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miércoles, 22 de abril de 2015

La hora de comer

Las doce era la hora de “a chenta”. (la comida). La teníamos en la cocina, que era una estancia grande. Al fondo estaba el hogar con las cadieras cubiertas con pieles curtidas de cordero. Dos de las cadieras o bancos de madera disponían además de una mesica abatible, “la prezosa”, sujeta al respaldo mediante unas bisagras, y en su extremo libre tenía una pata que al bajarse la mesa se apoyaba en el asiento de la cadiera. Era un buen sitio para almorzar o cenar, que no requerían la solemnidad de la comida del mediodía. Ésta se tenía, como digo, en medio de la cocina, en la mesa grande, ya que la “cambra güena”, que hacía también de comedor, sólo se utilizaba en los días grandes.
Sobre la mesa colocaban siempre en vez de manteles un hule a cuadros que se guardaba enrollado en una caña. Únicamente nos sentábamos los hombres y los zagales. Las mujeres estaban para servir la mesa y sólo en ocasiones muy excepcionales se sentaban con los hombres. Mientras servían iban comiendo entre plato y plato.
Presidía el abuelo, que en prácticamente en todos los sitios también bendecía la mesa. No era el caso de la mía, pues el abuelo siempre decía: -“En una casa republicana, no cal rezos. Ixo en a ilesia”. Con un “güen provecho” lo solucionaba.
Nadie empezaba a comer hasta que el abuelo lo hacía. También era el que señalaba los momentos de echar el trago con el porrón. Yo no sabía beber “a gargallé” (a lo alto) y tenía que chupar el pitorro, como si tocara la trompeta y por eso, cuando bebía vino (no muchas veces), el yayo me embromaba con un “¡tararííí!” que imitaba el cornetín.
 
El vino tenía rituales muy diferentes. Nunca se bebía hasta que lo hacía el que presidía la mesa. La medida en días ordinarios era clara: “un trago para la verdura y dos para la “pizca”. Esto, lógicamente no se tenía en cuenta en la comida de huéspedes, como tampoco se tasaba el trago. El ideal al beber en bota o en porrón era de “siete buchacas y la boca llena”.
Cuando se comía a rancho en el campo, el molino… también había un moderador para la bebida. Cuando lo creía conveniente exclamaba: “¡Trago!”. Todos dejaban la cuchara apoyada en la sartén común, bebían por turno y no volvían a coger el cubierto hasta que todos habían libado.
Una superstición muy extendida es que no se debe dejar el porrón sobre la mesa de forma que el pitorro apunte a algún comensal porque es muy malo para él.
Es señal de buena suerte y alegría si se derrama involuntariamente la sal o el vino sobre la mesa.
Al comenzar un pan siempre se le hacía una cruz con la punta del cuchillo. Nunca se dejaba el pan encima de la mesa vuelto del revés, con la parte plana hacía arriba, “porque la virgen sufría”. Y me acuerdo que si alguna vez caía una tajada al suelo, la tenía que recoger y besarla a continuación.
La comida como contaba era normalmente lo que hoy diríamos cocido, pero que en aragonés se llamaba precisamente “comida”.
En cuanto terminaba la comida, salía disparado a la calle en busca de la “colla” pandilla. Era lo bueno que tenían los pueblos, porque no tenían ningún peligro y te podías pasar todo el día recogido en la calle. En verano era otra cosa, pues los mayores se empeñaban en que tenía que dormir la siesta, que era un latazo, pero de esto hablaré en su momento.
Ahora había que aprovechar la tarde, que era muy corta, y la vuelta a casa la marcaba la llegada de los hombres del campo.
No recuerdo muy bien qué hicimos ese día, probablemente carreras con los aros calle arriba calle abajo hasta que sudorosos y felices cada cual marchó a casa. Era la hora de merendar y de recogerse. La merienda era casi siempre la misma, una tajada de pan con un chorrico de vino por encima y espolvoreada con azúcar. Merienda barata pero que sabía a gloria.
Los días eran muy cortos y el atardecer transcurría tranquilamente en la “dilata” o velada a la mor de la lumbre. Yo nunca me quería encadar tan pronto y le pedía al yayo que me dejara acompañar al criau a abrebar a los animales.
Normalmente lo conseguía.