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jueves, 27 de octubre de 2011

Noche de almetas

La festividad de Todos los Santos, el primer día de noviembre, aparece en el siglo IX a ruegos de Luís el Piadoso y de los obispos franceses. Queda esta fiesta consolidada en el siglo XI con la introducción de la festividad del día de difuntos, el día posterior a aquella celebración.
Ya los celtas rendían culto a los difuntos y también a principios de otoño, pues la caída de las hojas significaba la muerte del año y el nacimiento del siguiente… pero personas más cultas que yo, sabrán explicarlo.
Comienza el otoño, los días se van haciendo cortos y las noches más largas. Las almas vagarán más tiempo entre la noche y hay que recogerlas. Nada mejor que ayudarlas a asentarse en el lugar que deben estar, y para ello se les ayudaba con misas, y toda la imaginación de las gentes con lamparillas, velas, y todo lo que pudiera ayudarles en su camino. Si se conseguía, ese invierno sería tranquilo, sin ningún sobresalto por parte de las ánimas, pues estarían recogidas en el lugar que les correspondiera.
Las almetas nunca me habían dado miedo, lo prometo. Hasta cuando era chaval me caían muy bien. En aquella época en que no había reloj despertador en casa, si algún día tenía que madrugar les rezaba por la noche a las almas del Purgatorio para que me despertaran a tal hora. Nunca me fallaron.
Otra historia era el día de las Almas, el 2 de noviembre y es que ese día se masca en el ambiente el tema de los muertos y todo el pueblo vive el acontecimiento...
En casa se encendía el estadal, que era un rollo de cerilleta en un canastillo.
También lamparillas de aceite, que se distribuían por la casa en los lugares donde en vida habían vivido las personas que murieron. Esa noche no podía posarme en la cadiera, ya que como para los fallecidos había sido su lugar preferido, se llenaba de lamparillas.
He recogido esta copla en Pozán de Vero. La cantaba una mujer que no quería a su marido y se ha hecho popular:
“Ya te has muerto, Timoteo,
ya te llevan a enterrar;
no pienso llevarte luto
ni te quemaré estadal”.
Se rezaban las tres partes del rosario; se oían tres misas por la mañana y toda la noche estabas oyendo tocar a muerto, que impresionaba.
En todos los pueblos se decían y se oían tres misas. Se visitaba el cementerio. Se encendían candelas o lamparillas en casa.
Todo el mundo se quedaba en casa por la noche, porque salían las almas por el pueblo.
Ese día no se podía barrer la casa ni la calle, ni hacer ruidos o cantar.
En la iglesia se ponían velas en los banquillos, cada familia en su lugar correspondiente, que era como una especie de continuación del hogar.
En esa noche de almas, las gentes iban a la iglesia a recoger "agua bendita" para bendecir la casa. Los mozos esa noche hacían sus apuestas empujando a los valientes a subir al cementerio a dar "las tres palmadicas".
Consiste en saltar la tapia del camposanto y dar tres palmadas mientras dicen:
"Tres palmadicas doy aquí, que salga la “muerteseca” detrás de mí"
Las bromas demasiado pesadas algunas, en esta noche, muchas de ellas nos salían por sacar el propio miedo que entonces teníamos.
Los mozos mayores ponían en el campanario y por las esquinas de las calles unas calaveras para asustar a los pequeños y a las mozas. Se trataba de una calabaza ahuecada en la que se practicaban dos agujeros a manera de ojos y una raja larga debajo simulando la boca. Dentro, colocaban una vela encendida cuyo resplandor salía por los orificios de la calavera y su visión nos producía escalofríos.

Como podemos comprobar, antes de que apareciera la moda americana del “Halloween”, nosotros ya teníamos nuestras propias formas de hacerlo con su calabaza y todo… Parece que las nuevas modas… Su significado en castellano es noche de difuntos.

En casa ponían en el trinchante las fotos de sus difuntos con una lamparilla de aceite. Siempre se guardaba alguna prenda u objeto del difunto y también se colocaba si no existía fotografía. Era costumbre visitar el cementerio cuyos sepulcros y nichos se habían limpiado y adornado con flores el día anterior y el mosen acudía también a echar responsos a los difuntos de las personas que se lo pedían.
Más adelante, cuando fui monaguillo, me gustaba mucho la noche de las almas porque era como una fiesta y aquella noche no dormíamos para poder tocar las campanas cada hora.
Antes, habíamos hecho una "plega" por el pueblo y en todas las casas nos habían dado algo: pan, unas monedas, un huevo, una honda de longaniza, unas almendras... y en el cuartico de la sacristía estábamos toda la noche en un pienso.
Era majo entonces el día de las almetas.

lunes, 24 de octubre de 2011

Nos acercamos a la noche de difuntos. El cementerio

Este año he vuelto al cementerio de mi pueblo. Llevo unas flores para mis abuelos y otros familiares.
Llevo también la nostalgia de tiempos ya muy lejanos ahítos de recuerdos. La visita de cualquier camposanto es un revulsivo, un aldabonazo a lo más profundo de nuestros sentimientos y nuestra conciencia. Pero éste, el de mi pueblo, es especial para mí, porque en él tuve mi primer encuentro con la muerte.
Desde la salida del pueblo ya se le ve allá abajo, con sus tres cipreses apuntando sus saetas al cielo en este atardecer de otoño, por encima de su tosco tapial de piedra de poco más de dos metros de altura. Es pequeño. Cuando yo era crío era mucho más grande. O así me lo parece. Pero me pasa siempre lo mismo con la plaza, la iglesia, la escuela… Abro la cancela de hierro sujeta con un trozo de cuerda anudado a su cerradura cuya llave sin duda se perdió y entro. Está bien cuidado en conjunto, aunque muchas de sus cruces perdieron su verticalidad y parecen querer acostarse igual que los muertos que cobijan. Aquí y allá ramos de flores que algunos han adelantado para el día de Todos los Santos.
Las tumbas están todas orientadas al norte, hacia Monte Perdido.
Como el pueblo cae al suroeste le están dando la espalda para que no les apetezca volver a él y molestar a los vivos.
Camino despacio entre las cruces, leyendo las inscripciones, muchas de ellas con la fotografía sepia del difunto. Los apellidos se repiten una y otra vez como corresponde a un pueblo pequeño, encerrado en la endogamia y en el que tarde o temprano todos acaban siendo parientes de todos.
Enfrente a la entrada, una casucha destartalada y sucia, sin puertas, medio en ruinas, en donde debió estar “la piedra”, el lugar de espera de los cadáveres que por alguna razón no se podían enterrar todavía. Aún guarda la caseta unas desvencijadas parihuelas de entierros muy remotos.
Casi juntos, los tres cipreses. Serios. Austeros. ¿Por qué tres? En todos los cementerios de esta comarca son siempre tres. La magia del número. Están repletos de frutos, piñas orriones. Dicen que los cipreses producen tantas bolitas como muertos tienen enterrados a sus píes.
Entre las cruces encuentro la de mi abuelo. Es de hierro y ostenta una placa metálica aporcelanada, sin fotografía. El nombre escueto, la edad y la fecha del fallecimiento.
Y allí, ante la tumba del abuelo, la imaginación vuela a aquella mañana del entierro. El paso cansino de los hombres que llevan el féretro. Los familiares detrás, con los ojos ya secos y resignados. Con el cierzo de frente (“El cierzo y la contribución, la perdición de Aragón”). Detrás, los amigos en silencio. Más atrás “la gente”, que comenta el estado del campo o las fiestas del pueblo vecino. O la comida de entierro que dará la familia. Cumplen a desgana un deber cívico que impone la tradición, y acompañan al difunto y su familia.
En muchos lugares todo el pueblo iba al cementerio acompañando el cadáver (Aineto, Sallent, Angüés, Saravillo, Burgasé, Salas Altas)…
Los que querían (y dependía de muchas circunstancias) (Chimillas, Bolea, Montoro, Calaceite)…
Los familiares y las amistades (Ansó, Sabiñánigo).
Los familiares y la Cofradía (La Fueva).
Delante iba la caja y la llevaban los amigos en muchos lugares. (Huesca, Almudévar, Santa Engracia de Loarre…)
Cuando asistía el cura, el orden era: cruz, clero, féretro, parientes, pueblo (Biscarrués, Estadilla).
En Castillazuelo, en cambio, el orden era: féretro, cura, duelo.
En Albelda el cura hacía una parte del recorrido. En un lugar concreto, paraba el cortejo, se rezaba un responso y el clero se despedía.
Detrás del féretro solía ir la familia (Chimillas, Aineto, Quinzano, Bolea…)
A continuación, en la mayoría de los pueblos iban los hombres y detrás las mujeres.
En Binéfar, si era difunto iban los hombres delante; si era difunta, las mujeres.
En Gistain, después del entierro –al que asistían los cofrades con capa negra- los familiares daban doce vueltas alrededor de la iglesia. En la puerta estaba el mosen y, al pasar por delante de él, le besaban la estola cada vez.

La llegada. El sepulturero apoyado en la pala clavada en tierra. Luego, con la soga y por alguien, descuelga el féretro en el hoyo y recupera con movimientos precisos la soga.
Un silencio reseco. La primera paletada de tierra. El sollozo de la abuela ahogando sus únicas palabras temblorosas que no llegan a entenderse.
La emoción que sube pecho arriba y se anuda en la garganta. Lágrimas sin estridencia.
La abuela coge un puñado de tierra, lo besa y lo echa al hondón, sobre la caja. Todos vamos haciendo lo mismo.
Luego el enterrador con la pala va echando más tierra.
Todavía se ve un trozo del féretro. Luego, sólo tierra.
A los ojos de todos, la tierra que va tomando altura. Y ya, nada. El cierzo que sigue soplando. Mi madre y mi tía que cogen del brazo a la abuela. El mosen del pueblo (los otros no han venido) que reza el último responso y trata de consolarnos con unas palabras indecisas que no acaban de encontrar el tono. Es mejor el silencio.
La gente que se desperdiga por el cementerio en busca de nombres queridos. Las pisadas crujientes sobre la tierra y la gravilla. Las campanas de la torre también han callado. Cada uno vuelve a solas con sus pensamientos. Otros vuelven a sus comentarios indiferentes de antes. La vida sigue.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Almetas (continuación)

Que volvían las almas nadie lo dudaba. Aseguraban que si, una vez enterrado un difunto, en el hogar el gato rozaba el caldero del fuego era señal de que la persona no estaba a gusto y volvería a casa hasta que se le dijesen las misas necesarias.
Mientras estaba el difunto en casa no se dejaba dormir en ella a la mainada (os ninones), para evitar que mientras durmieran, el alma del muerto, ávida de compañía se llevara el almeta del niño.
Me resulta difícil comentar que son las almetas, pues en nuestra mitología aragonesa sugieren todo un mundo de ideas y creencias. Procuran sentimientos encontrados. Por un lado se las quiere y se les ofrecen misas. Por otro lado inspiran miedo. A los muertos no se les teme, claro, pero sí a sus almas que pudieran estar vagando a nuestro alrededor.
Me contaron que no era raro el caso de que algunos campesinos, al labrar o al dallar, removieran las “bogas” o piedras linderas del campo, robando de esta manera a su vecino. Si el autor del hecho moría sin haber devuelto el trozo de tierra robado, las gentes creían que su alma no podría entrar en el cielo y que iba dando tumbos y andaba errante de un lado a otro.
A veces, por la noche, se oían ruidos por la casa y gritos y los familiares tenían que dar muchos duros para decir misas. Algunos creían que estos ruidos los hacían los curas o sacristanes para conseguir donativos. Otros pensaban que eran las brujas. Pero la mayoría de la gente estaba convencida de que eran las almas que reclamaban ayuda.
En casi todos los pueblos te cuentan la historia de la mujer que había limpiado por la noche las judías para la comida del día siguiente, las había dejado encima de la mesa de la cocina y a la mañana siguiente encontraba nueve o doce judías separadas del montón y colocadas a su alrededor. Era señal de que algún alma pedía nueve o doce misas.
En algunos lugares, las peticiones las hacían de otra manera. En el pan aparecían hechos misteriosamente algunos pellizcos, tantos como misas reclamaban.
Sin embargo, en nuestra tierra no logro entender que son las almetas. A pesar de ser capaces de solicitar de muchas formas materiales sus peticiones, nuestras gentes siempre han considerado las almas como un soplo, un viento.
Y esto ha dado origen a multitud de manifestaciones míticas.
Una de ellas es la “alentada”. Por nuestra tierra se cree que la alentada es la influencia involuntaria que ejercen sobre el niño recién nacido las personas que intervienen en los momentos transcendentales de la vida, como la comadrona, el cura, la madrina… dando al bebé varias inclinaciones, cualidades o defectos.
No es que alienten en el pequeñuelo, que sería de muy mal gusto por su parte, sino que al respirar, el alma emana las cualidades, buenas o malas, de la persona. Por eso es importante que tales personas sean impecables.
Unida a esta alentada, está también la creencia de que la primera vez que se cortan las uñas a un niño, lo debe hacer una persona de carrera, el médico, el maestro, el veterinario. Por su influencia el niño saldría inteligente.
Pero la idea de viento-soplo-alma está presente en muchos mitos aragoneses. Ésta es una de las razones por las que se cerraba la boca del difunto sujetándola con un pañuelo atado para que no se abra. Y es que, una vez muerto, el alma habrá salido del cuerpo pero intentará volver.
La costumbre de santiguar la boca al bostezar tenía como objeto impedir que ningún espíritu se metiera dentro del que lo hacía. Y por la misma razón, al estornudar, como primeramente se inspira fuertemente había que decir “¡Jesús!”.
Misterioso es también en nuestra mitología el “follet”. Se usa en el valle de Benasque como expresión de algo rapidísimo y misterioso. Si desaparece algo sin saber cómo, se dice: “ni que yese pasau el follet”. Si uno se marcha rápidamente: “ni el follet le puede”.
Sin embargo, en otras partes del pirineo el follet es el diablillo familiar, que nada tiene que ver con las almetas. Es como un aire que entra en las noches por las casas y se lleva lo que puede y encuentra.
Y no menos misterioso, aunque no causante de terrores, es “O bayo”. Parece que “o bayo” es todo, visible o invisible que dejan los seres vivos sobre aquello que han tocado.
Si una oveja enfermaba porque había comido una hierba sobre la que había pasado “la procesionaria”, se decía que la causa estaba en el “o bayo de la teña” (el bayo de la larva). Si uno se llevaba la mano a los ojos después de tocar un sapo y se le irritaban, era debido al “o bayo d´o zapo”.
Solo así se entiende, que cuando era yo muy pequeño, no te dejaban tocar la ropa de un enfermo. Y es que en la ropa estaba el “bayo” del paciente.
Actualmente por mi Sobrarbe, cuando en el monte, en un día de caza, se ven muchas huellas y rastros dejados por los jabalíes se dice que hay mucho “bayo de chabalín”.
De una persona que vivió en el lugar y se fue dejando como recuerdo su mal genio, se decía: “que mal bayo teneba ixe mesache”.
Cuando me siento delante del ordenador y comienzo a recordar estas cosas sobre las almetas, comienzo a sorprenderme por que las ideas se ensartan unas con otras y van saltando de un lado otro, sin lograr encadenarlas. Y siempre me viene a la memoria el recuerdo de quién me formó como aragonés con sus enseñanzas. ¿Dónde estará mío lolo? No me lo imagino errante por ningún sitio. Está donde lo dejamos, encarando a su montaña preferida.
Contemplado su Monte Perdido.

martes, 18 de octubre de 2011

Almetas o almas

Al hablar de las almas o almetas, me trae siempre el recuerdo de mi yayo (abuelo). Me había hablado mucho de las almetas, de su presencia en nuestra vida, de sus apariciones antes y después de un entierro, de su fuerza para arrastrarnos a nosotros mismos a la muerte y me parecieron siempre verdaderas simplezas.
Pero cuando de más mayor, me dedico a recoger las tradiciones que os trato de contar, recuerdo que lo que mi yayo me contó, tiene carácter de fe, en nuestros aragoneses.
Cuando trato de recordar mis charradas con mío lolo (abuelo), mis pensamientos enmarañados, pugnan pos salir todos a la vez. Repaso las innumerables escenas llenas de presencia del abuelo. Las cosas que había aprendido de él; la paciencia con que había tratado siempre mis curiosidades y mis destemplanzas de crío. Las veces que me había llevado con él cuando iba a las ferias o a tratar el ganado en la montaña. Las aventuras que habíamos vivido, con las tronadas (tormentas) y hasta con los lobos en una ocasión.
Toda mi juventud estaba imbricada con su experiencia. Nunca olvidaría sus lecciones, sus historias, su fabla, su temple. Caía en la cuenta de alguna manera de cómo la cultura de nuestras cosas se transmite de abuelos a nietos y de que yo, algún día, tendría que hacer lo mismo con mis nietos.
Siempre traté de organizar mis pensamientos y poder clasificar toda la tradición aragonesa que él supo mostrarme. Pero con las almetas, no. No he conseguido a través de los muchos años que llevo recogiendo nuestras tradiciones y costumbres,  aclararme con ellas. Es por lo que cuesta tanto explicarme sobre ellas.
Toda la naturaleza, según nuestras gentes tiene alma. Animales y cosas. Todavía cuando tengo el pan en la mano, recuerdo las palabras de mi yayo:
-Las almetas viven en el pan. Por eso, cuando un trozo se caía al suelo, se le daba un beso al recogerlo. Y también se besaba la tajada de pan que se daba al mendigo. Y era malo dejar el pan encima de la mesa mal colocado, con la base hacia arriba, porque las almas sufren. Y peor todavía, clavar el cuchillo en el pan.
Se asegura que el alma es espíritu, pero en nuestra tierra no siempre es tan claro. Todos los carniceros, saben, por ejemplo que el alma de un cordero o güella (oveja) es la ternilla que termina la puntica del esternón de la res. En la Bal de Benás y en la de Chistau la llamaban “l´almeta del paripau”, y allí, como en todos los lugares, se cortaba y se tiraba al techo.
Indagué la razón de esta costumbre, todavía actual. Un carnicero joven me decía que se quitaba porque hacía feo. El la llamaba “la ternilla”. Pero en Huesca, la llaman “el alma” o “la almeta”, igual que en el valle de Tena, en Echo, en Ansó, en el Somontano, en Monegros…
De por qué la tiran al techo no todos me supieron dar la razón. Un carnicero de Echo, me decía que era para que no entrara en diablo en el establo del ganado. Con más lógica encontré la respuesta en un carnicero de Alquezar: “Se tira hacia arriba porque es el alma y las almas van al cielo”.
Esta contestación, mejor o peor razonada, es la que más me han dado en los lugares que he preguntado. El cortarla y arrojarla al techo (donde se quedaba pegada), no tiene ninguna explicación, como tampoco la tiene, el que esa parte del animal, sea el alma del mismo.
Pero fijaros en su razonamiento:
“Si no se corta el almeta y se lanza al techo, al dejar a orear la carne, al día siguiente al intentar cortarla, estará en las mismas condiciones que como si acabara de sacrificarse el cordero. No se puede cortar bien”.
Y la explicación que te daban era sencilla:
“Si le dejas a la güella su alma, no muere del todo, y su carne no se endurece”.
Para poder contaros las costumbres aragonesas sobre las almetas, trato de organizar mis pensamientos y multitud de cosas que he escuchado sobre ellas, me vienen a la cabeza. Yo siempre me las imaginé siempre como una lucecica, como los fuegos fatuos que aparecen en los osarios, aunque yo nunca los he visto.
Cuando era crío y tenía alguna caída haciendo (como siempre) travesuras corría a casa a que me curase la yaya. Entonces no disponíamos de tiritas ni cosas parecidas. También le dábamos menos importancia. Ahora te ponen la antitetánica o te llevan a urgencias. Entonces, si te hacías un bollo en la frente, la yaya te ponía una corteza de calabaza o una moneda y te la ataba con un pañuelo. Pero si tenías una heridica te curaba con una tela de araña de la cuadra, de dudosa asepsia, que suplía el apósito. Si sangraba mucho, yo me asustaba y el yayo se reía y me aseguraba “que se me iba a escapar el almeta por la herida”, los dos soltábamos la carcajada y se acabó el problema.
También creíamos que cuando dos personas decían a la vez la misma palabra o expresión sin haberse puesto de acuerdo “habían sacado un alma del purgatorio”.
Seguiré contando más sobre almetas o almas.

domingo, 9 de octubre de 2011

Personajes de la comparsa de gigantes y cabezudos de Zaragoza

Al venir la reina Isabel II a Zaragoza en octubre de 1860, llamó poderosamente su atención en la cabalgata que figuraba la Coronación de D. Fernando I de Aragón, conocido por el de Antequera, elegido rey por los Compromisarios de Caspe en 24 de junio de 1412. En esa cabalgata, lujosísima, con trajes traídos de París, rompían marcha los Gigantes y Cabezudos.
Con anterioridad al año 1841, había sólo en la comparsa cuatro gigantes que representaban Europa, Asia, África y América. Y cuatro cabezudos: el Boticario, el Berrugón, el Tuerto y el Forano. Todos ellos andaban muy deteriorados. Se pensó en restaurar los que podían arreglar y preparar otros nuevos.
Se hicieron Don Quijote, Dulcinea, el Duque y la Duquesa. Y los cabezudos el Boticario, el Torero, la Forana y el Robaculeros. Después, los gigantones el Rey y la Reina.
Menos de tres meses costó esculpirlos, vaciarlos, pintarlos y vestirlos lujosamente. En aquel año de 1860, la salida de la flamante comparsa con semejantes alicientes, constituyó un acontecimiento. Los chicos la gozaron de lo lindo y a los mayores se les caía la baba ante inmensa alegría de los rapaces.
Los realizó Félix Oroz. La gran popularidad que adquirió este pintor-decorador durante el siglo XIX, se debió principalmente al hecho de haber traído al mundo la comparsa actual y algunos de los gigantes y cabezudos que precedieron a ella.
Félix Oroz estaba casado con doña Manuela Gracia, viuda de don Francisco Lac, dueño de una pastelería en la calle de los Mártires, fundada en 1825. Mientras ella vivía vigilante de ese negocio, a Oroz le importaba muy poco el dinero que pudiesen proporcionar las ricas tartas, pasteles y dulces que allí se vendían.
A él, su taller. Se pasaba las horas en la planta baja y entresuelo de la casa de Azara, hoy Casino Mercantil.
No es fácil describir el obrador donde aquel artista realizaba sus producciones. Tenía algo de todo: de estudio, de desván, de taller y de casa desarreglada. Vestía descuidadamente a pesar de su gran figura. El desorden del traje trascendía a su vida entera. Baste saber que tanto los Gigantes y Cabezudos como las demás obras que le encargaban los arquitectos municipales, las hacía siempre sin presupuesto, limitándose a ir a cobrar todas las semanas al Ayuntamiento y allí su amigo don Andrés Martín, tesorero, le entregaba duros en calderilla y seguía la deuda en pie. Ni .el cajero anotaba de momento lo entregado ni Oroz reclamó nunca más papeletas que las consabidas.
Gran amante del arte y de los artistas, su casa era el refugio de los pintores.
Su estudio se veía muy frecuentado. A todos los amigos les iba explicando el significado de las caricaturas de los gigantes y cabezudos que estaba preparando.
De "Don Quijote", "Dulcinea" y "Sancho Panza" (que le llamó Robaculeros), por recordar a Cervantes.
El "Boticario", era la caricatura clavada de un señor de gran fortuna llamado don Pedro Alonso Pérez.
El "Tuerto" representaba a un magnífico médico llamado Melendo, de un genio insoportable.
El "Berrugón", un corregidor de la ciudad.
Simbolizo con el "Torero" la afición dominante.
Con el "Forano" un conductor de las clásicas diligencias.
Con la "Forana", una zaragozana.
El "Morico", al negro que se trajo de Cuba el Conde de la Viñaza.
Los duques eran, copia de los "Duques de Villahermosa".
La giganta África", una romántica significación, pensando en Selica, la protagonista de la famosa ópera "La Africana
Con el " Chino" se acordó de Asia.
Los dos gigantones restantes a Don Jaime I el Conquistador y a su mujer.
Por cierto, que ya en este siglo y al poco tiempo de colocar la estatua de Don Alfonso I el Batallador en el cabezo, se convino que el rey-gigantón representase a éste y para ello se cambió el casco por una corona, tomando como modelo el cuadro de Pradilla que hay en el Ayuntamiento.
A la reina se la caracterizó como una reina de los países nórdicos basándose en los mitos escandinavos.
Y los foranos se casaron. El 11 de octubre de 1916 se celebraron las nupcias. ¡Vaya si gustó el festejo! De Bilbao vinieron a ser testigos dos cabezudos, el Aldeano y la Aldeana. ¡Cuánto se discutió la boda y cuánto dio que murmurar!...
Pero se casaron por tercos y rudos y... por cabezudos.
De la boda hablaron muchísimo los papeles. Mariano de Cavia al ver silenciado a Oroz, escribió una copla que comenzaba:
“El Forano y la Forana
se han casau en Zaragoza
y de yo, que soy su padre,
ningún matraco s´acorda.
¡Miá tú que no convidame!
¡Miá tú si serán zaforas,
que ni al autor de los novios
le echan una mala copla!”
 En el año 1892, modelado por el escultor Lasuén, se dió a conocer aquel famoso gigantón apellidado el "Gargantúa" al que llamaban "Tragantúa". Su aparición constituyó un éxito grande.
Coincidieron en esa anualidad las fiestas del Pilar con las del IV Centenario del descubrimiento de América. Tanto gustó el cabezudo que aún salió dos años más. Y lo mismo sucedía con otro gigantón parecido que hizo don José Galiay en 1908. A los chicos les traía locos ser cogidos por la cuchara del monstruo, que iba sobre una carroza.

Por el año 1904 campaba también el buen humor. En las fiestas del Pilar se sumaron a la comparsa dos cabezudos de tipos populares, en cuya confección intervinieron José Galiay y Ángel Díaz Domínguez.
Uno era el "Mansi", cobrador de las sillas de "La Caridad", en el Paseo de la Independencia, criado que fue de un posadero, que con sus ganancias llevaba una vida regalada de buen aficionado a toros.
Otro, el famoso "Pascual el vigilante".
Los chicos cantaban:
“Vigilante Pascual
que cuida la calle Alfonso
y no le pagan un real.
¡Vigilante que lleva
la pipa por delante!...”
De todos los cabezudos, de "Mis Cabezulandia" y de los que intervinieron en la "Boda de Villatonta" y en la "Fragua de Vulcano", sólo quedan recuerdos.
En cambio, en la tradicional comparsa, se registró durante las Fiestas del Pilar de 1947, la presencia de un nuevo Sancho Panza.
Surgió este personaje –recordando al que don Miguel de Cervantes concibiera- en el estudio del escultor zaragozano don Armando Ruiz.
Vestido más tarde, según el caso requería, fue provisto de alforjas y bota para que ni un solo detalle le faltara.
En fe que la aparición de este legendario personaje (ya visto por Félix Oroz en uno de los primitivos cabezudos) produjo comentarios.
No se perdonaba en observancia de buena jerarquía, que mientras Don Quijote, su señor, iba por las calles de Zaragoza a pie, fuese Sancho Panza montado sobre un asno que con intención le habían preparado.
Realmente existía razón para murmurar aunque los dimes y diretes resultasen acallados por la novelería de los más.
Los reparos procedían de una minoría selecta…
 Actualmente, la comparsa de gigantes y cabezudos de Zaragoza está formada por 12 gigantes y 9 cabezudos, aunque el número de unos y otros ha variado a lo largo de su historia. Todos eran personajes populares conocidos e incluso personajes reales que vivieron en la ciudad y formaron parte de la historia de Zaragoza.
 Unos desaparecieron y otros nuevos se crearon, pero el personaje más importante de todos ellos, es la chiquillería.

miércoles, 5 de octubre de 2011

La comparsa de Gigantes y Cabezudos de Zaragoza

Gigantes y Cabezudos hay en muchas partes. Ciudades y pueblos, y hasta barrios de una misma ciudad los tienen y los sacan a la calle en fechas festeras, para ofrecer esa nota del género cómico popular.
Pero, cuidado, que siempre hay clases. Como la .comparsa de Zaragoza, ninguna. Por eso goza de justa fama entre sus congéneres. Fama consolidada en toda España porque don Miguel Echegaray y Eizaguirre y don Manuel Fernández Caballero, persuadidos de su natural encanto, tuvieron a gala inmortalizarla, paseando por todos los escenarios al "Morico" y al "Berrugón" en la inspirada zarzuela" Gigantes y Cabezudos" estrenada en el Teatro Pignatelli de Zaragoza el 3 de julio de 1899, con éxito grandioso.
El festejo ofrece un singular tipismo. No se ve en lugar alguno esa infantil avalancha que precede, cantando y gritando con júbilo indescriptible. En otros pueblos, los cabezudos se pasean graves y mudos por entre la muchedumbre ostentando su ridícula traza. Nadie los "encorre", ni los insulta, ni los hostiga. No los rodea, como aquí un enjambre de chicos, locos de placer, que producen sordo rumor de colmena espantada. .
Suprimiríamos el estrépito del regocijo infantil y el espectáculo resultaría soso e incoloro. En vano intentaron varias ciudades trasplantar el festejo a comienzos de siglo. Se les prestó de buen grado la comparsa, pero como no era cosa de enviarles 2000 a 5000 chicos que completasen el cuadro, faltó el primer aliciente.
Los chicos de otras poblaciones no sirven. Se necesita una educación especial adecuada al objeto. Para "encorrer" los cabezudos hay que saber "echarle arte". En eso, los críos de Zaragoza tenían usía. Nacían ya con esa aptitud indefinible. Sabían atarse bien las alpargatas, liarse la blusa a la cintura con una cuerda, trenzar una" zurriaga", que al sacudirla estallaba como un cohete; gritar, chillar y cantar al mismo tiempo sin desentonar.
Y sobre todo, sabían correr en grandes masas que inundaban las calles como torrencial avenida, sin atropellar al que va delante ni dejarse alcanzar por el que corre detrás.
Hoy, el gran movimiento de la circulación, dificulta la faena.
Encorrerlos es un arte. Si, señor, un arte que sólo se .domina después de largo y doloroso aprendizaje. El que lo ha visto y sufrido comprende sus dificultades. Así mismo, el que recuerda sentir todavía el escozor de la tralla del Morico o del Berrugón y el que evoca como una aventura inolvidable el día en que un mal paso le hizo caer a tierra y tener que aguantar el peso de todo un ejército infantil…
Constituyen los cabezudos, un tradicional festejo dedicado exclusivamente a la chiquillería que interviene directamente en la acción. Entre aquéllos y ésta radica la lucha. En eso consiste todo su poderoso encanto, toda la sugestión irresistible sobre la gente menuda.
Por ser los chicos tan pesados como las moscas, hay que espantarlos con tralla. El día que por un sentimentalismo se dejara a los hombres que los llevan sin las fuertes "zurriagas"', no, no volverían sanos y salvos a su casa.
Para los chicos, el riesgo es muy relativo. Es verdad que alguno puede resultar perniquebrado, pero en ese ambiente de lucha se templan los cuerpos y se vigorizan los músculos. De este modo, se van acostumbrando los pequeños a las futuras y grandes batallas de la vida.
La comparsa es lo de menos… Ese conjunto de caricaturas Plásticas, con todo su mérito, no sirve más, que de pretexto para que dancen y corran los peques, alegrando el paso de toda la ciudad, que mira embobada y con suprema emoción cómo su descendencia se multiplica indefinidamente, trayendo nuevos elementos de vida próspera y fecunda. .
Para comprender la magnitud del caso, basta reflexionar. Si cada chico de los que van disparados delante de los cabezudos, no deja vivir a nadie en una casa, de la cual es ilusión y contento, ¿qué serán centenares de ellos en la calle, disfrutando de amplísima libertad, entregados a sus propios instintos, ávidos de divertirse, pletóricos de vida y de salud?
Desaparecieron en muchos puntos, quizás para no volver, festejos realmente populares. En Zaragoza, casi ocurre lo mismo, pero queda todavía la fiesta de los chicos, únicos que saben regocijarse con toda el alma y por todo lo alto.
Si los dejamos en las escuelas estos días…
Perdonarme, pero me esta saliendo una charrada demasiado sentimental…
Quiero demasiado a mi tierra y sus tradiciones.

No faltan gentes que temen a los chiquillos como a una de esas malas nubes que hacen estragos por donde quiera que pasen.
Os contaré lo que sucedió una tarde. Era el año 1934. Fue… gracioso lo ocurrido. Habían desfilado los Gigantes y Cabezudos por el Coso bajo. Entonces era costumbre instalar las garitas de feria desde la calle del Romero (hoy de Pardo Sastrón) hasta la Plaza de la Magdalena.
Fatigados los chicos por incesante correría, se desparramaron por entre los barracones de feria. Llamó la atención de un grupo, cierto puesto de juguetes y chucherias y en él, sobre todo, un montón de gaitas expuestas.
-¡Quió, cuánta gaita!... -dijo un chaval. ¡Para qué oír más!... La exclamación corrió como la pólvora. El tío del puesto comenzó a escamarse e intentó despachar a los inoportunos clientes. Hubo en el grupo momentos de vacilación. Por fin, una mano avanzó hacia el mostrador y agarró una gaita. El mal ejemplo fué seguido inmediatamente entre espantosa algarabía. ¡Una gaita! ¡Una gaita!...
El comerciante llamaba a gritos a los municipales y repartía palos con un plumero en vano. El cesto de las gaitas estaba libre de peso por la pícara delicia de la ratería. Las protestas del vendedor quedaron ahogadas por múltiples chillidos. Y mientras el feriante maldecía de los cabezudos, de los chicos y de sus padres, tirándose de los pelos al no haber  previsto el riesgo, ese humano enjambre huía en todas las direcciones para incorporase otra vez a los cabezudos, haciendo sonar a un tiempo miles de "chuflainas". Entre tanto, los curiosos, tapándose los oídos para preservar sus tímpanos; reían cada vez más.

Me había propuesto contaros como nacieron nuestros cabezudos, y mira lo que ha salido. Otro día prometo contaros de sus personajes.

sábado, 1 de octubre de 2011

Las fiestas del Pilar de hace dos siglos

Para conocer un poco de los festejos a través del siglo XIX, hay que pasar muchas horas por los archivos. Cuando nace el Diario de Zaragoza “diarico” en la gente de Zaragoza, en el escaso mundillo periodístico de entonces, apenas daba cuenta de la información local.
En los días festeros de 1807 y 1808 se limitaba a decir lo siguiente: “A las seis y media saldrá el rosario general de la santa capilla. Se suplica a los celosos vecinos de la ciudad, como interesados todos en el obsequio de nuestra patrona, se sirvan concurrir a él con hacha, cirio o vela, para mayor lucimiento de este culto religioso”.
Más adelante, rehecha Zaragoza de tanta ruina causada en la guerra de la Independencia, pronto se hicieron famosas las Fiestas del Pilar.
Los festejos religiosos guardan de antaño una severa tradición. Las vísperas solemnes y la Salve del día precedente al de la Virgen; la Misa de Infantes y el rosario de la Aurora, ambos al punto de la mañana del día grande; la Misa Pontifical del día 12, y por la tarde la procesión, y en la fecha siguiente, el gran Rosario General, constituyen en conjunto un brillante capítulo en las fiestas del Pilar. Este Rosario General ya desfilaba en el siglo XVIII.
Ya en lo profano, los festejos más enraizados han sido las corridas de toros y la comparsa de Gigantes y Cabezudos.
Aquellas corridas de toros, tal como se dieron los días 8 y 13 de octubre de 1746 al inaugurarse la Plaza de Toros que mandara construir don Ramón de Pignatelli, y en muchos años sucesivos, eran de muy distinta manera que las celebradas desde el último tercio del siglo XIX en que ya alcanzaron fisonomía propia. Entonces empezó a merecer el torero consideración y respeto y a crecer extraordinariamente la fiesta. El ambiente taurino fue tomando un tipismo característico en los días del pilar. Los toreros no dejaban sus prendas peculiares en la calle. Los andaluces usaban chaquetilla corta y sombrero cordobés. Aquellos que procedían de otras regiones tampoco prescindían del sombrero ancho. Durante muchos años, además de las corridas de toros que se celebraban por la tarde, se daba por la mañana, la llamada de “prueba” con cuatro toros de afamada ganadería.
Desconozco el año.

La comparsa de Gigantes y Cabezudos data de tiempo inmemorial. En 1908, cuando la ciudad se hallaba maltrecha por los cañones enemigos, salió también a la calle. No eran los de ahora. Los actuales, salvo alguna excepción y tras retoques continuos, datan de 1860. Seguían y siguen haciendo acto de presencia cada año para regocijo infantil, aunque ya obsesionados por otras aficiones, les dedican mucha menos atención. Ya no se escuchan los gritos a coro de ¡Morico el Pilar!... y ¡Al Berrugón le picaron los mosquitos!...
En iluminaciones se echaba antiguamente la casa por la ventana, y en lucha constante con las bromas del Moncayo, constituían un poderoso aliciente festero de máxima vistosidad. La apertura de la calle Alfonso I en 1873 dio realce a las fiestas en su derechura a la plaza del Pilar. Esta calle, la plaza del Pilar, el coso, el paseo de la Independencia y la plaza de la Constitución (hoy plaza de España), acaparaban el mayor gasto. Cuando el alumbrado fue de gas, se decoraba la plaza de la Constitución, con varios maderos y arcos en el remate, todo ello revestido con oloroso follaje formándose en la parte superior una cornisa en forma de celosía, dotada de espléndida luz y adornada con flores.
Inauguradas las líneas ferroviarias en 1861 y 1863 el censo de forasteros, con la facilidad del transporte, creció extraordinariamente. Día llegó en que circularon para las fiestas, trenes especiales con grandes rebajas. Este lamín entre la gente de los pueblos incrementaba notablemente la animación callejera.
Ya eran ruidosas las fiestas. El comienzo se anunciaba con el disparo de bombas reales y cohetes y con volteo de campanas. Al rayar el día 12, también una diana militar se dejaba oír. Durante los atardeceres de la semana grande, la quema de vistosas colecciones de fuegos artificiales, preparadas por los mejores pirotécnicos, muchas de las cuales se encendían en plena plaza de la Constitución (hoy plaza de España), frente al arco de Cineja.
Cuando la Torre Nueva se alzaba imponente en la plaza de San Felipe, era ella la encargada de anunciar las fiestas, con su campana grande. Al mismo tiempo se abría el postigo y las gentes subían en tropel los innumerables escalones de la torre hasta llegar a los últimos balconcillos desde los cuales se contemplaba a placer, el pintoresco panorama de Zaragoza y sus alrededores. Constituía un número de las fiestas la ascensión a esta torre inclinada.
Había carreras pedestres y de bicicletas, festejos acuáticos en el canal y en el Ebro. Se celebraba desde fines del siglo XIX la fiesta del pájaro en el monte que ya en 1921 fue el parque del Cabezo de Buenavista. Esta fiesta resultaba muy educativa para la infancia. Se llevaban un par de cientos de jaulas con pájaros corrientes y en presencia de la chiquillería, se les daba suelta, y así (decían) los peques comenzaban a respetar y a sentir cariño a los animales.
Fiestas del Pilar en el Canal Imperial
Ya se tenía una peña en Zaragoza. Entonces, a falta de otro nombre se le llamaba comparsa. Fue famosa la comparsa “El ruido”, creada para recaudar dinero, para los repatriados de Cuba. Ella organizó la primera Tómbola de Zaragoza y la cabalgata más o menos como se conoce en la actualidad.
Cada año y a cada cabalgata le ponían título. Famosa fue “La boda de los Villatonta”. Antes, en 1860, salió una que simbolizaba la “Coronación de Fernando I de Aragón”. Otra en 1874, representando el matrimonio de los Reyes Católicos. Ya en el 1900, la “Fragua de Vulcano” y pocos años después una exaltando la industria y el comercio zaragozano.
En la comparsa de Gigantes y Cabezudos se dieron de alta el “Tragantúa o Gargantúa para tragarse a los niños cogidos por un enorme tenedor y entre los Cabezudos los que recordaban a Pascual el Vigilante y al Mansi, cobrador de las sillas de “La Caridad” en el paseo de la Independencia. El año 1947 surgió un nuevo Sancho Panza montado en su burro.
De pronto, empezaron a sonar potentes los motores de los aviones. Esto ocurría en octubre de 1912. Vinieron a volar desde un improvisado aeropuerto en Valdespartera, aviones franceses. Todo Zaragoza quería verlos y fue muy buen negocio para la compañía del desaparecido tren de Cariñena, que en esos terrenos tenía parada. El servicio meteorológico se encontraba en una pizarra colocada en el quiosco Del Toni, en la plaza de la constitución (actual España). Se daban datos frecuentes de la fuerza del viento y de otras características atmosféricas.
Se puso de moda lo de las “mises” y llegó a presentar las fiestas la que había sido nombrada “Mis España”. Tantas eran las designadas por todas partes con múltiples denominaciones que, al poco tiempo, se tuvo la humorada de incluir en la tradicional comparsa de Gigantes y Cabezudos a “Mis Cabezulandia”.
Los concursos hípicos comenzaron a figurar en los programas de 1904, celebrándose en terrenos de la huerta de Santa Engracia (plaza de los Sitios), pasando luego a la “Hípica”, entonces carretera de Madrid.
Otros años se dieron concursos de bandas de música en la Plaza de Toros y de rondallas en el Teatro Principal.
Se organizaron concursos de escaparates con premios.
Y ya en plan de suerte, la tómbola de “La Caridad”, instalada en la plaza de Sas y luego en la fachada de la Diputación Provincial.
Casi todos los días se escuchaban los acordes de las bandas militares por las calles de la ciudad y conciertos en lugares estratégicos. Los casinos organizaban fiestas de sociedad. Se daban bailes en las plazas públicas, partidos de pelota mano en el frontón de la calle Miguel Server, sesiones de tiro al blanco en el barrio de Venecia. Despertaba gran interés entre los labradores el ferial de ganados en la calle Asalto y los espectáculos ofrecidos por los teatros. También figuraba la clásica feria de barracas. Primero se conoció en la plaza del Carbón, luego en el Coso, desde la actual Pardo Sastrón, la de Espartero hasta la plaza de la Magdalena. Pasaron más tarde al solar de la Casa de La Infanta. Ante el incremento que iba tomando la feria se desplazaron al Paseo de Pamplona y Campo Sepulcro; en 1908 ala plaza de Santa Engracia y calle Costa, y luego a la plaza de José Antonio (actual de Los Sitios).
La venta de solares desahució las barracas, y salvo un año 1934, que estuvieron en el paseo de Constitución, ya fue continuado emplazamiento la Gran Vía.
En la historia del pueblo, tiene gratos recuerdos esta feria de barracas. Cuando se situaban en el coso, había garitas que exhibían las primeras películas del cine mudo. En que cesaba el aluvión de forasteros y se bajaban los precios, el público de Zaragoza experimentaba el gozo de dar una vueltecica por el recinto de la misma.
Si lo comparamos todo lo contado con las fiestas presentes, exagerado el cambio, pero si pensamos en lo que se ofrecía, pienso que solo ha habido un retoque que lo ha dado el desarrollo de la propia vida. En el fondo, son las mismas fiestas.