Las doce era la hora de “a chenta”. (la comida). La
teníamos en la cocina, que era una estancia grande. Al fondo estaba el hogar
con las cadieras cubiertas con pieles curtidas de cordero. Dos de las cadieras
o bancos de madera disponían además de una mesica abatible, “la prezosa”,
sujeta al respaldo mediante unas bisagras, y en su extremo libre tenía una pata
que al bajarse la mesa se apoyaba en el asiento de la cadiera. Era un buen
sitio para almorzar o cenar, que no requerían la solemnidad de la comida del
mediodía. Ésta se tenía, como digo, en medio de la cocina, en la mesa grande,
ya que la “cambra güena”, que hacía también de comedor, sólo se utilizaba en
los días grandes.
Sobre la mesa colocaban siempre en vez de manteles
un hule a cuadros que se guardaba enrollado en una caña. Únicamente nos
sentábamos los hombres y los zagales. Las mujeres estaban para servir la mesa y
sólo en ocasiones muy excepcionales se sentaban con los hombres. Mientras
servían iban comiendo entre plato y plato.
Presidía el abuelo, que en prácticamente en todos
los sitios también bendecía la mesa. No era el caso de la mía, pues el abuelo
siempre decía: -“En una casa republicana, no cal rezos. Ixo en a ilesia”. Con
un “güen provecho” lo solucionaba.
Nadie empezaba a comer hasta que el abuelo lo hacía.
También era el que señalaba los momentos de echar el trago con el porrón. Yo no
sabía beber “a gargallé” (a lo alto) y tenía que chupar el pitorro, como si
tocara la trompeta y por eso, cuando bebía vino (no muchas veces), el yayo me embromaba
con un “¡tararííí!” que imitaba el cornetín.
El vino tenía rituales muy diferentes. Nunca se
bebía hasta que lo hacía el que presidía la mesa. La medida en días ordinarios
era clara: “un trago para la verdura y dos para la “pizca”. Esto, lógicamente
no se tenía en cuenta en la comida de huéspedes, como tampoco se tasaba el
trago. El ideal al beber en bota o en porrón era de “siete buchacas y la boca
llena”.
Cuando se comía a rancho en el campo, el molino…
también había un moderador para la bebida. Cuando lo creía conveniente
exclamaba: “¡Trago!”. Todos dejaban la cuchara apoyada en la sartén común,
bebían por turno y no volvían a coger el cubierto hasta que todos habían
libado.
Una superstición muy extendida es que no se debe
dejar el porrón sobre la mesa de forma que el pitorro apunte a algún comensal
porque es muy malo para él.
Es señal de buena suerte y alegría si se derrama
involuntariamente la sal o el vino sobre la mesa.
Al comenzar un pan siempre se le hacía una cruz con
la punta del cuchillo. Nunca se dejaba el pan encima de la mesa vuelto del
revés, con la parte plana hacía arriba, “porque la virgen sufría”. Y me acuerdo
que si alguna vez caía una tajada al suelo, la tenía que recoger y besarla a
continuación.
La comida como contaba era normalmente lo que hoy
diríamos cocido, pero que en aragonés se llamaba precisamente “comida”.
En cuanto terminaba la comida, salía disparado a la
calle en busca de la “colla” pandilla. Era lo bueno que tenían los pueblos,
porque no tenían ningún peligro y te podías pasar todo el día recogido en la
calle. En verano era otra cosa, pues los mayores se empeñaban en que tenía que
dormir la siesta, que era un latazo, pero de esto hablaré en su momento.
Ahora había que aprovechar la tarde, que era muy
corta, y la vuelta a casa la marcaba la llegada de los hombres del campo.
No recuerdo muy bien qué hicimos ese día,
probablemente carreras con los aros calle arriba calle abajo hasta que
sudorosos y felices cada cual marchó a casa. Era la hora de merendar y de
recogerse. La merienda era casi siempre la misma, una tajada de pan con un
chorrico de vino por encima y espolvoreada con azúcar. Merienda barata pero que
sabía a gloria.
Los días eran muy cortos y el atardecer transcurría
tranquilamente en la “dilata” o velada a la mor de la lumbre. Yo nunca me
quería encadar tan pronto y le pedía al yayo que me dejara acompañar al criau a
abrebar a los animales.
Normalmente lo conseguía.
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