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domingo, 15 de septiembre de 2013

Los motes de nuestros pueblos

Cuando comentamos los motes de nuestros pueblos, observamos la rivalidad y animadversión entre pueblos y municipios vecinos, un fenómeno social claro y muy firme en nuestra tierra. La vecindad muchas veces caía en el desprecio hacia las gentes de la aldea más próxima y conocida.
Éste vínculo de fatalidad se producía por diversos factores y causas sociales, muchas de ellas perfectamente contrastadas. 
Una de ellas era el cambio de normas de conducta que cada lugar establecía. Al no ser las mismas, se creaba una gran diferencia entre dos lugares que aún estando tan cerca en la distancia, estaban muy lejos en sus formas y maneras de vida.
Otra y tan importante como la primera, era la dependencia administrativa de una localidad a otra, sintiéndose siempre vejada la pedánea.
La igualdad demográfica y la potencia de sus recursos también provocaba el orgullo de ostentar la supremacía en una comarca.
Todo esto en nuestra tierra, determinaba que entre una aldea y otra surgiese una gran rivalidad.
Valorando todo esto en su aspecto positivo, que también lo tiene, esta forma de rivalidad podía darse antes en nuestros pueblos, por que tenían un vigor social y demográfico, un concepto de autoestima municipal y solidaridad comunal, que desgraciadamente hoy no existe ya que nuestros pueblos, que en cuanto a habitantes, languidecen.
Como ejemplos, podemos poner muchos. Hecho y Ansó son dos poblaciones entre las que se suscitaba una profunda rivalidad, al tener las mismas características y peculiaridades sociales, ya que ambos tenían el mismo número de habitantes, vivían de la ganadería y eran capitales de sus respectivos valles. Por eso, ambicionaban, la supremacía de una población sobre la otra en cualquier aspecto que consiguieran.
De siempre es conocida la xenofobia mutua entre Hecho y Ansó, auque a lo largo del tiempo haya habido ciertos contactos y casamientos entre personas de ambas villas. Una copla ansotana expresa claramente esa mordacidad: “Primitiva de Guillermo y Pascuala de lo Nepón, limpiaron o lugar de Echo y emporcaron el de Ansó”. Eran dos chesas que fueron a entroncar a casas de Ansó de chobens –nueras- y que la jota escogió para expresar las tensas relaciones entre ambas poblaciones.
Esto ocurría en casi todos los pueblos de Aragón. Cuando repasamos las coplas populares, cada lugar intenta “gibar” al de al lado y este, respondiendo también, con un cambio de coplas, cada una más ofensiva.
Un agüelo, con mucho sentido del humor, como mucha gente de esta tierra, contestaba a un forastero que presumía de ser madrileño: “¿De Madrid? ¡Vaya mérito! De Madrid es cualquiera. El mérito es ser de Barbenuta, que solo somos cinco”. Esto es reírse de su suerte.
Mediano 1947 "Bufanabos"
 
Los apodos, de lo más variado. Muchos buscando sencillamente la rima fácil. A la hora de rimar un pueblo, se queda en eso: “Altorrincón, en cada casa un ladrón”, “Almuniente, mala gente”. Así de fácil, sin que pase por la mente la realidad del apodo, que solo se hace porque “pega” y suena bien.
Pero no es conformado el aragonés con colocar motes al pueblo vecino. En su mismo lugar tiene que colocarlos y quedan ya para siempre como nombres asignados a una casa. Cuando vayáis a un pueblo, no preguntéis por una persona con su apellido, por que es muy probable que nadie la conozca. Preguntad por el apodo de la casa y en seguida os darán razón. Los hay definitivos, aplastantes cuando se refieren al físico de la persona: Casa “Pechuda”, “Cintureta”, “La Peque”, “La Tiesa”, “Majico”, “Culicacho”… Otros aclaran su origen profesional: “Pelaire”, “Cañicero”, “Ferrero”…, pero otras veces rozan un aspecto que viene rebotando de generación en generación desde algún día aciago en la casa, como el de “Malmetefierros” que lleva una herrería o “Panflorido” que tiene un horno. Otros sugieren algún hecho o dicho que se nos escapa pero que allí está: “Casa Peliforro”, “Casa Non querré”. El ingenio aragonés es inagotable cuando ironiza y se ceba en una persona o acontecimiento.
No os enfadeís conmigo cuando cuento los apodos de los pueblos. Si acaso enfadaros con los pueblos de al lado y llamarlos como vosotros sabéis. Por mi parte os aseguro que ojalá fuera fato, chepe, saputo, ensudiero, pelaire, cazolero, ababolico, afumau, curto…, por que quiero entrañablemente a todos los pueblos de mi Aragón y siempre, entre ellos, me he encontrado en casa.


domingo, 8 de septiembre de 2013

Mosén Bruno Fierro

¿Qué estampa tendría ese tan celebrado mosén Bruno Fierro, que, nacido en 1803, vivió ochenta y seis años? El viejo de casa “Botiguero” asegura que "parexeba una talega en pie". Y don Alonso, el venerable don Alonso (q. e. p. d.), me lo pintó de mediana estatura y recio, cuadrado, la cabeza grande, ojos vivos, cejas muy pobladas y unidas y nariz algo chata, por donde, entre ganguear y hablar despacio, como quien mide las palabras, cualquiera que no le conociese bien,  pensaba que las decía con sorna. A esto añadió que solía tutear, de buenas a primeras, a todo el mundo, del rey abajo, fundándolo en que no podía ser otra cosa después de tutear a Dios.
No tuvo rival en el juego de pelota; tiraba la barra con sin igual destreza, y era gran cazador, aunque dicen que salía con la escopeta por despistar a los carabineros, pues andaba en el contrabando. Pero su principal afición parece que fue la pesca:
Una mañana, al regresar del río con la caña en una mano y un ruin barbo en la otra, se encaminó a la iglesia, entró, se planto en el centro y allí, abiertos los brazos y moviendo de arriba abajo la cabeza, le dijo a la Virgen, en tono de reproche:
-¿Te parixe a tu s´ixto ye pescar? ¿Te parixe a tú?
Y dirigiéndose a la trasera del altar arrojó la caña en el fondo de la mesa. Y es que debajo del retablo solía guardar las pelotas, la barra, una vara de medir, la escopeta y las cañas de pescar, para que en todo momento la Virgen le favoreciese. Esto, y la familiaridad con que la trataba, patentizaban su gran simplicidad y su mucha fe.
Ignoro si fue capaz de alguna virtud. Creo que no. Porque los siete pecados capitales le podían siempre; tan descomunal era en todo.
Era enorme. Pero le creo a dos dedos de ser un santo. Sólo que, a diferencia de algunos santos que, después de una larga vida de abandono, se arrepintieron, alcanzando la gloria, mosén Bruno alternó siempre, hasta el último instante, las más grandes caídas con los actos más sublimes.
Ya en Barbastro fue el terror de las aulas. Cuando, al fin, las abandonó, cuentan que le dijo el obispo:
-¡Cuánto me pena, Bruno, haberte ordenado! ¡Cuánto me pena!
A lo que el mosén respondió:
-¡Y lo que te penará, ilustrísima! ¡Lo que te penará!
E inmediatamente se le castigó por su insolencia. Y es que no le conocían bien, como yo creo conocerlo sin haberlo visto. Lo que hay, que era sincero, incapaz de hipocresía. De mosén Bruno Fierro puede afirmarse que fue el último gran aragonés con sotana. ¡No quedan hoy curas como él!
En aquellas noches de invierno, en mi infancia, sentados en las cadieras, parecían bien las cosas que se contaban de mosén Bruno. Ardían las llamas del hogar, crujían las castañas, pasaba el jarro, y, de pronto, al solo nombre del cura de Saravillo, se alegraban los montañeses, contaban mil cosas de él, y reían, reían con esa rústica simplicidad que fue y es el primer ingrediente de nuestra raza, y que guarda la tierra, no como la cuba la hez del vino, sino como una madre, siempre joven, los nuevos gérmenes.
Mosen Bruno Fierro, más conocido por “cura de Saravillo”, porque fue en ese pueblo en donde más años vivió y donde murió de viejo.
Iglesia de Saravillo
 
Ocurrente y pícaro, pero en clérigo, que tiene sus matices.
Por algo le cuelgan al bandido el Tuerto aquel taciturno comentario... ¿no lo conocéis?
El Tuerto había estado de bandolero con Cucaracha, el bandolero de la Sierra de Alcubierre, y se separó de la pandilla.
Al cabo de algún tiempo volvió como hijo pródigo y echando de menos a alguno de sus antiguos compañeros de los buenos tiempos, iba preguntando por ellos:
-¿Y qué fue del “Pelau”?
--Lo cogió la Justicia y lo ahorcaron.
-¿Y el “Royo”?
-Murió de un balazo
-¿Y el “Moscas”?
-Se metió cura.
-Siempre creí que ése acabaría mal.
Del cura de Saravillo cuentan y cuentan:
Había enfermado la burra que lo llevaba a Badaín, anejo que también atendía y ya se sabe que “los anejos, debajo de la cama están lejos”. Como quería a la burra de verdad y le hacía buen papel, invocó a la Virgen de Badaín para que le curara al animal, pero la burra que se murió.
Esto le dolió a Bruno, que no se esperaba ese desplante por parte de la Virgen. Entonces cogió la burra, la despellejó, se llevó a la iglesia de la Virgen la piel y la colgó en la barandilla del coro. Con eso, todas las moscas del valle inundaron la capilla. Mosén Bruno le decía a la Virgen:
-¡No me has querido curar la burra, pues ahora, aguántate!
Decimos que su fe y su simplicidad andaban parejas. Así se explica esta otra anécdota que protagonizó en Espierba, en donde estuvo de ecónomo antes de ir a Saravillo.
Todo el mundo conoce las descomunales tormentas que azotan en verano al valle de Pineta, por eso nadie se extrañará de que, en un atardecer de julio, todo el pueblo acudiera a la abadía para pedir al mosen que saliera en procesión parroquial para “esconjurar” la tormenta y pedregada que estaba amenazando con arruinar la cosecha.
En el cobalto del pueblo, momentos después, mosen Bruno, revestido con sobrepelliz y capa pluvial, está desgranando las letanías de su libro de rezos. A su lado, el escolano con la cruz procesional (el “cristico” de metal) en una mano y la caldereta con el hisopo en la otra. Y detrás, y delante, y alrededor, todo el pueblo contestando con un apretado y esperanzador “ora pro nobis” a las invocaciones del cura.
Pero la tronada sigue arreciando y ya se teme lo peor.
Cuantos más rezos, más relámpagos. (Tal vez porque el mosen pide por lo bajo que la tormenta se vaya a descargar al vecino pueblo de Parzán, donde no le quieren tanto). Y empieza la pedregada.
Parece hecha a propósito. Al final mosen Bruno se impacienta. Para de rezar para enjugarse unas gotazas como platos que le empiezan a caer en la cabeza, y se dirige al monaguillo:
-¿Ande vas con ese Cristico, Antonié? Llévatelo a la iglesia y tráete el Cristo grande, que con éste no haremos cosa.


domingo, 1 de septiembre de 2013

Ferias

Cuando se acercaban ferias nosotros los chabales, las esperábamos con mucha ilusión. Teníamos en Aragón muchas más que ahora, pero eran diferentes. Sobre todo eran de ganado. Allí se compraban y vendían toda clase de animales de trabajo y de establo. Había un trajín increíble y lo aprovechaban para poner atracciones. Así nacieron las ferias que hoy se conocen. En los pueblos no teníamos ni norias, ni caballitos, ni autos de choque ni cosas de esas. Lo más, si acaso, eran los “húngaros”. Nosotros los llamábamos “hungáros”. Vete tú a saber si eran de Hungría o no. Consistían en pequeñas compañías de comediantes, casi siempre una familia. Viajaban en unos carromatos muy vistosos, llenos de colorines, de pueblo en pueblo y hacían comedias en la plaza. Los recuerdo con su oso, su cabra gimnasta o su perro sabio. La entrada por supuesto, era gratis. Al final de la representación pasaban la bandeja o la gorra para que la gente echase la voluntad y sacaban para ir viviendo. Hoy siguen en nuestras fiestas, transformados en músicos, malabaristas, estatuas vivientes…
Las ferias como digo, eran muy diferentes. Primero las gentes. Allí veías labradores, ganaderos, tratantes, gitanos con sus cómplices “los ramaleros”…
¿Ramaleros? Los gitanos llevaban fama de pegársela a cualquiera. Cogían una burra que se caía de puro vieja y la hacían trotar como si fuera un potro. O les limaban los dientes, o cualquier cosa. La gente no se fiaba de ellos. Entonces buscaban un amigo payo de aspecto inofensivo y bonachón que presentaba la caballería como si fuera suya y entonces era más fácil dar el pego. Ese era el “ramalero”. Luego se partían las ganancias o cobraban unas comisiones.
 
Los tratantes eran los profesionales de las ferias. Una frase hecha: “Tienes mas dineros que un tratante”. Su faena era comprar y vender. Y a estos si que no los engañaba nadie. Por eso muchos compradores acudían a ellos. Las registraban a las caballerías con mucha vista. Era mirar y remirar, palpar y hacer trotar. Comprobar si estaba herniada, si tenía bien la vista, la dentadura si estaba retocada…
Y la gente tenía otros trucos. ¿Qué trucos empleaban? Muchos. Yo pocos he oído. Si he oído que en algunos pueblos cuando tenían que llevar a un caballo a la feria, unos días antes les hacían una sangría porqué entonces relucía mucho su pelo.
Para conseguir también que el pelo reluciera mucho, decían que les socarraban el pelo y luego los cepillaban bien. Esto dicen que lo hacían los de Ibirque y quizá por eso los llaman “sucarramachos”.
La normalidad era desde luego la honradez, en el trato. Nunca se firmaba en ningún papel a la hora de cerrarlo. Un apretón de manos equivalía a cien escrituras.
¿Confiamos hoy a una palabra dada? Yo tengo mis serias dudas.