Sabiñánigo).
Los familiares y la Cofradía (La Fueva).
Delante iba la caja y la llevaban los amigos en muchos lugares. (Huesca, Almudévar, Santa Engracia de Loarre…)
Cuando asistía el cura, el orden era: cruz, clero, féretro, parientes, pueblo (Biscarrués, Estadilla).
En Castillazuelo, en cambio, el orden era: féretro, cura, duelo.
En Albelda el cura hacía una parte del recorrido. En un lugar concreto, paraba el cortejo, se rezaba un responso y el clero se despedía.
Detrás del féretro solía ir la familia (Chimillas, Aineto, Quinzano, Bolea…)
A continuación, en la mayoría de los pueblos iban los hombres y detrás las mujeres.
En Binéfar, si era difunto iban los hombres delante; si era difunta, las mujeres.
En Gistain, después del entierro –al que asistían los cofrades con capa negra- los familiares daban doce vueltas alrededor de la iglesia. En la puerta estaba el mosen y, al pasar por delante de él, le besaban la estola cada vez.
 
La llegada. El sepulturero apoyado en la pala clavada en tierra. Luego, con la soga y por alguien, descuelga el féretro en el hoyo y recupera con movimientos precisos la soga.
Un silencio reseco. La primera paletada de tierra. El sollozo de la abuela ahogando sus únicas palabras temblorosas que no llegan a entenderse.
La emoción que sube pecho arriba y se anuda en la garganta. Lágrimas sin estridencia.
La abuela coge un puñado de tierra, lo besa y lo echa al hondón, sobre la caja. Todos vamos haciendo lo mismo.
Luego el enterrador con la pala va echando más tierra.
Todavía se ve un trozo del féretro. Luego, sólo tierra.
A los ojos de todos, la tierra que va tomando altura. Y ya, nada. El cierzo que sigue soplando. Mi madre y mi tía que cogen del brazo a la abuela. El mosen del pueblo (los otros no han venido) que reza el último responso y trata de consolarnos con unas palabras indecisas que no acaban de encontrar el tono. Es mejor el silencio.
La gente que se desperdiga por el cementerio en busca de nombres queridos. Las pisadas crujientes sobre la tierra y la gravilla. Las campanas de la torre también han callado. Cada uno vuelve a solas con sus pensamientos. Otros vuelven a sus comentarios indiferentes de antes. La vida sigue.


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